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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (64 page)

BOOK: El último Catón
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—¡Bebe, Ottavia! —escuché decir a Farag desde muy lejos—. ¡Bebe, amor mío, bebe!

Su voz era casi inaudible pero en los labios noté de nuevo el borde de una copa. Me zumbaban los oídos; oía las notas interminables de cientos de ocarinas. Recuerdo haber entreabierto los ojos justo antes de caer inconsciente al suelo: el capitán, lleno de gusanos, yacía desvanecido junto a uno de los bancos de piedra, y Farag, frente a mí, estaba pálido y ojeroso, con las mejillas y los ojos hundidos, y su imagen anhelante y borrosa fue mi último recuerdo.

Estuvimos muy débiles durante una semana. Los hombres que nos cuidaban se esforzaban por hacernos beber mucho líquido y comer unas gachas que sabían a puré de verduras. Aún así, nos costó bastante recuperarnos de aquella salvaje pérdida de sangre. Mis períodos de inconsciencia eran prolongados y recuerdo haber vivido largos delirios y extrañas alucinaciones en las que las cosas más absurdas eran lógicas y posibles. Cuando los hombres nos daban de comer o de beber, abría levemente los ojos y veía un techo de cañas a través de las cuales se filtraban los rayos del sol. No estaba segura de si aquella imagen era real o formaba parte de mis desvaríos pero, en cualquier caso, yo no era yo, así que daba igual.

El segundo o tercer día —no podría precisarlo—, me di cuenta de que estábamos en un barco. Las oscilaciones y el ruido del agua contra el casco, cerca de mi cabeza, dejaron de formar parte sólo de mis pesadillas. También por aquellos días recuerdo haber buscado a Farag con la mirada y haberlo encontrado junto a mí, desvanecido, pero no tenía fuerzas para incorporarme y aproximarme a él. En mis sueños le veía iluminado por una luz anaranjada y le oía decir con voz triste: «Vosotros, al menos, tenéis el consuelo de creer que dentro de poco empezaréis una nueva vida. Yo dormiré para siempre». Estiraba mis brazos hacia él para cogerle, para pedirle que no me abandonara, que no se fuera, que volviera conmigo, pero él, sonriendo con nostalgia, me decía: «Durante bastante tiempo tuve miedo de la muerte, pero no me consentí la debilidad de creer en un Dios para ahorrarme ese temor. Después, descubrí que, al acostarme cada noche y dormir, también estaba muriendo un poco. El proceso es el mismo, ¿no lo sabías? ¿Recuerdas la mitología griega? Los hermanos gemelos, Hipnos, el sueño, y Thánatos, la muerte, hijos de la Noche… ¿te acuerdas?». Su imagen se convertía entonces en el perfil borroso que había visto antes de desvanecerme en la sala de banquetes funerarios de Kom el-Shoqafa.

Debimos estar muy cerca de no despertar jamás pero, mientras el agua y la cerveza que nos daban de continuo y las gachas, que pronto empezaron a llevar trozos de pescado desmenuzado, cumplían su saludable función en nuestros débiles cuerpos, el barco atracó una noche cerca de la playa y los hombres, cargándonos a hombros envueltos en lienzos, nos sacaron de aquella cabina y nos transportaron, por tierra, hasta el carro de un vendedor de
shai nana
. Aspiré el fuerte olor a té negro y a menta, y vi la luna, de eso estoy segura, y era una luna creciente en un interminable cielo estrellado.

Cuando, después de aquello, volví a recuperar la conciencia, estábamos otra vez dentro de un barco, pero uno diferente, más grande y con menos oscilaciones. Me erguí a pesar de que me costó un trabajo sobrehumano porque tenía que ver a Farag y saber qué estaba pasando: rodeados de sogas, velas viejas y montañas de redes que olían a pescado podrido, él y el capitán yacían a mi lado profundamente dormidos, cubiertos hasta el cuello —como yo—, por una fina tela de lino amarillento que les protegía de las moscas. Aquel esfuerzo fue demasiado agotador para mi endeble cuerpo y caí de nuevo sobre el jergón, más débil que antes. La voz de uno de aquellos hombres que cuidaban de nosotros gritó algo desde la cubierta en una lengua que no sonó como el árabe pero que no pude reconocer. Antes de volver a dormirme creí escuchar algo parecido a «Nubiya» o «Nubia», pero era imposible estar segura.

Después de muchas y breves vigilias en las que jamás coincidía despierta ni con Farag ni con la Roca, llegué a la conclusión de que la comida que nos daban contenía algo más que pescado, verduras y trigo. Aquella forma de dormir no era normal y ya estábamos bastante restablecidos físicamente como para permanecer aletargados durante tantas horas. Me daba miedo, sin embargo, dejar de comer, así que seguía tragando aquellas gachas y bebiendo aquella cerveza cuando me las traían los hombres del barco, unos hombres que, por cierto, también eran bastante peculiares. Por toda indumentaria vestían, sobre sus pieles morenas, unos taparrabos que destacaban extrañamente por su inmaculada blancura y que, bajo los efectos de las drogas, me hacían delirar reviviendo la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, cuando sus ropas adquirieron una blancura fulgurante y un brillo intenso mientras se oía una voz desde el cielo que decía: «Este es mi hijo muy amado en quien Yo me complazco. Escuchadle». Los hombres cubrían, además, sus cabezas con unos finos pañuelos, también blancos, que sujetaban con un lazo en la nuca dejando colgar las puntas sobre la espalda. Hablaban muy poco entre ellos y, cuando lo hacían, usaban un extraño lenguaje del que no conseguía entender nada. Si alguna vez era yo quien, farfullando, se dirigía a ellos, para pedirles algo o para ver si aún era capaz de articular alguna palabra, me respondían agitando las manos en el aire, en sentido negativo, y repetían con una sonrisa: «¡Guiiz, guiiz!». Siempre se mostraban amables y me trataban con mucha consideración, dándome de comer o de beber con una delicadeza digna de la mejor madre. Sin embargo, no eran staurofílakes porque sus cuerpos estaban libres de escarificaciones. El día que me di cuenta de este detalle, no sé muy bien cómo, tuve que tranquilizarme diciéndome que si hubieran sido bandidos o terroristas ya nos habrían matado y que, en definitiva, todo aquello debía responder a los retorcidos planes de la hermandad. ¿Cómo, si no, habíamos llegado hasta sus manos desde Kom el-Shoqafa?

Cambiamos de embarcación cinco veces —siempre por la noche—, antes de realizar un tramo largo por tierra, adormilados en la parte trasera de un viejo camión que transportaba madera. No nos despegamos, sin embargo, de la orilla del río, pues al otro lado, a poca distancia detrás de la cadena oscura de palmeras, se vislumbraba la inmensidad vacía y fría del desierto. Recuerdo haber pensado que estábamos remontando el Nilo hacia el sur, y que esos periódicos cambios nocturnos de barco sólo tenían sentido si se trataba de superar las peligrosas cataratas que fragmentaban su cauce. De ser cierta mi suposición, a aquellas alturas debíamos hallarnos, como mínimo, en Sudán. Pero, entonces, ¿y la prueba de Antioquía? Si viajábamos hacia el sur nos estábamos alejando de nuestro siguiente destino.

Por fin, un día, dejaron de drogamos. Me desperté definitivamente cuando sentí los labios de Farag sobre los míos. No abrí los ojos. Me dejé mecer por la dulce sensación del sueño y de sus besos.


Basíleia

—Estoy despierta, amor mío —musite.

El azul marino de sus ojos me atravesó como un rayo cuando levanté los párpados. Estaba demacrado, pero seguía tan guapo como siempre. Y creo que no exagero si digo que olía peor que una de aquellas sucias redes de pesca que había junto a nosotros.

—Cuánto tiempo sin oírte,
Basíleia
—murmuró sin dejar de besarme—. ¡Estabas siempre tan dormida!

—Nos han estado drogando, Farag.

—Lo sé, mi amor, pero no nos han hecho daño. Y eso es lo importante.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté, separándome de él y acariciándole la cara. Su barba rubia ya tenía más de un palmo de longitud.

—Perfectamente. Estos tipos se harían ricos si comercializaran las drogas que usan para las pruebas.

Sólo entonces me di cuenta de que las paredes de aquel nuevo y lujoso camarote parecían estar hechas de papel y que dejaban pasar tanto la luz como los ruidos de fuera.

—¿Y la Roca?

—Ahí le tienes —me indicó con un gesto del mentón, señalando hacia la pared de enfrente—. Sigue durmiendo. Pero no creo que tarde mucho en despertarse. Algo está a punto de pasar y nos quieren despiertos.

Aún no había terminado de hablar, cuando la cortinilla de lino que cubría uno de los lados de aquel compartimiento se plegó para dejar paso a los hombres que habían estado cuidando de nosotros. Curiosamente, aunque era capaz de reconocerlos, sólo entonces me parecía estar viéndolos de verdad, como si en todas las ocasiones anteriores mi vista hubiera estado nublada por sombras. Eran altos y delgados, casi esqueléticos, y todos lucían una tupida barba corta que les confería un fiero aspecto.


Ahlan wasahlan
—dijo el que parecía encabezar el grupo, cruzando las flacas piernas morenas antes de dejarse caer con un movimiento ágil y natural a nuestro lado. Los demás permanecieron firmes.

Farag contestó al saludo e iniciaron una prolija conversación en árabe.

—¿Estás preparada para una sorpresa, Ottavia? —me preguntó, de pronto, Farag, mirándome con ojos desconcertados.

—No —dije sentándome, dejando las piernas bajo el lienzo. Estaba vestida sólo con una corta túnica blanca y mi dignidad me prohibía el exhibicionismo. Pero entonces caí en la cuenta de que alguno de aquellos silenciosos tipos debía haber estado limpiando las partes más intimas de mi cuerpo durante esos días y quise morir.

—Bueno, pues lo lamento pero te lo tengo que contar —prosiguió Farag sin darse cuenta del brusco cambio del color de mi cara—. Este buen hombre es el capitán Mulugeta Mariam y los otros son los miembros de su tripulación. Este barco, el…
¿Neway?
—preguntó, inseguro, mirando al tal Mulugeta, que asintió impertérrito con la cabeza—, es uno de los muchos que posee a lo largo del Nilo para transporte de mercancías y pasajeros entre Egipto y, como él la llama, Abisinia. O sea, Etiopía.

Yo iba abriendo los ojos de par en par conforme Farag me contaba todas aquellas cosas.

—Desde hace cientos de años, su pueblo, los anuak de Antioch, en la región de Gambela, cerca del lago Tana, en Abisinia, recoge pasajeros dormidos en el Delta del Nilo y los transporta hasta su aldea…

—¿Quién se los entrega? —le interrumpí.

Farag repitió mi pregunta en árabe y el capitán Mariam respondió lacónicamente:


Starofilas
.

Nos quedamos en suspenso, mirándonos sobrecogidos.

—Pregúntale —balbuceé— qué harán con nosotros cuando lleguemos.

Se produjo un nuevo intercambio de palabras y, por fin, Farag me miro:

—Dice que tendremos que superar una prueba que forma parte de la tradición de los anuak desde que Dios les entregó la tierra y el Nilo. Si morimos, quemarán nuestros cuerpos en una pira y entregarán las cenizas al viento y, si sobrevivimos…

—¿Qué? —me asusté.


Starofilas
—concluyó, imitando tenebrosamente la forma de hablar de Mariam.

Aturdida, no supe hacer otra cosa que mover la cabeza de un lado a otro y pasarme las manos por el pelo, que estaba sucio y hecho una pieza en la que no podía meter los dedos.

—Pero… Pero se suponía que nosotros sólo debíamos descubrir dónde estaba el Paraíso Terrenal para capturar a los ladrones —era el miedo el que hablaba por mi boca—. ¿Cómo vamos a avisar a la policía si nos tienen prisioneros?

—Todo encaja,
Basíleia
, piénsalo. Los staurofílakes no podían dejar que saliéramos libres del séptimo círculo. Ni nosotros ni ninguno de los supuestos aspirantes. Es muy fácil cambiar de opinión o dejarse comprar o traicionar un ideal en el último momento, cuando la meta está al alcance de la mano. Ante un peligro así, ¿qué pueden hacer ellos? Es obvio, ¿no? Debimos sospechar que la última cornisa iba a ser diferente a las otras. En nuestro caso, además, ¿qué iban a hacer…? ¿Dejarnos superar la prueba y entregarnos la pista definitiva para que llegáramos por nuestros propios medios hasta el Paraíso Terrenal? Hubiera bastado, como dices tú, con comunicar a las autoridades la situación del escondite para que un ejército completo cayera sobre ellos. Y no son tontos.

Mulugeta Mariam nos miraba sin entender una palabra de lo que decíamos, pero no parecía estar en absoluto impresionado. Como si hubiera vivido aquella situación infinidad de veces, se mantenía tranquilo y firme. Por fin, ante nuestro prolongado silencio, soltó una larga retahíla de palabras que Farag escuchó atentamente.

—Dice el capitán que ya no falta mucho para llegar a la aldea de Antioch y que por eso nos han despertado. Por lo visto, hace unos días que dejamos el Nilo y entramos en uno de sus afluentes, el Atbara, que, según este buen hombre, pertenece, como el Nilo, a los anuak.

—Pero ¿cómo hemos llegado hasta Etiopía? —chillé—. ¿Es que ya no hay fronteras entre los países? ¿Ya no hay policía aduanera?

—Cruzan las fronteras por la noche y son expertos en navegación con falucas, las embarcaciones a vela típicas del Nilo que pueden pasar silenciosamente junto a los puestos de policía sin despertar sospechas. Supongo que también harán uso de los sobornos y cosas así. En estos lugares es una práctica normal —murmuró, pinzándose el labio inferior.

Yo casi no podía respirar.

—¿Y dónde se supone que estamos exactamente? —conseguí articular a duras penas. Tenía la sensación de encontrarme perdida en algún punto inexplorado de la inmensidad del globo planetario.

—Nunca había oído hablar de los anuak ni de una aldea llamada Antioch, pero si sé dónde está el lago Tana, en el que nace el gran Nilo Azul
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, y te aseguro que no es precisamente una zona ni civilizada ni de fácil acceso. Olvídate de que estás a punto de entrar en el siglo
XXI
. Retrocede unos mil años y te acercarás más a la verdad.

Ya no podía abrir más los ojos, que me dolían de tenerlos tanto tiempo de par en par, pero no hubiera podido cambiar ese gesto de mi cara ni aunque hubiera querido.

—¿Qué demonios está diciendo, profesor? —gruñó la Roca, removiéndose como un niño bajo la frazada—. ¿Qué demonios se supone que está diciendo? —repitió, indignado.

Mulugeta, Farag y yo le miramos mientras el pobre intentaba espabilarse dando grandes cabezazos contra el aire caliente y las moscas de la cabina.

—Que estamos en Etiopía, Kaspar —dijo, tendiéndole una mano para ayudarle a incorporarse, una mano que el capitán, sin embargo, rechazó—. Según el capitán Mariam, hace varios días que cruzamos la frontera sudanesa y estamos a punto de llegar a Antioch, la ciudad de la siguiente prueba.

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