El último Dickens (12 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—Ya lo tiene. Se lo aseguro —dijo Osgood.

Rebecca estaba alojada en los camarotes menos lujosos del barco. No tenían timbres eléctricos para llamar a los camareros, y tampoco lámparas ornamentales, paneles pintados ni techos en cúpula como los de la cubierta superior, ocupada por las clases más altas. Rebecca aprovechaba el tiempo que pasaba en aquel diminuto camarote para leer. Al contrario que la mayoría de las chicas que conocía en Boston, ella no leía en busca de sensaciones, sino para comprender su propia vida de un modo más directo y para aprender más cosas del oficio de la edición. Para la travesía en el transatlántico se había llevado un libro bastante técnico sobre la historia de la navegación.

También llevaba consigo uno de los barcos embotellados de Daniel. Y pensar que era ella la que navegaba a través del océano y no su hermano, que tanto había deseado aquel viaje… Si existía una parte inmortal de Daniel, seguro que estaba allí junto a ella.

A veces, por la noche, salía a cubierta y se apoyaba en la barandilla para contemplar en silencio el mar y las estrellas, y el horizonte donde se encontraban.

—¡Un viaje por mar es tan romántico! —exclamó una joven pasajera al ver la actitud de Rebecca una mañana. Era Christie, una chica de ojos verdes cubierta de pecas de la cabeza a los pies que compartía el camarote con Rebecca—. ¿No le parece, señorita?

—Romántico —repitió Rebecca sacudiendo la cabeza—. No lo sé.

La chica pecosa insistió en su argumento.

—Es usted un poco simple, ¿verdad, señorita? ¿Cómo es posible que no lo crea? ¡No me diga que no se ha dado cuenta de la cantidad de caballeros apuestos que hay en el barco! No tengo intención de seguir mucho tiempo trabajando como niñera y viviendo con perezosas doncellas irlandesas, ¿sabe?

—¿No le gustan los niños que tiene a su cargo, señorita Christie?

—¡Esos diablillos! No me va mal, porque les digo que existe un hombre negro que se traga a los niños pequeños que no hacen caso a sus niñeras. Pero, ah, esas doncellas irlandesas, las Sallys, las Marys y las Bridgets, no tardan mucho en volver a soliviantar los espíritus de los niños.

—Desdichada —dijo Rebecca.

—No lloraré por ellos durante mucho tiempo después de que encuentre un marido. ¡Este barco está lleno de posibilidades! Piense en los solteros, los hombres de negocios y los socios de clubes, y en los jóvenes con padres ricos y en las posibilidades que ofrece el amor con uno de ellos. Supongo que una podría incluso intentar caer por accidente a las olas y esperar a ser rescatada.

—Sí —dijo Rebecca tranquilamente. La brisa había soltado su pelo negro como ala de cuervo que le caía de forma atractiva sobre la cara—. Una podría incluso ahogarse —añadió sarcástica.

—¡Oh, o naufragar juntos solos los dos! —fue la inconsciente respuesta. Christie siguió parloteando—. Se comenta que es usted una de las cuatro chicas más guapas a bordo. Y eso a pesar de ser demasiado intelectual y de que no se puede decir una palabra a favor de su estilo, con esa ropa de luto que le da una apariencia demasiado pálida y resuelta. ¿Por qué no ponerse una flor en el cinturón de vez en cuando para dar pie a algún galanteo ocasional de los hombres? Y siempre lleva un libro apoyado en la cadera, como si fuera un chicazo. ¿Qué me dice de ese caballero encantador con el que viaja? Hay muchas mujeres que tienen las miras puestas en él si se pone usted demasiado selectiva.

—Estoy aquí para trabajar —dijo Rebecca retirando la mirada para que la chica no viera el color que subía a sus mejillas; su cuerpo la traicionaba cuando mas necesitaba su discreción—. Me gustaría mucho demostrar que soy perfectamente capaz de actuar como una persona autosuficiente. Eso es todo lo que busco del señor Osgood.

—Viste bien y nunca pierde los estribos.

—Sí, eso es cierto.

—Eso es lo que importa.

—Es muy especial por muchas otras cosas —objetó Rebecca.

—¿Qué me aconseja?

—¿A qué se refiere?

—¡Sí, para impresionar a su señor Osgood!

—No es mi… Mi consejo es que el señor Osgood está dedicado a sus asuntos de negocios y no tiene tiempo para tonterías.

—¡Qué lástima! —respondió su compañera, decepcionada por las desordenadas prioridades de James Osgood—. La habría invitado a usted a la boda, desde luego.

Durante la travesía Rebecca se reunía a menudo con Osgood en la biblioteca del barco para ayudarle a redactar cartas para los representantes editoriales de Dickens en Londres o escribir borradores de otros documentos. Aunque no podía comer en su mesa o participar en otros pasatiempos de los viajeros de primera clase, una agradable tarde se sentó en una tumbona al aire libre a leer los papeles de
Drood
envuelta en un chal que la protegía del viento. Se habían unido a ella algunas chicas que hacían punto. A través de un ojo de buey cercano se veía el resplandor de un salón en el que Osgood jugaba al ajedrez, juego que Rebecca le había enseñado a Daniel para pasar las tardes en la pensión de Boston cuando dejó de beber.

Al principio, consciente de que no debía espiar, se esforzó por concentrar la atención en la lectura, pero no pudo resistirse. Le fascinaba la idea de observar a su jefe sin que él lo supiera. Tuvo que recordarse a sí misma que seguía un tanto decepcionada por Osgood y, como si le aplicara una especie de castigo, decidió contener su interés por él. Pero al poco rato se encontraba tan embelesada por las maniobras del juego que también ella tramaba en silencio sus propias estrategias. Osgood alcanzó un punto crítico y se quedó con la mano paralizada sobre la mesa, y ella le instó mentalmente a mover el caballo a la izquierda del tablero de su oponente.

¡Con eso lo conseguirá, señor Osgood!
pensó. Sabía que, si ganaba, él no haría más que sonreír cortésmente para no menospreciar al otro jugador.

Un instante después, tras retirar la mano descartando varios movimientos, eligió el que le aconsejaba ella. Rebecca dio palmadas encantada y dos de las chicas la miraron por encima de sus labores de punto sacudiendo las cabezas.

Después de tan sólo unos días en el mar se sentía como si estuviera en un mundo completamente diferente al de Boston. El viaje no eliminó a Daniel de su pensamiento. En su ausencia, había llegado a darse cuenta de hasta qué punto parte de la resistencia y la capacidad de recuperación de su hermano había impregnado sus propias ambiciones. La voz del muchacho se había convertido en parte de su vida interior de una manera que no era capaz de describir. La travesía la ayudó a sentirse temporalmente en paz con la muerte de Daniel, como si él formara parte de la interminable extensión de cielo, agua salada y brisas cálidas.

Una templada mañana Osgood paseaba por la cubierta superior abstraído en sus pensamientos. Se había levantado viento y el barco se movía más que de costumbre. Las náuseas se iban apoderando cada día de más personas. El médico del barco repartía pequeñas dosis de morfina para calmar los nervios. Los pasajeros que no sufrían de mareos se habían aburrido de jugar a las cartas y al ajedrez y de hablar de política mientras fumaban puros. Al cabo de un tiempo ni siquiera la campana de la comida conseguía interesarles; sólo el avistamiento de algunas ballenas conseguía acabar temporalmente con el amodorramiento general. Pero Osgood no; él había conseguido eludir el aburrimiento por completo.

Se mantenía ocupado, bien vestido y absorbido por su futura misión. Mientras que algunos hombres se dejaban ver cada vez más frecuentemente sin afeitar, él llevaba el bigote bien recortado y la cara limpia. Osgood no lo consideraba sencillamente un hábito, sino una necesidad. Su rostro, aunque compuesto por rasgos bastante agradables, era muy corriente, por no decir anodino. De hecho, no era del todo infrecuente que una persona que hubiera conocido a Osgood en un lugar (la oficina de Tremont Street, pongamos por caso) y luego volviera a coincidir con él en otro sitio (el puente de Public Garden) no mostrara el menor signo de reconocerle. A veces, era notorio que el simple cambio de la luz solar a la luz de gas, o del sábado al martes, causaba la misma confusión en aquellos que intentaban situar la identidad del editor en su memoria. Este problema se habría visto agravado si Osgood hubiera cambiado alguna vez el corte de un solo pelo de su cara, lo que el editor no se atrevía a hacer. Con ello se arriesgaría a despertar una mañana y descubrir que su casa y su posición le habían sido arrebatadas.

Osgood no había dejado de analizar las páginas de
El misterio de Edwin Drood
que había llevado consigo. El libro era diferente del resto de las novelas de Dickens y su empeño más artístico desde
Historia de dos ciudades
. Era la obra de un genio maduro, sobrio y conciso, y Osgood estaba convencido de que, una vez acabada, habría sido una obra maestra y, como todas las obras maestras, admirada e incomprendida a partes iguales. Mórbida y siniestra, describía a una familia dividida del pueblo ficticio de Cloisterham con apenas una mínima esperanza de ser felices. Los personajes estaban poseídos de tal vitalidad que uno casi podía sentir que eran capaces de salir de las páginas y llevar a cabo el resto de la historia sin contar con la ayuda de la pluma de Dickens. La gran pregunta quedaba en el aire al final de las páginas existentes: ¿Edwin Drood, el joven héroe, había sido asesinado? ¿O estaba escondido a la espera de un regreso triunfal?

Naturalmente, era imposible pensar en la desaparición de Drood sin pensar en la muerte de Dickens. Ambas estaban fundidas ya para todos los tiempos. ¿Podría suavizarse la triste realidad del uno sabiendo más del otro? Ésa era la línea de pensamiento de Osgood mientras paseaba sin rumbo por la cubierta cuando perdió el equilibrio al pisar una plancha resbaladiza y, antes de que pudiera asirse a la barandilla, cayó de espaldas estrepitosamente.

Tras un instante de confusión, se dio cuenta de que le ofrecían una mano. O una cabeza para ser exactos, la cabeza de oro de un pesado bastón de paseo. Osgood alargó la mano reticente hacia la fea cabeza tallada del monstruo con grandes colmillos y se puso de pie. Osgood había visto a aquel hombre del bigote poblado y el turbante marrón, que solía estar todo el tiempo solo y de vez en cuando daba órdenes a base de gruñidos a algún camarero o criado, blandiendo siempre su extraño bastón. Osgood había oído que le llamaban Herman y pensó que parecía un parsi, pero no sabía nada mas de él.

—¿Está bien? —preguntó Herman con su voz áspera.

Osgood volvió a encogerse al sentir un dolor que le recorría toda la espalda.

—Pediré que venga el médico del barco —dijo Herman en un tono frío pero educado.

Para entonces, se había reunido alrededor del lugar donde se había producido la caída un corro de pasajeros de todas las clases y varios miembros de la tripulación. Rebecca vio la aglomeración que se había formado y corrió todo lo que le permitían sus piernas enfundadas en el estrecho vestido. Tuvo que abrirse camino como pudo entre las otras chicas, que expresaban su preocupación con aspavientos.

—¡Vaya, qué fresca! —dijo Christie.

—Nosotras estábamos aquí antes, señorita —dijo otra chica de su cubierta, una llamativa pelirroja.

—Señorita Sand —exclamó Osgood aliviado—. Siento mucho este espectáculo. ¿Sería tan amable de ayudarme?

—Dispénsenme —les dijo Rebecca a la pelirroja y a su pecosa compañera con un placer mal disimulado mientras se las quitaba de delante. El viento pegaba el modesto vestido negro a su figura revelando en sus sencillas formas una belleza digna de rivalizar con cualquiera de las otras chicas más lujosamente acicaladas y adornadas que se alineaban detrás de ella. Le ofreció un brazo a Osgood.

—¡Señor Osgood, qué mala suerte! —dijo compasivamente—. ¿Se ha hecho daño?

—La suerte, de la que dicen en el mundo de los negocios que se reparte de forma caprichosa, no ha jugado ningún papel en este fraude, mi querida damisela —le llegó una voz del círculo de mirones. Era el hombre de negocios inglés, Wakefield. El mayorista de té iba elegantemente ataviado con una capa tradicional y pantalones de cuadros. Se detuvo para hacerle una cortés inclinación de cabeza a Rebecca y continuó su camino adelante—. ¡Mi amigo Osgood, víctima!

—Señor Wakefield, se equivoca usted. El océano ha salpicado mucho la cubierta y me he resbalado en un charco —insistió Osgood.

—No. Eso es lo que
este
hombre querría que usted creyera —Wakefield se volvió bruscamente hacia el hombre corpulento que había ayudado a levantarse a Osgood.

—¿Perdone? —preguntó Herman al atrevido acusador con las manos aferradas al cordón que ajustaba su túnica y estaba anudado por cuatro sitios.

—El mar ha estado ferozmente agitado, es muy cierto —continuó Wakefield—, y ése es el motivo por el que estaba paseando en vez de quedarme mareado en mi camarote. Y por eso he podido ver a este hombre echando agua de un cubo en ese rincón. Parecía estar esperando a que llegara alguien para hacerlo.

—¿Quiere decir que lo ha hecho a propósito? ¿Por qué iba a hacer una cosa tan espantosa? —preguntó Rebecca dirigiendo la mirada a Herman. Al encontrar los ojos y la inocente sonrisa del acusado, una repulsión repentina y casi magnética la obligó a dar un paso atrás. Los ojos oscuros y maliciosos despertaron en ella una inexplicable sensación de miedo y odio.

Wakefield observó a Rebecca.

—¡Estimada y joven señora, es usted muy inocente! Me avergüenza reconocer que en Inglaterra tenemos estafadores que abordarían a cualquier caballero de buen fondo. Viajo a menudo en este y otros transatlánticos y me han robado ya dos veces. Creo que este hombre es lo que la policía llama un descuidero o un zancadillero.

—¿Qué? —preguntó Osgood.

—¡Ni caso! —la cara de Herman se encendió. Se metió un palillo en la boca y lo mordisqueó tenazmente—. No sé de qué está hablando este sujeto y le sugiero que se retire.

—Un instante nada más, mi estimado señor Wakefield —dijo Osgood, el diplomático nato—. Este hombre me ha ayudado a levantarme.

—Consideremos por qué podría hacer una cosa como ésa, qué oportunidades podría facilitarle —reflexionó Wakefield a la vez que enmarcaba la parte inferior de su rostro colocando un dedo en cada curva de su mostacho descolorido.

Herman disparó una mano hacia la cabeza de Wakefield y lanzó su sombrero por el aire. La brisa lo arrastró hasta Rebecca, que lo atrapó.

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