El último Dickens (11 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—Es una idea excelente —dijo Annie con palabras que conferían al socio menor un real beneplácito.

—Pero, bueno, ¿qué diferencia hay? —preguntó Fields, aunque sólo por diversión, porque sabía que la discusión con Annie estaba ya perdida una vez que tomaba una decisión.

—Si lo entiendo correctamente, querido mío —dijo Annie—, los términos del divorcio de la señorita Sand establecen que no puede tener ninguna relación sentimental. No está ni soltera ni casada. Vamos, llevarse a esa chica daría al mundo una imagen tan casta como llevarse al señor Midges.

—Desde luego, es una compañera de viaje un poquito más atractiva que el señor Midges —concluyó Fields cediendo con reservas—. Muy bien, me ocuparé de que mi secretaria reserve el pasaje de la señorita Sand en tercera clase de inmediato.

Osgood sonrió y le agradeció a Annie la sugerencia. La inesperada decisión le había agradado más de lo que cabía esperar. Por una parte, no se enfrentaría totalmente solo a la tarea encomendada. Tendría a su lado a una persona que era al mismo tiempo una compañía agradable y alguien extremadamente competente. Y si Osgood necesitaba una distracción de la muerte de Daniel, sin duda Rebecca era la persona que más la necesitaba en el mundo entero.

—¿Qué le parece?

Le preguntó Osgood a Rebecca tras explicarle la idea cuando regresó a la oficina y la encontró llevándole un manojo de contratos al señor Clark, del departamento financiero.

—Me honra que haya decidido confiarme esa responsabilidad. Esta noche me ocuparé del resto de los preparativos —dijo.

Pasaron varias horas, y unas cuantas más desde que Osgood se hubiera marchado a casa a pasar la noche, antes de que Rebecca se diera cuenta de que estaba sonriendo ante la sorprendente oportunidad de viajar, de colaborar y de asegurar su futuro en Boston ayudando a Osgood en su misión. Sabía que podía cambiar las cosas, aunque tan sólo fuera ligeramente. Las oficinas de la editorial estaban casi por completo vacías, pero Rebecca seguía en el despacho, recogiendo enérgicamente pilas de papeles y documentos para su viaje. Bajó rápidamente al sótano, donde se alineaban hileras de cajas metálicas que contenían registros y publicaciones, cada uno de los pasillos con el nombre de uno de los autores, como el callejón de Holmes. Estaba tan emocionada que empezó a ejecutar una pequeña danza por la avenida Longfellow.

—Espero que no se esté perdiendo ninguna fiesta por estar aquí esta noche, señorita Sand.

—¡Oh! —Rebecca se sobresaltó—. Vaya, señor Midges, lo siento. No creí que hubiera nadie aquí abajo tan tarde.

Midges, sudando profusamente, estaba sentado en el suelo revisando un libro de cuentas. Con la cabeza descubierta, su pelo ralo se levantaba sobre su cráneo como si hubiera visto un fantasma.

—¡Tarde! Para mí no lo es. Vaya, esta empresa se iría a la ruina si yo no pasara aquí la mitad de mi vida. Ojalá no estuviera en este sótano cochambroso, tesoro. Pero la lista de suscriptores tiene que estar en perfecto orden y es un desastre desde que andamos cortos de empleados.

Rebecca retiró la mirada ante esta irreflexiva alusión a la muerte de Daniel.

—Buenas noches, señor Midges.

—¡Espere! ¡No se vaya! —tartamudeó Midges incómodo y luego empezó a emitir su arbitrario silbido para tranquilizarla—. Siento muchísimo lo que le ocurrió a su pobre hermano, le doy mi palabra. Es horriblemente triste. Tuve un hermano pequeño que murió en mis brazos cuando tenía cuatro años. Sencillamente dejó de respirar, y nunca he podido olvidar ese momento.

—Siento lo de su hermano, señor Midges…, y le agradezco que me lo haya contado. Ahora tengo que acabar el encargo del señor Osgood.

—Sí, sí, es usted muy trabajadora —balbuceó Midges con una ligera turbación, como si le hubiera negado el último baile en una fiesta en favor de Osgood—. Si me permite que le diga una última cosa… Como hombre que respeta las conductas morales, lo sentí especialmente al enterarme de las terribles circunstancias en que murió Danny. Siempre había tenido un alto concepto de él.

Una expresión de temor invadió el rostro de Rebecca, dejando claro que no entendía a qué se refería. Midges continuó hablando con un temblor de placer en sus palabras.

—Bueno, escuché cómo el señor Osgood le contaba lo del opio al señor Fields cuando se sentaron juntos en el comedor. ¡En fin, me parece algo realmente lamentable! Parecía un chico tan sencillo… Si yo tuviera una hermana, tesoro, y ésta fuera tan bella y sensata como usted, por ejemplo…

Rebecca se levantó el bajo del vestido y subió las escaleras apresuradamente para alejarse de Midges tan rápido como le fuera posible.

—¡Buenas noches, señorita Sand! —alzó la voz Midges detrás de ella con una expresión descorazonada y confusa—. ¡Qué criatura tan valiente y varonil! —se dijo para sí.

Rebecca subió al piso de arriba y apoyó en el escritorio los puños fuertemente cerrados. Sentía un gran peso apretándole el pecho y una lágrima recorrió su mejilla enrojecida. No eran lágrimas de tristeza; eran lágrimas de cólera, de frustración, de rabia. Eran lágrimas difíciles: no querían salir y no querían quedarse dentro. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, encontró el pañuelo que Osgood le había ofrecido el día que le dio la noticia y observó el bonito trazado del monograma JRO. En sus cartas personales firmaba con un informal «James» pero añadía «(R. Osgood)». El resto del mundo le consideraba cordial y preparado para todo, pero ella valoraba el hecho de haberle visto en momentos de consternación: se sentaba con una mano, y a veces las dos, detrás de la cabeza, como si quisiera soportar el peso de los pensamientos que la llenaban. Por las noches, ya en casa, pensaba en él como James en vez de señor Osgood. Que hubiera dicho aquellas cosas de su hermano le resultaba desolador, ¡y al alcance de los oídos de todos! Había sido una tonta por creer que era su abogado defensor.

Esperó a que llegara un coche de caballos que la llevara cerca de Oxford Street, lo que supondría un gran avance, pero en aquel torbellino de emociones no podía soportar la aglomeración de todos los demás trabajadores que iban camino de sus hogares. El paseo hasta casa le pareció al mismo tiempo instantáneo y cruelmente tedioso.

Ya en su habitación de la pensión de segunda clase, la calma y el silencio le parecieron asfixiantes después de su precipitada vuelta a casa. ¿Aquellas paredes vacías eran todo lo que quedaba de su vida? Sin familia, sin Daniel, sin marido y ahora sin la confianza siquiera que siempre había creído ganarse del señor Osgood, un hombre al que admiraba más que a ninguna otra persona en Boston por proporcionarle una profesión decente y respetable. La ira había quemado sus lágrimas dejándola sólo con el pánico. Sin saber por qué, el orden de su diminuta habitación la aturdió, así que sacó su baúl de debajo de la cama y se puso a reorganizar sus pertenencias.

Se le pasó por la cabeza no presentarse en el muelle por la mañana y, más aún, ni siquiera regresar a la editorial ni a Boston. Si pudiera elegir, no volvería a ver al señor Osgood. Pero aquella habitación, la vieja señora Lepsin y su familia de tristes huéspedes, aquello no podía ser lo que quedara de Rebecca Sand; no podía ser todo lo que permaneciera de ella en Boston; esa vida insignificante debía de haber ocurrido en algún otro universo. Necesitaba el viaje que se le ofrecía. Y sabía que lo que más necesitaba en aquel momento, más que ninguna otra cosa, era una explicación de labios de Osgood.

9

A bordo del transatlántico con destino a Inglaterra, Osgood repartió libros con liberalidad en el salón principal, haciéndose al instante con la amistad de una docena de caballeros y la mitad de ese número de damas cuyos nombres y gustos llegó a conocer mediante esta presentación. La nave, el
Samaria
, era un lugar ideal para que Osgood desplegara sus dotes naturales de sociabilidad. Alejados de sus ocupaciones diarias, los pasajeros, al menos si el tiempo era bueno, tenían una buena disposición a mostrarse corteses, educados y sociables. Nada podía animar más a un editor y a un hermano mayor, como era el caso de James R. Osgood, que ayudar a un barco lleno de gente a ser felices. No era el tipo de hombre que cuenta chistes, pero solía ser el primero en reír con ellos. Y cuando los contaba, luego se tenía que recordar a sí mismo que no debía hacerlo, ya que, con demasiada frecuencia, había alguien que se tomaba muy en serio lo que él decía en broma.

Los hombres de comercio que viajaban en tercera clase, con las miras puestas siempre en el ahorro a pesar de sus abultadas bolsas, hacían cola para recibir los regalos de Osgood. El compañero de viaje más sociable del joven editor era un mayorista de té inglés, el señor Marcus Wakefield. Como Osgood, era joven para sus importantes éxitos como hombre de negocios, aunque las arrugas de su rostro sugerían que era una persona más endurecida de lo que correspondía a sus años.

—¿Qué es lo que veo? —preguntó Wakefield después de presentarse. Era apuesto y pulcro, con una forma de hablar espontánea, segura y casi desenfadada. Se acercó a la maleta de libros que llevaba Osgood—. He estado en la biblioteca de este barco muchas veces y afirmo que usted tiene una selección mejor, señor.

—Señor Wakefield, por favor, elija uno para empezar el viaje.

—¡Encantado!

—Es que soy editor. Socio de Fields, Osgood y Compañía.

—Es un oficio en el que soy un absoluto ignorante, a pesar de que podría decirle cada una de las especias que componen el té más fuerte de doce países o si el té de la nueva temporada es el
pekoe
, el
congou
o el
imperial
. Perdone el atrevimiento de mi pregunta, pero ¿cómo puede regalar su mercancía en vez de venderla? ¡Me gustaría estrechar la mano del hombre que puede hacer eso!

—Los libros no son nuestros. Sólo los autores son los dueños de los libros. Y es la honorable labor del editor encontrar lectores que los compren. Me gustaría decirle, señor Wakefield, que un buen libro abre el apetito del lector de tal manera que en el próximo año leerá diez más.

—Es muy amable.

—Además, en las aduanas de Liverpool comprueban todos los libros que salen del barco en busca de reediciones de libros ingleses, para confiscarlas. Le digo, señor Wakefield, que si no me deshago de estos libros como he planeado, me retendrán durante horas mientras los examinan.

—Entonces, si usted insiste, me presto a actuar como un ladrón, pero durante nuestra travesía se lo devolveré multiplicado por diez en amistad… y en té.

Osgood no interrogó a Rebecca Sand hasta la segunda mañana, momento en que empezó a pesar sobre los viajeros la realidad de estar atrapados en medio del mar lejos de su hogar y sus amigos. Aunque ella siempre tendía a reservarse su opinión, se había mostrado inusualmente distante con su jefe desde que habían subido a bordo. Al principio, Osgood pensó que sólo quería mantener una actitud profesional en aquel entorno nuevo, rodeados de desconocidos, algunos de los cuales podrían censurar que una mujer joven viajara por negocios.

—Señorita Sand —dijo Osgood cuando se encontraron en cubierta—. Espero que haya conseguido eludir el mareo.

—He tenido esa suerte, señor Osgood —respondió ella secamente.

Osgood se dio cuenta de que tendría que ser más directo.

—No he podido evitar observar un cambio en su comportamiento desde que salimos de Boston. Corríjame si me equivoco.

—No se equivoca usted, señor —respondió ella con firmeza—. No se equivoca.

—¿Este cambio es hacia mí en particular?

—Así es —concedió ella.

Osgood, percibiendo que iba a tener que escalar una montaña más empinada de lo que esperaba en la tensa relación entre ambos, buscó en cubierta dos tumbonas contiguas y le preguntó si quería contarle más. Rebecca dobló los guantes sobre su regazo y le explicó con calma lo que le había contado Midges en el sótano de la oficina.

—¡Midges, ese ogro! —exclamó Osgood mientras cerraba el puño alrededor del brazo de la tumbona. Se puso de pie y dio una patada con la bota a un imaginario Midges de miniatura, tirándolo por la borda—. Qué desconsiderado y cruel. Tendría que haber tenido más cuidado de que no escuchara la conversación privada con el señor Fields. Siento mucho que haya pasado esto.

Osgood le contó que el agente Carlton y el forense habían concluido que Daniel se había convertido en un consumidor de opio. Esta vez no le ahorró ninguno de los detalles.

—Yo no les creí —le dijo—. Entonces me enseñaron las marcas de sus brazos, señorita Sand, que dijeron que eran de una aguja «hipodérmica» para inyectarse opio en las venas.

Rebecca pensó en todo lo que le contaba con la mirada perdida en el agua, luego sacudió la cabeza.

—Compartíamos la habitación. Si Daniel hubiera sido consumidor de opio me habría dado cuenta hasta de los más pequeños detalles, bien lo sabe Dios. Cuando mi marido regresó de Danville después de la guerra necesitaba tener a mano ampollas de morfina o cáñamo de India a todas horas. Iba por ahí con una permanente expresión de aturdimiento, una imperturbabilidad que no le permitía ni trabajar ni dormir ni comer. No quería tener a nadie cerca ni que le visitaran, salvo aquellos que encontraba en su soledad, en los libros y en sus sueños. Había sobrevivido al campo de batalla pero tenía el alma destrozada por los males de lo que el doctor llamaba la enfermedad del soldado. Daniel cayó lamentablemente en sus propios excesos nada más mudarnos a Boston y cuando supe lo del accidente tuve que preguntarme si no habría reanudado sus malos hábitos con la ginebra. No, yo habría notado las marcas. Se lo habría visto en la cara. No me habría cabido ninguna duda, señor Osgood. Y habría tomado cartas en el asunto inmediatamente.

Osgood dijo comprensivo:

—Yo tampoco pude entenderlo.

—¿No pudo entender que la policía tuviera razón o que Daniel hubiera traicionado su confianza? —preguntó Rebecca.

Osgood la miró y se encontró con sus ojos furibundos. Una encendida rosa se había abierto en sus suaves mejillas y tenía los ojos entrecerrados. Osgood, escarmentado, cedió con un movimiento de cabeza.

—Tiene mucha razón al enfadarse conmigo por no haberle contado todo esto. ¿Está enfadada? Quiero que se exprese con entera libertad.

—No puedo creer que me ocultara los detalles del informe policial, tanto si era correcto como si no. Si debo cuidar de mí misma como lo haría un hombre sin depender de nadie más, entonces espero que no se me trate como un objeto indefenso. ¡Me arrebató la posibilidad de defender su buen nombre! Estoy agradecida por mi puesto, y mi supervivencia depende de él, de manera que no puedo exigir demasiado en mis circunstancias, lo sé. Pero creo que me merezco su respeto.

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