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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (65 page)

BOOK: El último Catón
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—¡Maldita sea! —gruñó, pasándose las palmas de las manos por la cara, intentando salir del sopor. También él estaba pidiendo a gritos una buena cuchilla de afeitar—. ¿Pero no teníamos que ir a Antioquía?

—Bueno… Eso pensábamos —repuse yo, tan perpleja como él—. Pero no se trata de la antigua Antioquía, en Turquía, sino de una aldea etíope llamada Antioch.

—Por si no lo saben —suspiró Farag, más resignado que nosotros a este giro inesperado de los acontecimientos—, Antioquia y Antioch es lo mismo. Son las dos formas correctas del nombre. Y hay varias ciudades llamadas Antioquía o Antioch en el mundo. Lo que yo no sabía era que una de ellas se encontraba en Abisinia.

—Ya me parecía raro —comenté, pasándome la mano por el pelo áspero—, que nos hicieran viajar desde Turquía a Egipto y, luego, volver otra vez a Turquía. Era un tirabuzón muy extraño para un peregrino medieval que debía hacer el camino a pie o a caballo.

—Pues ya tienes la explicación,
Basíleia
—declaró Farag, estrechando la mano del capitán Mulugeta, que se despedía de nosotros para seguir encargándose de la navegación—. Y ahora, ¿qué tal si salimos de aquí, respiramos aire puro y nos refrescamos en el río?

—Me parece una idea excelente —convine, poniéndome en pie—. ¡Huelo fatal!

—A ver… —quiso comprobar Farag, acercándose a mí.

—¡Vade retro, Satanás! —grité, escapándome por la cortinilla de lino hacia el exterior.

La Roca murmuró algo relativo al círculo de la lujuria que, en mi precipitación, no llegué a entender. Mariam nos aseguró que no correríamos peligro si nos zambullíamos en las aguas azules del Atbara, así que nos lanzamos desde la cubierta y yo sentí renacer todos mis músculos y también mi pobre y aturdido cerebro. El agua estaba fresca y parecía limpia, pero la Roca nos recomendó que no bebiéramos ni un sorbo, porque la malaria, el cólera y el tifus eran enfermedades endémicas en la mayoría de los países africanos. Nadie lo hubiera dicho contemplando aquel curso suave y transparente, pero, por si acaso, le obedecimos al pie de la letra. El aire era tan puro que parecía que nos saneaba por dentro y el cielo tenía un color azul tan increíblemente perfecto que, mirándolo, entraban ganas de volar. Las dos riberas, separadas por una buena distancia, aparecían cubiertas hasta la misma orilla por una verde espesura de la que sobresalían muchos árboles altos y frondosos llenos de pájaros que volaban en bandadas de una copa a otra. Por todo sonido, sólo se oían sus graznidos y sus trinos, y, sobrando, el eco de nuestros chapoteos y voces en el río. Era todo tan hermoso que hubiera jurado que podía oír, en el viento, un grandioso coro de voces cantando al ritmo del aire y de la corriente del río, combinando notas musicales según la armonía del cielo y del agua.

Aunque no me quité la dalmática blanca para echarme al agua, la prenda flotaba a mi alrededor y tanto me hubiera dado no llevarla. De todos modos, como Farag y la Roca sí que se habían quitado las suyas, preferí dejármela puesta aunque no cumpliera su cometido. Si los hombres del barco, que en aquel momento arriaban y sujetaban al doble mástil el velamen triangular de la nave, me veían desde su altura como Dios me trajo al mundo, me daba igual, pues no debía ser la primera vez y, además, tampoco parecían muy interesados. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!», me dije condescendiente, nadando como una sirena de un lado a otro. Yo, una monja que me había pasado toda la vida encerrada, estudiando o trabajando bajo tierra en los sótanos del Archivo Secreto Vaticano, entre pergaminos, papiros y códices antiguos, ahora flotaba, braceaba y me sumergía en las aguas de un río de vida en medio de una naturaleza salvaje, y, lo mejor de todo: a pocos metros de mí, podía ver la cabeza del hombre al que amaba con toda mi alma y que me devoraba con los ojos sin osar acercarse. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!»

Para que mi felicidad hubiera sido completa, sólo me hubiese hecho falta un poco de gel y de champú; tuve que conformarme, sin embargo, con una pastilla de jabón de glicerina que la Roca había sacado de su impagable mochila de salvamento y que tanto los staurofílakes como los anuak habían respetado. Cuando, después del chapuzón, subimos a bordo, nuestras ropas nos esperaban limpias y plegadas —aunque no planchadas— en el interior del infecto camarote. Me sentí como una reina cuando, ya vestida y limpia, los hombres pusieron en mis manos un plato con un sabroso y enorme pescado que acababa de salir del río y de pasar por el fuego.

Aquella tarde nos sentamos en cubierta con el capitán Mulugeta Mariam, quien nos informó de que llegaríamos a Antioch esa misma noche. No era hombre de muchas palabras, pero las pocas que decía tenían la virtud de ponerme nerviosa:

—Nos pide que recemos mucho antes de empezar la prueba —tradujo Farag—, porque su pueblo sufre cada vez que un santo o una santa tienen que ser incinerados.

—¿Qué santo? —preguntó la Roca, que no lo había pillado.

—Nosotros, Kaspar, nosotros somos los santos. Los aspirantes a staurofílakes.

—Mire a ver si puede sonsacarle información sobre esos ladrones de reliquias.

—Ya lo he intentado —objetó Farag—, pero este hombre piensa que está cumpliendo una misión sagrada y antes se dejaría matar que traicionar a los staurofílakes.


Starofilas
—pronunció con reverencia el capitán Mariam. Luego nos miró y le preguntó algo a Farag, que soltó una carcajada.

—Quiere saber cosas sobre usted, Kaspar.

—¿Sobre mí? —se extrañó la Roca.

Mulugeta continuó hablando. No hubiera podido precisar su edad ni siquiera por esa mancha canosa que tenía en la barba. Su rostro parecía joven y su piel negra brillaba, tersa como el metal, bajo la luz del sol, pero había un no sé qué de anciano en su mirada que se acusaba con esa delgadez extrema de su cuerpo.

—Dice que usted es dos veces santo.

No puede evitar que se me escapara una carcajada.

—¡Está loco! —gruñó la Roca con un bufido.

—Y quiere saber qué hacia usted antes de ser santo.

Farag y yo intentábamos, sin éxito, contener las agonías de la risa.

—¡Dígale que soy soldado y que de santo no tengo ni un pelo! —tronó.

Mulugeta protestó airadamente cuando Farag, haciendo un esfuerzo, le tradujo las palabras de Glauser-Röist. Al oír lo que decía, Farag se quedó inmóvil de golpe.

—Quítese la camisa, Kaspar.

—¿Pero es que también usted se ha vuelto loco, profesor? —bramó indignado. Yo estaba sorprendida por el cambio de actitud de Farag—. ¡Quítesela usted, hombre!

—¡Por favor, Kaspar! ¡Hágame caso!

La Roca, tan sorprendido como yo, empezó a desabrocharse los botones. Farag se inclinó hacia él de una manera muy extraña y, apoyando su mano izquierda en el hombro del capitán, le dobló hacia el suelo para mirarle la espalda.

—Fíjate en esto, Ottavia. Mariam dice que Glauser-Röist es dos veces santo porque los staurofílakes lo han marcado con… esto —y puso el dedo índice sobre las vértebras dorsales del capitán, que parecía un toro a punto de embestir.

—¿Qué tonterías está diciendo, profesor?

En el centro exacto de la espalda de la Roca, podía verse con total claridad una escarificación en forma de pluma, en lugar de la cruz habitual.

—¿Qué te han grabado a ti, Farag? —pregunté incorporándome para levantarle la camisa. Al contrario que la Roca, Farag tenía, bajo los troncos de la cruz ebrancada que nos habían escarificado en Constantinopla, la esperada cruz ansata egipcia sobre las dorsales. Igual que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus.

—¡Abi-Ruj Iyasus era etíope! —dejé escapar fascinada por mí súbito descubrimiento.

—Cierto —dijo la Roca, más calmado después de volver a cubrirse—. Y estamos en Etiopía.

—¿Estará aquí el Paraíso Terrenal? —aduje, pensativa—. ¿Será Etiopía el origen y el final del misterio?

—Ya no falta mucho para que lo averigüemos —comentó Farag, arrugándome la blusa en la nuca—. Tú también tienes una cruz ansata. En realidad, esta cruz es el símbolo
anj
del lenguaje jeroglífico egipcio, el símbolo que representa la vida.

Su mano acariciaba mi escarificación (innecesaria y agradablemente, debo añadir), mientras yo…

—¡Pues claro! —exclamó de pronto—. ¡La pluma de avestruz! ¡Eso es lo que lleva usted en las dorsales, Kaspar! Nosotros, en Alejandría, hemos sido marcados con una cruz ansata que es, en origen, un jeroglífico egipcio. Usted ha sido marcado con otro, la pluma de avestruz, la pluma de Maat, cuyo significado es la justicia.

—¿Maat…? ¿La justicia? —vaciló la Roca.

—Maat es la regla eterna que rige el universo —explicó Farag, exaltado—. Es la precisión, la verdad, el orden y la rectitud. La principal obligación de los faraones egipcios era hacer que Maat se cumpliera para que no reinara el desorden y la iniquidad. Su símbolo jeroglífico era la pluma de avestruz. Esa pluma se ponía en uno de los platillos de la balanza de Osiris durante el juicio del alma. En el otro, se ponía el corazón del muerto, que debía ser tan ligero como la pluma de Maat para poder tener derecho a la inmortalidad.

—¿Y me han tatuado todo eso en la espalda? —articuló, estupefacto, la Roca.

—No, Kaspar. Sólo el jeroglífico de la pluma de Maat —le tranquilizó Farag, quien sin embargo, frunció el ceño para añadir—. El capitán Mariam asegura que por eso es usted dos veces santo. O sea, más santo que nosotros, que no la llevamos.

—Todo esto es muy raro —dije, preocupada. Farag, sin embargo, se rió.

—¿Más raro que todo lo que nos ha pasado hasta ahora? ¡Vamos,
Basíleia
!

Pero la pluma de Maat no estaba tampoco en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus y yo sabía que el capitán —militar de carrera, policía y mano negra del Vaticano—, era el único de nosotros que, efectivamente, entrañaba un peligro real para los staurofílakes. ¿No era inquietante que, precisamente él, hubiera sido marcado con un jeroglífico que simbolizaba la
justicia
?

No conseguí librarme de esta sospecha ni siquiera mientras preparábamos el último círculo del Purgatorio con ayuda de la
Divina Comedia
y el barco, el
Neway
, se acercaba lentamente hasta el embarcadero de Antioch, un sencillo muelle de palos en la orilla derecha del Atbara.

Como nosotros tres, Dante, Virgilio y el poeta napolitano Estacio, que se les había unido en el ascenso hacia el Paraíso Terrenal, se aproximaban a su último destino. Caía la noche y debían darse prisa para llegar al séptimo círculo, el de los lujuriosos, antes de que oscureciera:

Ya habíamos llegado al último tormento
y nos dirigíamos hacia la derecha,
cuando nos llamó la atención otro cuidado.

Aquí disparaba el muro llamaradas,
y por la cornisa soplaba un viento de lo alto
que las rechazaba y alejaba de él;

y por eso convenía andar
por el lado de afuera y de uno en uno;
y yo temía el fuego o la caída.

Virgilio suplica reiteradamente a su pupilo que vigile mucho donde pone los pies al caminar porque el menor error podría resultar fatal. Dante, sin embargo, haciendo caso omiso de la recomendación, al oír unas voces que cantan un himno suplicando pureza, se vuelve y descubre un numeroso grupo de almas que avanza entre las llamas. Una de ellas, cómo no, le dirige la palabra y le pregunta cómo es que la luz del sol no le atraviesa:

No sólo a mí aprovechará tu respuesta;
pues mayor sed tienen estos de ella
que de agua fresca la India o la Etiopía.

—¡Esto es demasiado! —exclamó Farag, al oír el último verso.

—La verdad es que sí —convine.

—¿Cómo no lo vimos antes? ¿Cómo no lo sospechamos cuando leímos el
Purgatorio
completo en Roma?

—Cuando usted lo leyó, profesor, ¿hubiera podido imaginar ni por un momento en qué consistían las siete pruebas? —quiso saber la Roca—. Es absurdo hacerse ahora esa pregunta. ¿Y si hubiera sido la India en lugar de Etiopía? Dante contaba lo que podía, se arriesgaba porque sabía que tenía una buena historia y era ambicioso, pero no era un loco y no quería correr riesgos inútiles.

—De todas manera le mataron —repuse con sorna.

—Sí, pero él no deseaba llegar hasta ahí, por eso disimulaba los datos.

Al fondo, donde convergían las dos orillas del Atbara, empezaba a divisarse la aldea de Antioch y su embarcadero. Un tibio rayo de sol crepuscular me calentaba el hombro derecho y me dio un doloroso vuelco el estómago cuando vi las densas columnas de humo que, desde la aldea, se elevaban hasta el cielo. Hubiera deseado que el
Neway
diera la vuelta, pero ya era demasiado tarde.

Mientras el alma de aquel lujurioso (que luego resultaba ser el poeta Guido Guinizzelli, miembro, como el mismo Dante, de la sociedad secreta de los Fidei d’Amore), pregunta a nuestro héroe por qué interrumpe la luz del sol, otro grupo de espíritus se aproxima en dirección contraria caminando por el sendero ardiente. Escuchando lo que dicen ambos grupos, que se besan y se hacen muchas fiestas al encontrarse, Dante deduce que unos son los lujuriosos heterosexuales y otros los lujuriosos homosexuales. Contra su costumbre, les consuela muchísimo —quizá por sentirse benevolente hacia este pecado o porque resulta que la mayoría de los que allí se encuentran son literatos como él—, recordándoles que les falta muy poco para alcanzar la paz y el perdón de Dios, porque el cielo está lleno de amor.

Nada más empezar el Canto XXVII, con el día prácticamente acabado, los tres viajeros llegan a un punto en el que todo el sendero está ardiendo en llamas. Se les aparece, entonces, un ángel de Dios, muy alegre, que les anima a atravesarlas y Dante, horrorizado, se tapa la cara con los brazos y se siente «como aquel al que meten en la fosa». Virgilio, sin embargo, viéndole tan asustado, le tranquiliza:

Hacia mí se volvieron mis buenos
escoltas y me dijo Virgilio: «Hijo,
puede aquí haber tormento, mas no muerte.

Cree ciertamente que si en lo profundo
de esta llama aun mil años estuvieras,
no te podría ni quitar un pelo».

—Eso también servirá para nosotros, ¿verdad? —interrumpí, esperanzada.

—No adelantes acontecimientos,
Basíleia
.

La Roca, sin inmutarse, siguió leyendo como Dante, despavorido, permanecía reacio frente a las llamas sin atreverse a dar un paso.

Delante de mí Virgilio entró en el fuego,
pidiendo a Estacio que tras de mí viniese,
que en el camino había ido siempre en medio.

Al estar dentro, en el vidrio hirviendo
me hubiera echado para refrescarme,
pues tan desmesurado era el ardor.

Y por reconfortarme el dulce padre,
me hablaba de Beatriz mientras andaba:
«Ya me parece ver sus ojos».

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