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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (63 page)

BOOK: El último Catón
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La escalera para bajar hasta lo más profundo de las catacumbas de Kom el-Shoqafa estaba, efectivamente, cerrada por una cadenita de la que colgaba un cartel metálico prohibiendo el paso en árabe y en inglés, de modo que el capitán, valiente explorador ajeno a todo convencionalismo, la arrancó de la pared e inició el descenso con los gruñidos de Farag Boswell como música de fondo. Sobre nuestras cabezas, una avanzadilla del grupo japonés se había animado a bajar al segundo nivel.

En un momento dado, cuando aún no había pisado el último escalón, noté que había metido el pie en un charco de líquido templado.

—El que avisa no es traidor —se burló Farag.

La antesala de aquel piso era bastante más grande que los dos vestíbulos superiores y, en ella, el agua nos llegaba hasta la cintura. Empecé a pensar que quizá Farag tenía razón.

—¿Saben de qué me estoy acordando? —pregunté en tono de broma.

—Seguro que de lo mismo que yo —repuso él rápidamente— ¿No es como haber vuelto a la cisterna de Constantinopla?

—En realidad, no era eso —repliqué—. Estaba pensado que, esta vez, no hemos leído el texto del sexto círculo de Dante.

—No lo habrán leído ustedes —me espetó despectivamente Glauser-Röist—, porque yo sí lo hice.

Casanova y yo nos miramos con gesto culpable.

—Pues cuéntenos algo, Kaspar, para que sepamos de qué va esto.

—La prueba del sexto circulo es mucho más sencilla que las anteriores —comenzó a explicarnos la Roca mientras nos adentrábamos por las galerías. Había un intenso hedor a descomposición y el agua era tan turbia como en el tanque de Constantinopla, pero, afortunadamente, en esta ocasión su color blanquecino se debía a la piedra caliza y no al sudor de cientos de pies fervorosos—. Dante aprovecha la forma cónica de la montaña del Purgatorio para ir reduciendo las dimensiones de las cornisas y la magnitud de los castigos.

—¡Dios le oiga! —exclamé, llena de esperanza.

Los relieves de este tercer nivel eran tan originales como los del primero y el segundo. Los alejandrinos de la Edad de Oro no tenían problemas religiosos ni creencias excluyentes: tanto les daba dejar sus restos en unas catacumbas puestas bajo la advocación de Osiris pero decoradas con relieves de Dionisos; un eclecticismo bien entendido que fue la base de su próspera sociedad. Lamentablemente, todo eso terminó cuando el cristianismo primitivo, un culto que rechazaba violentamente a los demás, se convirtió en la religión oficial del imperio bizantino.

—El sexto círculo abarca los Cantos XXII, XXIII y XXIV —siguió contándonos la Roca—. Las almas de los glotones dan vueltas sin cesar a la cornisa, en la que hay, uno en el extremo opuesto del otro, dos manzanos cuyas copas tienen forma de cono invertido.

—Eso se parece mucho a la planta egipcia del papiro —apuntó Farag.

—Cierto, profesor. Podría tomarse como una alusión velada a Alejandría. En cualquier caso, de esas copas cuelgan abundantes y apetitosos frutos que no pueden ser alcanzados por los penitentes. Pero, además, sobre ellas cae un exquisito licor que tampoco pueden beber, de modo que dan vueltas a la cornisa con los ojos hundidos y el semblante pálido por el hambre y la sed.

—Dante encontrará, como siempre, a montones de viejos amigos y conocidos, ¿no es cierto? —pregunté, y, al mismo tiempo me pareció descubrir la figura del caduceo al fondo de una cámara—. Vamos por ahí —señalé—. Creo que he visto algo.

—¿Pero cómo termina la prueba? —insistió Farag al capitán.

—Un ángel de color rojo, llameante como el fuego —concluyó la Roca—, les indica la subida a la séptima y última cornisa, y borra de la frente de Dante la marca del pecado de la gula.

—¿Y ya está? —pregunté, luchando contra el agua para avanzar más deprisa hacia el muro en el que, ahora sí, veía claramente el gran caduceo de Hermes.

—Ya está. El asunto se simplifica, doctora.

—No sabe lo que daría, capitán, para que eso fuera cierto en este momento.

—Lo mismo que daría yo, supongo.

—¡El
kerykeion
! —dejó escapar Farag, poniendo las manos encima de la figura como un devoto judío sobre el Muro de las Lamentaciones—. Pues yo juraría que esto no estaba aquí hace dos años.

—Venga, venga, profesor… —le reconvino la Roca—. No sea tan orgulloso. Admita que puede haberlo olvidado.

—¡Que no, Kaspar, que no! Hay demasiadas cámaras para recordarlas todas, es verdad, pero un símbolo así me hubiera llamado la atención.

—Lo habrán puesto ahora para nosotros —ironicé.

—¿No les parece curioso que encontrásemos las reproducciones de la Medusa, de la serpiente y del tirso en el segundo piso y la del caduceo en el tercero, a bastante distancia de las demás?

La Roca y yo nos quedamos pensativos.

—¡Un momento! ¿Qué les dije, eh? —profirió Farag enseñándonos las palmas de las manos; las tenía llenas de barro.

—El muro se deshace —añadió la Roca, perplejo, introduciendo la mano y sacando un puñado de pastosa argamasa.

—¡Es un tabique falso! ¡Ya lo sabía yo! —dijo Farag, y empezó a derribarlo con tal furia que terminó, como un niño, manchándose de fango hasta las cejas. Cuando, jadeante y sudoroso, terminó de abrir un gran agujero en el muro, le pasé varias veces la mano mojada por la cara para adecentarle un poco. Él parecía feliz.

—¡Qué listos somos,
Basíleia
! —repetía, dejándose limpiar el emplasto de pelos que tenía por barba.

—Vengan a ver esto —dijo la voz de la Roca desde el otro lado del falso tabique.

La vigorosa luz de la linterna de Glauser-Röist nos ofreció un espectáculo soberbio: a un nivel más bajo que el nuestro, una enorme sala hipóstila, cuyas numerosas columnas de estilo bizantino formaban largos túneles abovedados, aparecía sumergida hasta media altura en un manso lago negro que rielaba bajo el foco del capitán igual que el mar nocturno bajo la luz de la luna.

—No se queden ahí —nos llamó la Roca—. Métanse conmigo en este depósito de petróleo.

Afortunadamente, el petróleo sólo era agua retenida en un estanque oscuro en el que empezaba a dibujarse la mancha blanquecina del agua que pasaba suavemente desde las catacumbas. Sorteamos lo que quedaba del muro de argamasa y bajamos cuatro grandes escalones.

—Al fondo de la sala hay una puerta —dijo el capitán—. Vamos hacia allá.

Con el agua al cuello, avanzamos en silencio por uno de aquellos anchos corredores por los que hubiera podido navegar sin problemas una barca de pesca. No cabía duda de que habíamos dado con una vieja cisterna de la ciudad, un antiguo depósito en el que los alejandrinos conservarían agua potable para cuando, anualmente, el Nilo bajara hasta el delta arrastrando el légamo rojo del sur, la famosa plaga de sangre que mandó Yahveh para liberar al pueblo judío de la esclavitud en Egipto.

Al acercarnos al recio muro de sillares en el que se encontraba la puerta, tropezamos con el primero de otros cuatro escalones que, al ascenderlos, nos sacaron del agua. No nos sorprendió encontrar un Crismón de Constantino labrado en la hoja de madera; antes bien, nos hubiera sorprendido mucho no encontrarlo. Así que, con toda confianza, el capitán empuñó el asidero de hierro y empujó. Nos quedamos sin reacción cuando nos encontramos, de pronto, frente a una sala de banquetes funerarios idéntica a las muchas que había en el primer piso de Kom el-Shoqafa.

—¿Qué demonios es esto? —tronó la voz de Glauser-Röist al ver los bancos de piedra cubiertos por blandos cojines adamascados y una mesa central llena de exquisitas viandas.

Farag y yo le apartamos a un lado y entramos. Varias antorchas iluminaban la cámara, que tenía las paredes y los suelos guarnecidos por preciosos tapices y alfombras, y, aunque no se veía otra puerta por ninguna parte, alguien acababa de salir de allí a toda prisa porque la comida humeaba en los platos, recién servidos, y las copas de alabastro rebosaban de vino, agua y
karkadé
.

—¡Esto no me gusta! —siguió rugiendo la Roca, muy enfadado—. ¡Si se trata de un banquete funerario estamos listos!

Al oírle me entró miedo. De pronto, sin que supiera muy bien por qué, percibí algo siniestro en aquella cámara tan delicadamente dispuesta, llena de los aromas que desprendían los exquisitos platos de carne, legumbres y verduras.

—¡Oh…, no! —balbució Farag a mi espalda—. ¡No!

Me giré rauda como un rayo, alarmada por el timbre angustiado de su voz y le descubrí con el pecho al aire, sujetando convulsivamente cada uno de los lados de la camisa. Su torso estaba lleno de unos extraños trazos negros, gruesos y largos como dedos, que se movían.

—¡Dios santo! —chillé—. ¡Sanguijuelas!

Poseído por un brío frenético, Glauser-Röist dejó la linterna sobre una esquina de la mesa y se arrancó los botones de la camisa. Su pecho, como el de Farag, aparecía cubierto por quince o veinte de aquellos repugnantes gusanos que engordaban a ojos vista gracias a la sangre caliente de la que se estaban alimentando.

—¡Ottavia! ¡Quítate la ropa!

Hubiera sido divertido hacer un chiste fácil, pero la cosa no estaba para bromas. Mientras me desabrochaba la blusa con manos temblorosas, al borde de un ataque de nervios, Farag y el capitán se habían quitado también los pantalones. Ambos tenían las piernas bastante peludas, pero eso no parecía molestar a las sanguijuelas que, en número incontable, se habían adherido a su piel. Por desgracia, también mi cuerpo estaba lleno de aquellos repugnantes animales. Con el asco oprimiéndome la garganta y revolviéndome el estómago, tendí la mano hacia uno de los nueve o diez que tenía en el vientre, lo cogí —era blando y húmedo como la gelatina y de tacto rugoso— y tiré de él.

—¡No lo haga, doctora! —me gritó Glauser-Röist. No sentí ningún dolor (tampoco lo había sentido cuando aquellos bichos me mordieron), pero, por más que estiré, no conseguí que me soltara. Su boca redonda era una ventosa y debía ejercer una succión muy fuerte—. Sólo se pueden quitar con fuego.

—¿Qué dice? —me angustié; las lágrimas me rodaban por las mejillas de puro asco y desesperación—. ¡Nos quemaremos!

Pero la Roca ya se había subido sobre uno de los bancos y, estirándose todo lo largo que era, había cogido una antorcha. Le vi venir hacia mí con gesto decidido y una mirada fanática en los ojos que me hizo retroceder, espantada. Experimenté una incontenible arcada cuando, al chocar contra el muro, sentí que aplastaba una masa viscosa y elástica de gusanos que me succionaban la sangre por la espalda. No pude controlarme y vomité sobre aquellas preciosas alfombras, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de recuperarme, Glauser-Röist aplicaba la llama contra mi cuerpo y los animales empezaban a desprenderse como fruta madura. El problema era que me estaba quemando y el dolor era tan intenso que no podía resistirlo. Mis gritos se convirtieron en alaridos cuando la Roca aplicó la antorcha por segunda vez.

Mientras tanto, las sanguijuelas del cuerpo de Farag y del capitán seguían engordando. Se redondeaban e hinchaban por la cabeza, donde tenían la ventosa, pero la parte inferior, la cola, seguía fina y delgada como una lombriz. No sabía cuánta sangre podían tragar aquellos bichos pero, con la cantidad que se nos había pegado, debíamos estar perdiendo mucha.

—¡Deje la antorcha, capitán! —gritó Farag de repente, apareciendo por detrás de la Roca con una copa de alabastro en la mano—. ¡Voy a intentarlo con esto!

Metió los dedos en la copa y los sacó húmedos de un liquido que olía a vinagre, y, acto seguido, impregnó con él una de las sanguijuelas que yo tenía en el muslo. El animal se retorció como un demonio bajo el agua bendita y se soltó de mi piel.

—¡En la mesa hay vino, vinagre y sal! ¡Mézclelo y rocíese como acabo de hacer con Ottavia!

Conforme Farag mojaba a los animalillos con aquel revulsivo, estos me abandonaban y caían inertes al suelo. Di gracias a Dios por aquella solución porque las zonas de mi cuerpo donde la Roca había aplicado la antorcha me dolían como si me hubieran clavado cuchillos. Pero, si las quemaduras dolían, ¿por qué no dolía la mordedura de las sanguijuelas? No sentía ningún dolor, no notaba su presencia, ni siquiera percibía que me estuvieran desangrando. Sólo me enfermaba la visión de nuestros cuerpos sembrados de lombrices negras.

Glauser-Röist, en lugar de aplicarse la mezcla él mismo, en cuanto la tuvo preparada se aproximó a Farag y le fue despegando, uno a uno, los gusanos que tenía en la espalda, unos gusanos que estaban ya tan gordos como ratas. Pero eran demasiados. El suelo estaba lleno de aquellos bichos que se estremecían pesadamente por la gran cantidad de sangre que habían ingerido y, sin embargo, no parecía que su número disminuyera sobre nuestra piel. Cuando uno de ellos se desprendía, en el centro de la marca enrojecida que dejaba la ventosa se veían tres cortes en forma de estrella (idéntica a la de la marca Mercedes Benz) de los cuales seguía manando la sangre en abundancia; o sea, que, además de succionar, también mordían y disponían para ello de tres afiladas hileras de dientes.

—Sería mejor la antorcha, profesor —comentó la Roca—. Tengo entendido que la mordedura de la sanguijuela sangra durante mucho tiempo. El fuego lo impediría. Además, recuerde el sexto círculo de Dante: el ángel que indicaba la salida era rojo y llameante.

—No, Kaspar, créame. Conozco a estos bichos. He visto sanguijuelas desde que era pequeño. Hay muchas en Alejandría, tanto en la playa como en las riberas del Mareotis
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, y no hay manera de cortar la hemorragia. Su saliva lleva un anestésico muy fuerte y un potente anticoagulante. La herida sangra unas doce horas —Farag tenía el ceño fruncido y estaba concentrado mientras hablaba, arrancándome un gusano detrás de otro—. Tendríamos que provocarnos unas quemaduras muy profundas para atajar la sangría y, además, ¿íbamos a cauterizarnos todo el cuerpo…? Lo único que podemos hacer es quitarnos de encima a estos bichos cuanto antes porque pueden tragar hasta diez veces su peso.

Yo tenía mucha sed. De repente sentía la boca seca y no podía dejar de mirar el agua y el
karkadé
que había sobre la mesa. El capitán, que conservaba aún las cincuenta o sesenta sanguijuelas que le habían mordido en la cisterna, se acercó inseguro hasta las copas y, cogiéndolas con pulso tembloroso, nos entregó una a Farag y otra a mí. Luego, bebió también del agua como un camello sediento, incapaz de controlarse. Farag eliminó el último de los gusanos que había en mi cuerpo y empezó a socorrer a Glauser-Röist, que, blanco como el papel, se tambaleaba sobre sus piernas igual que un borracho. Me apoyé, mareada, contra el suave tapiz de la pared y noté enseguida como se empapaba y se volvía pringoso. Hubiera dado cualquier cosa por poder beber más, pero la misma deshidratación y la terrible debilidad que me inmovilizaba no me lo permitieron. Incontables hilillos de sangre fluían de mis heridas en forma de estrella. Era un fluir imparable, que formaba charquitos dentro de mis zapatos y alrededor de ellos, en el suelo.

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