El último Dickens (33 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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Tom se quedó sorprendido. Por lo general, Dickens hablaba cerca de él, pero no a él directamente. También recordó las palabras de Dolby sobre su misión de mantener contento a Dickens.

Dickens rió ante su titubeo.

—¡Oh, puede usted decir la verdad, señor Branagan! Un puñetero admirador de Dickens más y el peso no me permitirá moverme. Nada aterroriza más a un escritor que hablar por primera vez con su lector.

—No suelo leer novelas muy a menudo, señor.

—¿Señor? Sólo quiero que me llamen «señor» los desconocidos y, a decir verdad, prefiero que los desconocidos no me llamen nada de nada. ¿Sabe por qué me llaman Jefe?

—No.

—Dolby no se sentía cómodo llamándome Charles o Dickens. Bueno, al menos había conseguido convencerle de que me llamara Boz… —Dickens siguió la historia contando cómo una tarde, durante una gira de lecturas en Chester, Dolby entró en la habitación y se encontró a Dickens sentado delante del fuego con un fez turco y una gruesa bufanda alrededor del cuello porque el aire frío se colaba en sus dependencias del hotel Queen's.

«¿Cómo se encuentra?», le había preguntado Dolby preocupado.

A esto, Dickens había gruñido: «Como algo rico de comer guardado en una despensa fría. ¿Qué le parezco?».

«Un viejo jefe —había contestado Dolby—, pero sin pipa».

—De ahí viene. Respeto a Dolby más de lo que puedo expresar con palabras, porque superó el mismo defecto del habla que mi chico de India (o sea, mi tercer hijo, Frank, que ahora se encuentra en Bengala con la policía) sufrió de pequeño por una severa ansia de aplicación. Bueno, ¿así que nada de novelas, dice usted?

Tom había olvidado ya el tema original.

—Las novelas y los cuentos fingen.

—¿Que mienten, es lo que quiere decir?

—Sí —respondió Tom—. Fingen ser lo que no son.

—Es cierto que los libros mienten, señor Branagan. Sin duda. Pero la cosa no acaba ahí. Las novelas están llenas de mentiras, pero ocultas entre ellas hay todavía más verdades; sin lo que usted califica de mentiras las páginas serían demasiado frágiles para la verdad, ¿comprende? El escritor del libro siempre se incluye en él, su auténtico ser, pero hay que tener mucho cuidado de no confundirle con el vecino de al lado.

—Pero no deja de ser sólo imaginación, ¿no es cierto?

—Déjeme que le enseñe una cosa. Supongamos que esta copa de vino que hay encima de la mesa es un personaje —Tom aceptó la suposición con un cabeceo—. Bien. Ahora, imagine que es un hombre, incúlquele ciertas cualidades y pronto una fina y sutil red de pensamientos se crea y crece a su alrededor hasta que asume forma y belleza y se impregna profundamente de vida. A partir de ahí, la escritura fluye sola hasta que esa palabra en mayúsculas, escrita por fin con pena, me mira fijamente: FIN. Pero si no ataco mientras el hierro está todavía bien caliente (y con el hierro me refiero a mí mismo), me vuelvo a perder.

Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo, pero le dijo a Dickens que sabía a lo que se refería.

—¿Ah, sí? —preguntó Dickens—. Ha sido un cambio de postura muy rápido, Branagan. Creo que es usted un hombre de buen criterio. La próxima vez prefiero que sea sincero conmigo. Lo preferiré siempre, por mucho que el apreciado Dolby le diga otra cosa.

Tomando al pie de la letra la orden de Dickens de ser sincero, los pensamientos de Tom volvieron a lo que le preocupaba de verdad desde que se habían cancelado las lecturas. Si, como Tom sospechaba, la señora Barton había asistido a todas las lecturas de Dickens en Boston, debía de estar decepcionada, y mucho, por las cancelaciones. Se habría sentido insultada personalmente. Cualquier otra persona del país habría estado demasiado desazonada por la moción de censura contra el presidente para darse cuenta, pero ella no; tal vez ella ni siquiera supiera que existía la moción.

Aquella noche, a Tom le despertaron los habituales camiones de bomberos que alborotaban en la calle. Estaba soñando cuando los ruidos interrumpieron su descanso.

Sacudió la cabeza al tiempo que se sentaba en la cama con sus viejos calzones de franela dados de sí. El sueño había sido muy raro. El escenario era un terrible accidente de tren como el de Staplehurst en el que casi había perdido la vida Dickens. Sólo que, en aquella visión, Tom se encontraba en el lugar del novelista y descendía de farallón en farallón de las rocas hasta el ensangrentado barranco donde gritaba la gente. También ovejas y vacas pasaban ante su cara mientras intentaba arrastrar a las víctimas hacia la ribera del río, pero todos, humanos y animales, estaban ya muertos. Sobre ellos, el primer vagón del tren colgaba sobre el puente roto, esparciendo páginas de todos los libros de Dickens sobre el río.

Tom pensó en el aterrador sueño mientras se salpicaba la cara con agua del lavamanos y se frotaba los ojos. Sintió en su rostro las yemas de los dedos entumecidas y en carne viva. En ese momento tuvo una apremiante premonición. Puesto que al día siguiente salían de Boston, si Louisa Barton iba a actuar lo haría esa noche. Si no se encontraba ya en el Parker House, pronto se presentaría. Tom
sabía
que era así.

Tal vez estuviera envalentonado por el hecho de que ni Dolby ni Osgood se encontraban allí para reprenderle. Tom se vistió a toda prisa y recorrió el pasillo hasta la habitación de Dickens, donde un camarero del hotel hacía guardia junto a la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el camarero, saliendo con un sobresalto de un sueño superficial. Se quitó la mano de Tom del hombro—. Esta noche estoy hecho polvo, chaval.

—Tengo que hablar con el señor Dickens.

—¡Dudo mucho que él quiera tener una audiencia con nadie a estas horas! ¡Y menos aún con un mozo irlandés! Vuelve por la mañana.

—Has bebido demasiado en el bar —Tom esperó sin retirar los ojos del camarero.

—Muy bien —dijo el camarero enfurruñado. Llamó a la puerta de la habitación y anunció que había una visita. ¿Le permitía entrar el señor Dickens?

—¡Antes muerto que permitirlo! —fue la respuesta del novelista desde el otro lado de la puerta.

El camarero sonrió triunfante. Tom se quedó unos instantes más allí de pie y luego, vencido, empezó a alejarse. Justo antes de abrir la puerta de su habitación escuchó ruidos de pelea (una voz estrangulada, el grito de auxilio de una mujer) que salían de la habitación de Dickens. El camarero de la puerta parecía inmovilizado por el miedo. Tom volvió corriendo y entró como una exhalación en la habitación del escritor.

Allí estaba Dickens, con su bata de terciopelo, de pie ante un espejo inmenso, con la cara espantosamente contraída y las manos estrujando una manta como si fuera el cuello de un agresor.

—¡Branagan! Entre —dijo alegremente.

—Jefe, me había parecido oír… —empezó a decir Tom dudando de sus propios sentidos.

—Ah, sí —dijo Dickens riendo primero y tosiendo después—. Estaba ensayando una nueva forma de lectura que he ideado, muy diferente a las anteriores. He adaptado y recortado el texto cuidadosamente. Cierre la puerta, si hace el favor, y le haré una demostración.

La lectura de
Oliver Twist
, una de las primeras novelas de su carrera, contaba la historia de Bill Sikes, el criminal que golpea y mata a su amante Nancy por traicionarle y ayudar al huérfano Oliver en su causa. Dickens lo interpretó paso a paso con la energía y violencia que desencadenaba la inevitabilidad de la muerte. Tom sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y le pareció presenciar la muerte de la honesta prostituta ante sus propios ojos.

Cuando acabó, Dickens se derrumbó en un sillón y giró la cabeza en círculos a derecha e izquierda.

—Todavía no lo ha visto nadie —le dijo excitado cuando recuperó el aliento—. Se lo conté a Osgood, Fields y Dolby en la cena. Lo he estado ensayando en secreto, pero consigo un resultado tan horrible que me da miedo probarlo ante el público.

—Ha sido aterrador, Jefe. Si una sola de las mujeres del público grita, podría desencadenarse un brote de histeria.

—Lo sé.

—Supongo que no puede dormir bien con esa idea en la cabeza —aventuró Tom.

—¡No puedo dormir de ninguna manera! Llevo ya tres horas tosiendo sin parar y no he pegado ojo. El láudano es lo único que me ayuda, pero esta noche hasta los somníferos me fallan. Lo he intentado con alopatía, homeopatía, cosas frías, cosas calientes, cosas dulces, cosas amargas, estimulantes, narcóticos.

Dickens sacó la mezcla de opio hecha con las diversas ampollas que llevaba en el maletín de viaje y tomó otra amarga cucharada. Su energía anterior le había abandonado del mismo modo que a un actor cuando cae el telón tras una escena intensa. Daba la impresión de que se había apoderado de él una mezcla de extenuación y narcóticos.

—Espero volver a empuñar la espada pronto —dijo Dickens con aire cansado—. Me siento tan inquieto, Branagan, como si me encontrara encerrado entre barrotes en el parque zoológico. Si tuviera melena para derrochar, perdería parte de ella frotándola contra las paredes de mi jaula.

—Jefe, usted me dijo antes que le fuera sincero —dijo Tom.

—¿Ah, sí? —dijo Dickens chasqueando la lengua—. ¿Cuál es su opinión? ¿Interpreto la escena nueva o no? Pensaba que era una de las mejores que he escrito. Pero quizá sea demasiado fuerte para la sensibilidad de este país.

Tom levantó la voz para hacerse oír por encima de los constantes accesos de tos de su interlocutor.

—Señor Dickens, no me refiero a eso. Me preocupa Louisa Barton, la mujer que entró en su habitación en aquella ocasión y ha asistido a sus lecturas regularmente, que nos siguió a Nueva York, que atacó a aquella viuda y posiblemente robó su diario. Estoy convencido de que esa mujer va a venir a buscarle esta noche.

—¿Incluso con ese Argos de cien ojos apostado a mi puerta? —preguntó Dickens con tono sarcástico—. Deduzco, señor Branagan, que tiene usted una buena razón para creer eso.

—La última tanda de lecturas de Boston se ha cancelado; estoy seguro de que habría asistido y no sé qué consecuencias tendrá en su estado mental no poder hacerlo. Ésta es la última noche… Intentará algo para salirle al paso y conseguir lo que quería de usted.

—¿Qué es…?

La confianza de Tom se tambaleó.

—No lo sé.

—¿Ha terminado usted? —preguntó Dickens airado.

—He dicho lo que sentía.

—¡Uno de estos días ese exceso de celo suyo le va a llevar a la ruina! —dijo Dickens, que soltó un sonoro suspiro y se sentó ante su escritorio. Tom sabía que sus palabras no habían sido suficientemente persuasivas, ni siquiera para sus propios oídos, pero le sorprendía el furor de Dickens. Se dispuso a salir de la habitación.

—Espere. Muy bien, Branagan.

—¿Jefe? —preguntó Tom. Se dio la vuelta y vio que Dickens se secaba una lágrima de los ojos.

—Perdóneme. Sé que tiene razón. Verá, antes de irnos de Inglaterra recibí una serie de cartas que me advertían del peligro de viajar a América. Sentimientos anti-Dickens, sentimientos antiingleses, el comportamiento incívico de Nueva York y no sé cuántas cosas más. Como ya había decidido venir, resolví que, por mi alma, no diría ni una sola palabra a nadie, ni siquiera a Dolby, y menos aún a ese mojigato de Forster, ¡que creía que mi alma se iba a evaporar en el mismo momento en que se despedía de mí!

—Entonces ¿cree que las medidas que le insté a tomar a Dolby eran necesarias?

—Por eso estuve de acuerdo con que vigilara mi puerta aquella noche. Imagínese, ¡un hombre que necesita un guardaespaldas para defenderle de fantasmas, duendes y espíritus! Me pregunto si a Milton le visitaban ángeles o diablos cuando escribía… ¿Y quién se me aparece a mí?

»Sé que ha pasado malos ratos para entenderlo, mi querido Branagan —continuó Dickens—. Usted ha visto con sus propios ojos cómo las muchedumbres me asedian, asaltan, machacan, golpean y zarandean. Nunca en toda mi vida me había reconocido menos a mí mismo que en estos Estados Unidos de América. Muchacho, si le recibí con poco entusiasmo cuando llamó a la puerta, le aseguro que me arrepiento. Un carácter sobre el que no tengo un control absoluto se apodera de mí cuando ensayo una lectura. Ahora, ¿qué es lo que sugiere que hagamos? Si hay que poner en marcha algo, lo haré de inmediato.

Tom todavía no había trazado un plan. Pero pensó a toda prisa.

—Jefe, lo que yo querría es atrapar a esa señora con las manos en la masa para que no pueda molestarle más.

—¡Ojalá! Entonces ¿qué cree que podemos hacer? —preguntó impaciente el novelista—. Es mejor morir haciendo, Branagan, que esperando. Siempre he creído que algún día moriría con las botas puestas.

La propuesta que improvisó Tom fue la siguiente: él ocuparía el lugar de Dickens en la cama. El escritor pasaría sigilosamente a la suite adyacente, generalmente ocupada por Dolby. Si la intrusa irrumpía en su cuarto como había hecho la primera semana que estuvieron en Boston con la idea de ver al novelista, se encontraría con Tom esperándola. Y si la señora Barton no aparecía, podrían celebrar la inmunidad del jefe cuando se marcharan de la ciudad.

Dickens consideró el plan y no tardó en aceptarlo. Primero recogió algunas de sus pertenencias personales de la cómoda y de los cajones del escritorio y las guardó en un maletín de piel.

—¿Cree usted en el significado de los sueños, Branagan? —le preguntó el escritor mientras recogía.

Tom pensó en el extraño sueño de Staplehurst.

—¿Pregunta si creo que nos advierten de lo que está por venir?

—Exacto, exacto. O lo que acaba de pasar. Una vez soñé con mi buen amigo Jerrold, el dramaturgo. En el sueño me entregaba algo que había escrito, aunque no de su propia mano, y me pedía nervioso que lo leyera por mi propia seguridad. ¡Lo miraba pero no podía entender nada de lo que ponía! Desperté totalmente perplejo y recordando todo el sueño tan claro como si lo estuviera viendo. Al día siguiente, para mi asombro, me enteré de que Jerrold había muerto.

Tom buscó una respuesta. Dickens inclinó la cabeza levemente, como si acabara de terminar otra de sus dramáticas lecturas. Tom se preocupó por el efecto que la fascinación por los sueños pudiera tener en su salud y bienestar.

—He llegado a tomarle cariño, Tom. No deje de rezar sus oraciones, como probablemente haga. Yo nunca he dejado de hacerlo y sé la serenidad que aporta. Si vivo para publicar más libros me gustaría que los leyera tanto si cree que pueden tener algo que ver con su vida como si no. ¿Lo hará?

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