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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (59 page)

BOOK: El último Catón
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Enmudecí porque me había pillado con las manos en el tarro de las galletas.

—Siempre hay una explicación para lo que hacemos y para lo que somos —prosiguió—. Y, si no, mírese usted misma.

—¿También sabe lo de mi familia? —musité, bajando la cabeza, e inmediatamente me di cuenta de que no quería hablar de aquello con nadie y mucho menos con Glauser-Röist.

—¡Naturalmente! —dijo soltando una de sus también raras carcajadas—. Ya lo sabía cuando la conocí a usted en el despacho de Monseñor Tournier. Como también sabía que era hermana de Pierantonio Salina, el Custodio de Tierra Santa. Ese es mi trabajo, ¿recuerda? Yo lo sé todo y lo vigilo todo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio y me tocó a mí. No me gusta, no me gusta nada, pero ya estoy acostumbrado. No es usted la única que va a dar un giro a su vida. Algún día, yo también me marcharé y viviré tranquilo en una pequeña casa de madera junto al lago Leman, dedicándome a lo que de verdad me gusta: cuidar la tierra, probar nuevos cultivos y sistemas de producción. ¿Sabe que estudié ingeniería agrícola en la Universidad de Zurich antes de convertirme en militar y guardia suizo? Esa era mi verdadera vocación, pero mi familia tenía otros planes para mí y no siempre es fácil escapar a lo que te inculcan desde pequeño.

Permanecí en silencio unos minutos, mirando por la ventanilla y pensando en las palabras del capitán.

—¿Por qué creemos que vivimos nuestras vidas —dije, al fin—, cuando son nuestras vidas las que nos viven a nosotros?

—Eso es cierto —repuso, arreglándose el mugriento remate del pantalón—. Pero siempre tenemos la oportunidad de cambiar. Usted ya lo está haciendo y yo también lo haré, se lo aseguro. Nunca es tarde para nada. Voy a confesarle un secreto, doctora, y espero que sepa mantenerlo: este va a ser mi último trabajo para el Vaticano.

Le miré y le sonreí. Acabábamos de sellar un pacto de amistad. Cruzamos las calles de Alejandría dentro del coche del Patriarca Petros VII, una limusina negra de fabricación italiana, con Farag absolutamente silencioso en el asiento delantero, mirando sin cesar a su alrededor. Yo me sentía un poco triste porque pensaba que estar allí, en Alejandría, de alguna manera le alejaba de mí, así que empecé a tomarle manía a la ciudad.

El vehículo circulaba por unas grandes y modernas avenidas, colapsadas de tráfico, que pasaban junto a playas interminables de arena dorada. En realidad, la Alejandría que contemplaba tenía poco que ver con la que había imaginado en mi mente. ¿Dónde estaban los palacios y los templos? ¿Dónde Marco Antonio y Cleopatra? ¿Dónde el anciano poeta Kavafis que recorría Alejandría al caer la tarde apoyado en su bastón? Podría haberme encontrado en Nueva York si no fuera por los ropajes árabes de las gentes que paseaban por las aceras.

Cuando abandonamos las playas y nos adentramos en el corazón de la ciudad, el caos del tráfico aumentó hasta lo indecible. En una calle estrecha, de una sola dirección, nuestro vehículo quedó atrapado entre la fila de coches que nos seguía y una incomprensible fila que venía de frente. Farag y el chófer cruzaron algunas frases en árabe y este último, abriendo la portezuela, salió y empezó a gritar. Supongo que la idea era que los que venían en dirección contraria retrocedieran para dejarnos avanzar, pero, en lugar de eso, dio comienzo una violenta discusión entre los conductores. Por supuesto, no había un solo guardia urbano en varios kilómetros a la redonda.

Pasado algún tiempo, Farag abandonó también el vehículo, habló con nuestro chófer y volvió. Pero, en lugar de regresar a su asiento, se dirigió al maletero, lo abrió y sacó su maleta y la mía.

—Vamos, Ottavia —me dijo asomando la cara por la ventanilla—. Mi padre vive a dos calles de aquí.

—¡Un momento! —dejó escapar el capitán con cara de pocos amigos—. ¡Suba al coche, profesor! ¡Nos están esperando!

—Le esperan a usted, Kaspar —dijo Farag abriendo mi puerta—. ¡Todas estas reuniones con los Patriarcas son estúpidas! Cuando termine, llámeme a mi móvil. Aquí, en Egipto, vuelve a estar activo, y el vicario de Su Beatitud Stephanos, Monseñor Kolta, tiene mi número y el de mi padre. ¡Vamos,
Basíleia
!

—¡Profesor Boswell! —exclamó la Roca, muy enojado—. ¡No puede llevarse a la doctora Salina!

—¿Ah, no? Bueno, pues recuérdemelo esta noche. Le esperamos a cenar a las nueve en punto. No se retrase.

Y, diciendo esto, echamos los dos a correr como fugitivos, alejándonos del coche y del capitán Glauser-Röist, que, al parecer, tuvo que disculparnos repetidamente ante tan importantes autoridades religiosas. El octogenario Patriarca Stephanos II Ghattas fue quien más preguntó por Farag, al que conocía desde pequeño, y desde luego no se tragó en absoluto las torpes escusas que pronunció el capitán.

Nosotros, en cuanto abandonamos el coche, corrimos cargados con nuestros equipajes por una callejuela que desembocaba en la avenida Tareek El Gueish. Farag llevaba las dos maletas y yo su bolsa de mano y la mía. No podía evitar reírme a carcajadas mientras escapábamos a toda velocidad. Me sentía feliz, libre como una quinceañera que empieza a saltarse las normas. De todos modos, y como no tenía quince años, me alegré enormemente de haberme puesto un par de cómodos zapatos porque, de no llevarlos, habría dado con mis huesos en el suelo. En cuanto doblamos la primera esquina, redujimos la velocidad y caminamos tranquilamente recuperando el aliento. Según me explicó Farag, aquel era el distrito de Saba Facna, en una de cuyas calles su padre tenía un edificio de tres pisos.

—Él vive en la planta inferior y yo en la superior.

—¿Vamos a tu casa, entonces? —me inquiete.

—¡Naturalmente,
Basíleia
! Dije lo de mi padre por no escandalizar a Glauser-Röist.

—¡Pero es que yo también me escandalizo! —hablaba entrecortadamente porque aún me faltaba el aire.

—Tranquila,
Basíleia
. Iremos primero a casa de mi padre y luego subiremos a la mía para duchamos, curarnos las escarificaciones, ponernos ropa limpia y preparar la cena.

—Lo estás haciendo a propósito, ¿verdad, Farag? —le increpé, deteniéndome en mitad de la calle—. Quieres asustarme.

—¿Asustarte…? —se extrañó—. ¿De qué tienes miedo? —se inclinó sobre mi cara y temí que me besara allí mismo, pero, por fortuna, estábamos en un país árabe—. No te preocupes,
Basíleia
—sonreí al oírle; había tartamudeado—, lo comprendo. Te aseguro que, aunque me cueste la vida, no debes temer que pase… nada. No te doy una total garantía, por supuesto, pero haré todo lo posible. ¿De acuerdo?

Estaba tan guapo allí, parado en mitad de la calle, mirándome fijamente con esos ojos azul oscuro, que temí estar yendo contra mis auténticos deseos. Pero… ¿qué deseos? ¡Oh, Dios mío, todo aquello era tan nuevo para mí! ¡Yo debería haber vivido esas cosas veinte años atrás! Llevaba un retraso tan grande que temí estar haciendo el ridículo, o hacerlo más adelante, cuando… ¡Señor!

—¡Vamos a casa de tu padre ahora mismo! —exclamé, angustiada.

—Espero que arregles pronto tus asuntos con la Iglesia, como dice Glauser-Röist. Va a ser muy duro estar a tu lado sabiendo que eres intocable.

Estuve a punto de decirle que era tan intocable como me dictara mi conciencia, pero me callé. Aunque, por arte de magia, fuera libre de mi condición religiosa desde ese mismo momento, no por ello estaría preparada para romper el segundo de mis votos sin haberme desligado antes de los compromisos que tenía con Dios y con mi Orden.

—Vamos, Farag —dije con una sonrisa y pensé que hubiera dado cualquier cosa por besarle.

—¿Por qué me habré tenido que enamorar de una monja? —dijo a voz en grito en mitad de la calle, aunque, por suerte, utilizó el griego clásico—. ¡Con la cantidad de mujeres guapas que hay en Alejandría!

Volver a su casa lo había transformado. Era un hombre distinto al que yo conocía.

—Vamos, Farag —repetí con paciencia, sin borrar la sonrisa de mi cara. Sabía que tenía por delante unas semanas terribles.

La calle donde se encontraba la casa de la familia Boswell era un pasaje de edificios antiguos con elegantes fachadas de estilo inglés. Era oscura y fresca, y estaba prohibida al tráfico, pero eso no impedía que los carromatos y las bicicletas transitaran por ella libremente, sorteando a los tranquilos viandantes. A pesar de este aire europeo, las puertas y ventanas de las casas lucían armoniosos arabescos con decoraciones de hojas y flores. Era una calle bonita y la gente parecía agradable.

Farag, visiblemente emocionado, sacó el llavín del bolsillo y abrió la cancela. Un vago aroma a hierbabuena salió por el vano. El portal era amplio y sombrío, muy al gusto de un país tan caluroso como Egipto y no se veía un ascensor por ninguna parte.

—No hagas ruido,
Basíleia
—me susurró Farag—. Quiero sorprender a mi padre.

Subimos silenciosamente la breve escalera y nos detuvimos frente a una gran puerta de madera con entrepaños de cristal esmerilado. El timbre estaba en el montante, a la altura de nuestras cabezas.

—Tengo llave —me explicó, pulsándolo—, pero quiero ver su cara.

El timbrazo se escuchó a varios kilómetros a la redonda y, mientras su eco seguía doblando aún en mis oídos, unos furiosos ladridos se fueron acercando desde el interior.

—Es
Tara
—musitó Farag muy sonriente—. Era de mi madre… Le encantaba
Lo que el viento se llevó
—añadió a modo de disculpa, adivinando lo que yo pensaba. Y lo que yo pensaba era que el nombre de la perra resultaba rematadamente cursi. No dije nada, por supuesto; al fin y al cabo, nombres peores de animales había oído a lo largo de mi vida. La gente, para estas cosas, siempre se vuelve un poco redicha.

Cuando la hoja de madera se abrió lentamente, divisé a un hombre alto y delgado, de unos setenta años, con el pelo blanco y los ojos —de un intenso color azul oscuro—, tamizados por los cristales de unas seductoras gafas bifocales. Era tan guapo como su hijo, y, de hecho, parecía una fotografía de Farag tomada en el futuro: los mismos rasgos judíos, la misma piel oscura, la misma expresión en el rostro… Comprendí que la madre de Farag lo hubiera abandonado todo por un hombre así y experimenté una lejana complicidad con ella por estar viviendo algo muy parecido.

El abrazo de Farag y su padre fue largo y emotivo. La perra, una desafortunada mezcla de yorkshire y scottish terrier, ladraba desesperada alrededor de ambos dando saltos en el aire igual que una liebre. Butros Boswell besaba una y otra vez el cabello claro de su hijo como si todos y cada uno de los días que Farag había pasado lejos hubieran sido una tortura para él. También murmuraba, en árabe, palabras de alegría e, incluso, me pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas. Cuando por fin se separaron, ambos se volvieron hacia mí:

—Papá, te presento a la doctora Ottavia Salina.

—Farag me ha hablado mucho de usted estos últimos meses, doctora —dijo en un perfecto italiano al tiempo que me estrechaba la mano—. Pase, por favor.

Seguidos por
Tara
que, encantada con las caricias de Farag, movía la cola frenéticamente, entramos en el recibidor de la amplia vivienda. Había libros por todas partes, incluso apilados sobre el aparador de la entrada y abundaban también las viejas fotografías familiares en el pasillo y por las habitaciones. La decoración era una mezcla abigarrada de objetos y muebles ingleses, vieneses, italianos, árabes y franceses: un jarrón de Lalique por aquí, una tetera de plata repujada por allá, un
trumeau
inglés de principios de siglo, una caja de madera taraceada con incrustaciones de nácar, un juego de vasos árabes, unas sillas de madera curvada en volutas alrededor de un antiguo velador sobre el que se veía un tablero de ajedrez con figurillas de marfil… Pero lo que más llamó mi atención fueron los cuadros colgados en las paredes del salón. Al descubrir mi interés, Butros Boswell se puso a mi lado y me explicó, no sin cierta dosis de orgullo, la identidad de todos aquellos personajes.

—Este es mi abuelo, Kenneth Boswell, el descubridor de Oxirrinco. Puede verlo también en esta vieja fotografía en blanco y negro junto a sus colegas Bernard Grenfell y Arthur Hunt en 1895, durante las primeras excavaciones. Y esta de aquí… —añadió señalando el cuadro siguiente desde el que nos observaba una hermosísima mujer ataviada con un elegante vestido de cóctel y unos larguísimos guantes negros que le llegaban casi hasta los hombros—. Esta era su esposa, Esther Hopasha, mi abuela, una de las judías más bellas de Alejandría.

Ariel Boswell, el hijo de ambos, y su mujer, Miriam, una egipcia copta de piel oscura y pelo teñido con henna, también colgaban de las paredes del salón, pero el lugar principal era para el retrato de una joven no demasiado hermosa pero con unos graciosos y chispeantes ojos que transmitían unas infinitas ganas de vivir.

—Esta era mi esposa, doctora Salina, la madre de Farag, Rita Luchese —su rostro se ensombreció—. Murió hace cinco años.

—Papá —resopló Farag, que cargaba a
Tara
en los brazos—. Tenemos que subir a mi casa para dejar el equipaje.

—¿Cenaréis aquí esta noche? —quiso saber Butros.

—Cenaremos arriba, con el capitán Glauser-Röist. He pensado comprar algo en Mercure.

—Muy bien —repuso Butros—. Entonces ya te veré, hijo. No te vayas de Alejandría sin despedirte.

—Tú también estás invitado, papá —exclamó Farag, lanzando a
Tara
por los aires. La perra, que debía pesar bastante, cayó al suelo de modo impecable y, sin dudarlo un minuto, se vino directa hacia mí. Tenía unos ojos grandes y una mirada inteligente, y todo su pelo era de color canela excepto en el cuello y en el pecho, donde lucía una gran mancha blanca. Le pasé la mano por la cabeza con cierta aprensión y ella, tomando impulso, se incorporó y apoyó las patas delanteras en mi estómago.

—Espero que no le importe, doctora —observó Butros, sonriendo—. Es su manera de decir que usted le gusta.

—Tu padre es encantador —le dije a Farag cuando ya estábamos a punto de llegar al rellano de su casa, en el tercer piso. Nos habíamos despedido de él hasta la hora de la cena.

—Lo sé —repuso, abriendo y empujando la puerta.

—¿Quién vive en el piso de en medio?

—Ahora nadie —me explicó Farag, adentrándose en el oscuro interior y soltando las maletas en el suelo—. Antes vivía mi hermano Juhanna con su mujer, Zoe, y su hijo.

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