El último Dickens (43 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

BOOK: El último Dickens
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—Muy bien, supongo que consideran que eso es un gran logro. Ocurrió en los días siguientes al fallecimiento del señor Dickens, creo recordar —dijo Forster—. Llegué a mi despacho y vi que alguien había entrado aquí y había revuelto todos los papeles relacionados con Dickens. Verá, estaban todos juntos, porque guardo mis cosas bien organizadas.

—¿Se llevaron algo? —preguntó Tom.

—Probablemente fuera un rufián que buscaba algo de valor para venderlo y comprar bebida. Pero hubo un documento en particular que parecía haber sido, no sé, maltratado, digamos. De hecho, era de usted —dijo señalando a Osgood con un movimiento de la cabeza.

—¿A qué se refiere, señor Forster —preguntó el aludido.

—Me refiero al telegrama de su editorial en el que me solicitaban que mandara las páginas restantes de
El misterio de Edwin Drood
a Boston de inmediato.

Sacó un telegrama arrugado de una carpeta.
Urgente. Envíe todo lo que haya de Drood a Boston inmediatamente
.

—Mi colección de Dickens está organizada con un sistema muy particular —continuó Forster—. Esto lo volvieron a guardar, pero donde no le correspondía.

Osgood y Tom intercambiaron una mirada fugaz.

—Ese telegrama debió de ser lo primero que le dio a Herman la idea de ir a Boston —dijo Osgood—. Creería que Forster nos podía haber mandado lo que él no encontró aquí.

—¡Basta de susurros! —exclamó Forster—. ¿Qué están diciendo, caballeros?

—Le pido perdón, señor Forster —dijo Osgood—. Hablaba conmigo mismo. Un mal hábito.

—Horrible —le corrigió Forster.

—Señor Forster, aparte de usted y la señorita Hogarth, ¿se le ocurre alguien más a quien el señor Dickens pudiera haberle proporcionado información confidencial en estos últimos meses? —preguntó Tom.

Aquélla era sin duda la peor pregunta que se le podía hacer a Forster, a no ser que el propósito fuera desatar una letanía de sus habituales maldiciones y lamentos sobre la falta de comprensión por parte del mundo de la particular intimidad que Forster compartía con Dickens. El primero llegó incluso a sacar el testamento del segundo y señaló una cláusula.

—¿Ve usted lo que dice esta línea de mí, señor Branagan? —preguntó Forster—. Tal vez necesite usted gafas, señor, porque lo que dice aquí es «mi querido y fiel amigo». Aquí es donde me lega su reloj cronómetro, ¡que nunca deja de recordarme todo el trabajo que queda por hacer en este mundo para que se merezca a un hombre como Charles Dickens! —volvió a agitar el aparato—. Aunque nunca acabo de saber qué hora es con esta máquina infernal.

Osgood parecía ausente durante la charla de Forster. Los ojos del editor permanecían fijos en el testamento.

—Me preguntaba, señor Forster —dijo Osgood impasible—, si nos dejaría al señor Branagan y a mi a solas unos minutos.

La cara del delegado enrojeció vivamente.

—¿Salir de mi despacho? ¡Increíble!

—Sólo un momento, si no le importa. Es muy importante —dijo Osgood—. Luego le dejaremos en paz.

Forster acabó por ceder, aparentemente con la esperanza de librarse de sus visitantes. La mano de Osgood se alargó hacia el testamento de Dickens. Pero antes de salir, Forster se dio la vuelta y se guardó el documento en un bolsillo.

Osgood miró a Tom y dijo:

—No podemos fiarnos de él.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Tom.

—El testamento; la tía Georgy me proporcionó una copia —explicó Osgood sacando los papeles de su chaqueta—. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Verá, la señorita Hogarth me pidió que lo revisara con ella. El testamento adjudica a Forster «los manuscritos de mis obras publicadas que obren en mi poder en el momento de mi fallecimiento». Pero todo lo que no se haya publicado cuando se produce la muerte de Dickens queda en poder de Georgina Hogarth. Si las últimas seis entregas de la novela existen realmente, en el momento de la muerte de Dickens quedarían bajo el control de ella por disposición de su testamento.

—Sospecho que el control sobre Dickens es una de las cosas a las que el señor Forster no está dispuesto a renunciar —dijo Tom—. ¿Cree que nos está ocultando alguna otra cosa?

Forster empezó a llamar insistentemente a la puerta de su despacho y a anunciarles que les daba exactamente un minuto más. Osgood echó el cerrojo nuevo de la puerta de Forster, lo que llevó a que sus exclamaciones se volvieran más rigurosas.

—No es que nos oculte necesariamente algo —dijo Osgood a Tom en voz más baja—, pero si sabe más del final de la novela o a quién se lo puede haber contado Dickens, no nos lo dirá. Sobre todo si eso significa que la gente crea que Dickens confió en cualquier otra persona sobre la faz de la Tierra más que en él para administrar su legado.

—¡Vamos! ¡Salgan de ahí o llamo a la policía! —atronó Forster desde fuera.

Osgood frunció el ceño y abrió el cerrojo.

Forster, exudando furia, miró a Osgood parpadeando varias veces y se inclinó hacia él.

—Y ahora, dígame, señor Osgood, ¿de verdad ha llegado a creer que usted, un editor mediocre, y su pequeña asistente podrían descubrir más cosas sobre
Drood
que yo? ¿De verdad se imaginó que podría lograr algo así? Y además, ¿qué es lo que pretendía con ello? ¿Convertirse en la sensación de su sector? ¿Hacerse tan rico como un judío, tal vez? No seguirá usted empeñado en esa empresa absurda, ¿verdad?

—Seguiré adelante, señor —dijo Osgood sin dudar—. Recuerdo las palabras del señor Dickens. No se puede hacer más que cerrar filas, marchar de frente y seguir luchando.

—¿O sea, que no se han enterado? —preguntó Forster.

—¿A qué se refiere? —quiso saber Tom.

—Me refiero a esto —dijo Forster. Mostró una arrugada hoja de papel—. Léalo usted mismo.

Osgood se hizo con ella y la examinó.

8 de junio de 1870. Mi queridísimo amigo, me temo que, con mi enfermedad empeorando día a día, no llegaré a completar más allá de la sexta parte de mi Drood. ¡No hace falta que te diga las esperanzas que había puesto en un final único! ¿Será realmente mi último trabajo? Creo que habría sido la mejor, de haber tenido tiempo para terminarla.

Firmaba Charles Dickens.

—Ésta es la fecha del día que tuvo el colapso. ¿De dónde ha salido? —preguntó Osgood—. ¿Por qué no me la había enseñado antes?

—La recibí ayer mismo —explicó Forster—. Se encontró oculta en una caja de acuarelas en la casa de subastas Christie's, descuidadamente abandonada por los trabajadores de la empresa. Es evidente que Dickens no tuvo tiempo de ponerla en el correo antes del colapso.

—No puede ser —se dijo Osgood para sí, para gran satisfacción de Forster.

—No dice a quién está dirigida —comentó Tom.

—¿A quién más podría ser? —preguntó orgulloso Forster—. «Mi queridísimo amigo», ¿quién más cree usted que podía ser sino yo? Todavía no hemos hecho pública la carta, pero lo haremos. Siento que esto no se descubriera antes; les habría ahorrado a usted, a la señorita Sand y al señor Branagan un tiempo precioso que han dedicado a buscar tonterías. Ahora —dijo con un desagradable chasquido de labios—, ¿puedo recuperar mi despacho?

Osgood le entregó la carta.

—Por supuesto, señor Forster.

—Plantéeselo de esta manera —dijo Forster—. No se va usted con las manos vacías, mi querido señor Osgood. Tiene la última pluma del señor Dickens y ¿cuánta gente puede presumir de poseer un recuerdo tan precioso?

Quince minutos después, Osgood y Tom se encontraban de nuevo en sus habitaciones del hotel de Piccadilly. El editor estaba ya guardando sus cosas en el baúl. Tom había esgrimido todo tipo de argumentos para convencer a Osgood de que continuaran sus pesquisas.

—Señor Osgood —le dijo Tom—, no puede rendirse ahora. Todavía quedan demasiadas cosas por entender. ¡Usted puede seguir bajo la amenaza de Herman!

—No nos queda otra alternativa —dijo Osgood medio resignado, medio indeciso—. De todas maneras, una vez que Forster haga pública su carta, Herman nos dejará en paz. Entonces sabrá la verdad: que no tiene motivos para temer nada, como nosotros no tenemos motivos para mantener la esperanza.

—Puede que el Jefe tuviera sus razones para despistar a Forster, sabiendo que éste trataría de manipular el final de la novela a su gusto —insistió Tom.

Osgood negó con la cabeza.

—No lo creo. Nuestra investigación ha sido una absoluta locura, como desde el primer momento nos advirtió Forster que sería. No hay nada perdido ni secreto entre lo que Dickens dejó a su muerte, nada que nos pueda sacar de nuestros apuros. El libro ya no existe, murió con él. Cometí un error. Yo, James Osgood, me dejé llevar por un error de juicio y ahora ¡tengo que comerme mis palabras! Deseaba creerlo, deseaba creer que el hombre que se hacía llamar Datchery podría ayudarme. Por culpa de mi obstinación, porque quería que existiera algo que encontrar, lo único que he hecho aquí ha sido perder el tiempo y darles ventaja a los piratas literarios que ahora mismo estarán preparando su edición en América —se dirigió a su asistente—: Señorita Sand, haga los preparativos para nuestro inmediato regreso a Boston y envíe un telegrama al despacho del señor Fields informándole de nuestra vuelta.

—Sí, señor Osgood —dijo Rebecca obedientemente, sintiendo que cada paso la acercaba a la normalidad y la rutina de la vida cotidiana en Boston.

Osgood recorrió con la mirada la habitación y a sus dos compañeros mientras Rebecca redactaba el telegrama y Tom seguía intentando convencerle. Osgood sabía que rendirse y volver a casa era la decisión sensata, racional y responsable; en realidad, la única decisión posible que él, James Ripley Osgood, podía tomar si no bajaba del cielo una orden contraria.

—En todo caso, es demasiado tarde para que hagamos algo que nos pueda ayudar —señaló Osgood—. Los Harper estarán en condiciones de publicar dentro de poco todo lo que queda de
Edwin Drood
. Tendremos que enfrentarnos a la pérdida y seguir adelante. Nuestros rivales verán que somos vulnerables. Fields nos necesita a los dos en Boston para hacer lo que podamos.

Tom se plantó delante de Osgood y le ofreció la mano.

—Señor Osgood, le ofrezco mi mano, y con ella le doy mi palabra de que, si desea continuar con la investigación, yo permaneceré a su lado.

Osgood, con una leve sonrisa, estrechó la mano de Tom entre las suyas como Jack Rogers había hecho en su primer encuentro en el chalet de Gadshill, pero agitó la cabeza en un gesto de rechazo definitivo.

—Gracias por todo lo que ha hecho para ayudarnos, Tom. Vaya usted con Dios.

—Que Él vaya con usted, señor Osgood —dijo Tom con un suspiro—. Lo único que siento es que su estancia aquí acabe de esta manera. El señor Dickens, y usted, se merecen algo más.

—Haber ganado su amistad hace que todo haya merecido la pena —replicó Osgood.

30

Ciudad de Nueva York, 16 de julio de 1870

Mientras Osgood resolvía apresuradamente sus asuntos en Londres y preparaba su partida, en uno de los más lujosos carruajes retenidos en el ruidoso Broadway de Nueva York tenía lugar una conversación que le incumbía. A través de su ventana se veía el sombrero de copa y las inmensas patillas pertenecientes a una cabeza entrecana, y la cara que enmarcaban se fruncía en un bufido de protesta contra el denso tráfico.

—Entonces, dígame, ¿dónde demonios está ahora ese majadero? —Fletcher Harper se acomodó en el interior del carruaje, se quitó el alto sombrero negro de la cabeza poblada de rizos castaños y resopló al ver que su tiro de caballo hacía una irritable parada detrás de un ómnibus.

—No tengo la menor idea de dónde está, tío —dijo su compañero de viaje—. Pero padre confiaba en él.

—¡Ah! Eso ya lo sé —dijo el Mayor con su habitual tono de amarga perplejidad—. Es una gran equivocación, Philip. ¡Salga de este desbarajuste por la siguiente que pueda girar a la derecha! —gritó al cochero estirando el cuello por la ventana y colocándose el sombrero de nuevo provisionalmente.

—¿Qué equivocación? —preguntó su compañero Philip Harper, hijo de James, el difunto hermano de Fletcher, y ahora jefe del departamento financiero cuando su tío volvió a meter el cuello y la cabeza en el vehículo.

—¡Vamos! Confiar en un hombre que no se apellida Harper. Tal como van las cosas, Philip, dentro de poco tú también aprenderás a evitar esa práctica. Tu padre siempre tuvo demasiada fe en su policía de Harper para resolver nuestros problemas. Y por eso nos vemos así ahora y Jack Rogers ha interrumpido sus comunicaciones. Por lo que sabemos, ese bellaco puede haber vendido su lealtad a otro editor a cambio de una tarifa más alta; en caso de que hubiera descubierto en Inglaterra algún secreto sobre Dickens, podría utilizarlo en nuestra contra, tal vez con la ayuda de Osgood, con la vista puesta en obtener un mayor beneficio.

El consejo del Mayor de sólo confiar en individuos que llevaran el apellido Harper podía haberse considerado algo bastante razonable al entrar en las disuasoriamente fortificadas oficinas de Franklin Square. Había allí múltiples Fletchers, Josephs, Johns, aquel entusiasta Philip, un solitario Abner, hijos de los primeros hermanos, en diversos cargos directivos de publicaciones y producción, con una recua de nietos que empezaban a ascender desde el puesto de aprendiz.

Para ellos, Franklin Square era Harvard y Yale.

—¡Cuando mi llama expire —les decía el Mayor a todos y cada uno de ellos a modo de discurso de introducción—, que sean manos legítimas las que pasen la antorcha inextinguible de padres a hijos! —esta sentencia era también más o menos la traducción del lema en latín que, junto a una antorcha flamígera, formaba el emblema de la editorial.

Según entraba, un trémulo empleado puso en conocimiento del Mayor que las visitas que esperaba estaban ya en la sala de invitados.

—Yo diría que le esperan… impacientes, Mayor —comentó el empleado.

—Que esperen, eso aumentará su ansia por mi oro. ¿Y el señor Leypoldt? —preguntó el Mayor.

—Envió un mensaje y estará aquí a las tres —respondió el empleado—. Y el señor Nast le espera en su despacho privado con un nuevo dibujo de Boss Tweed.

—¡Bien! —exclamó el Mayor.

—Ese señor Leypoldt, ¿es el del boletín de editores, tío?

—Sí, y vamos a abrir para él tantas botellas de champán como sean necesarias para convencerle de que cante las alabanzas de Harper & Brothers en sus columnas. Pero antes, tenemos un asunto muy diferente que atender. De un cariz más efímero.

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