El Último Don (49 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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Molly volvió a animarse; le encantaba impartir lecciones de derecho. Se sacó un cuaderno de notas del bolso y garabateó unas cuantas cifras.

—Es completamente legal —dijo. Se atienen a los términos de un contrato que tú jamás hubieras tenido que firmar. Verás, vamos a tomar los cien millones de beneficios brutos. Las sálas cinematográficas, los exhibidores, se llevan la mitad, lo cual significa que los estudios sólo perciben cincuenta millones. Bien, pues los estudios deducen de esta cantidad los quince millones del coste de la película. Quedan treinta y cinco millones. Pero según los términos de tu contrato y de la mayoría de los contratos de los estudios, éstos se llevan el treinta por ciénto de esos cincuenta millones restantes para sufragar los costes de distribución de la película. Son otros quince millones que se embolsan. Quedan veinte millones. De aquí deducen los gastos de las copias y la publicidad de la película, que pueden sumar fácilmente cinco millones. La cantidad baja quince millones. Y ahora viene lo bueno. Según el contrato los estudios tienen que percibir el veinticinco por ciento del presupuesto por gastos generales de teléfono, electricidad, utilización de los platós, etcétera. Ya sólo quedan once millones. Bueno, dices tú, voy a cobrar once millones. Pero resulta que los actores cotizados perciben por lo menos el cinco por ciento de los cincuenta millones iniciales de beneficios brutos; una vez deducido el cincuenta por ciento de los exhibidores, y el director y el productor perciben otro cinco por ciento, es decir; otros cinco millones. Ya sólo quedan seis millones. Bueno, algo es algo, piénsas. Pero no vayas tan rápido. Después te cobran todos los gastos de distribución y cincuenta mil dólares por la entrega de las copias destinadas al mercado inglés, y otros cincuenta mil por las copias de Francia o Alemania. Finalmente te cobran el interés de los quince millones que pidieron prestados para hacer la película. Y aquí ya me pierdo, pero el caso es que los últimos seis millones desaparecen. Eso es lo que ocurre cuando no me tienes a mí como abogada. Yo redacto un contrato que te permite conseguir una parte de la mina de oro. No son unos beneficios brutos lo que percibe exactamente el escritor, pero es una buena aproximación a unos beneficios netos. ¿Lo entiendes ahora?

Vail soltó una carcajada.

—La verdad es que no mucho contestó. ¿Qué hay del dinero de los derechos de televisión y vídeo?

—De la televisión vas a ver muy poco —contestó Molly, y nadie sabe cuánto dinero ganan con los derechos de vídeo.

—¿Mi trato con Marrion se refiere a beneficios brutos? —preguntó Vail. ¿No pueden volver a estafarme?

—Tal como yo redactaré el contrato, —No, —contestó Molly. Todo se calculará sobre los beneficios brutos.

En tal caso ya no tendré motivo para quejarme —dijo tristemente Vail, ni excusa para no escribir.

—Eres un excéntrico irrecuperable —dijo Claudia.

—No, no —dijo Vail. Soy un simple desgraciado. Los excéntricos hacen cosas raras para que la gente no se dé cuenta de lo que hacen o lo que son. Se avergüenzan de sí mismos. Por eso la gente del mundillo cinematográfico es tan excéntrica.

Quién hubiera imaginado que el hecho de morir pudiera ser tan placentero, que uno pudiera sentirse tan en paz y no experimentar el menor temor, pero sobre todo que pudiera aclarar el único gran mito común a todos los mortales.

En las largas horas nocturnas de los enfermos, Elí Marrion aspiraba el oxígeno del tubo de la pared y reflexionaba sobre su vida. Priscilla, la enfermera particular que trabajaba en doble turno, estaba leyendo un libro a la luz de una pequeña lámpara al otro lado de la habitación. Marrion podía ver cómo levantaba rápidamenté los ojos y los volvía a bajar, como si lo vigilara después de cada una de las líneas que leía.

Marrion pensó en lo distinta que era aquella escena de lo que hubiera sido en una película. En una película hubiera habido mucha tensión porque él se encontraba cerca de la muerte, la enfermera hubiera estado con los médicos; no hubieran parado de entrar y salir; mucho ruido y mucho nerviosismo. En cambio estaba en una habitación muy tranquila, respirando a través del tubo de plástico mientras la enfermera leía.

Sabía que el último piso del hospital con aquellas suites tan enormes estaba reservado a personas muy importantes políticos poderosos, multimillonarios del sector inmobiliario, estrellas que eran los últimos mitos del mundo del espectáculo. Todos ellos eran unos reyes por derecho propio, pero ahora, en la noche, de aquel hospital, se habían convertido simplemente en vasallos de la muerte. Yacían impotentes y solos, consolados únicamente por la presencia de unos mercenarios, y privados de su poder. Con tubos por todo el cuerpo y pinzas en la nariz, esperando a que los bisturís de los cirujanos retiraran los escombros de sus débiles corazones o, como en su caso, a que le colocaran un corazón completamente revisado. Se preguntó si los demás estarían tan resignados como él.

Pero ¿por qué resignarse? ¿Por qué les había dicho a los médicos que no quería un trasplante y que prefería vivir tan sólo el breve espacio de tiempo que su frágíl corazón le quisiera conceder? Pensó que gracias a Dios; todavía estaba en condiciones de adoptar decisiones inteligentes sin dejarse condicionar por los sentimientos.

Ahora lo tenía todo tan claro como cuando cerraba el trato de una película y calculaba los costes, el porcentaje de los rendimientos, el valor de los derechos subsidiarios, las posibles trampas que podían prepararle los actores y los directores, y los excedentes de coste.

Número uno: Tenía ochenta años no demasiado vigorosos. En el mejor de los casos, un trasplante de corazón lo dejaría incapacitado durante un año. Estaba claro que ya no volvería a dirigir los Estudios LoddStone; como también lo estaba que buena parte del poder que ejercía en su mundo se desvanecería para siempre.

Número dos: La vida sin poder era intolerable al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un viejo como él aunque le trasplantaran un nuevo corazón? No podría hacer deporte, no podría ir detrás de las mujeres ni disfrutar de los placeres de la comida y la bebida. No, el poder era el único placer que le quedaba a un viejo; y eso no tenía nada de malo. El poder se podía utilizar para obrar el bien. ¿Acaso no le había hecho un favor a Ernest Vail en contra de todos los principios de la prudencia y de los perjuicios de toda su vida? ¿Acaso no les había dicho a los médicos que no quería privar a un niño o a un joven de la oportunidad de gozar de la vida con un nuevo corazón? ¿No era eso un uso del poder en favor de los demás?

Pero tenía a su espalda una larga vida de hipocresías, y ahora lo reconocía en su fuero interno. Había rechazado un nuevo corazón porque no era un buen negocio ni una solución definitiva. Le había concedido a Ernest Vail el porcentaje que éste pedía por puro sentimentalismo, porque deseaba ganarse el afecto de Claudia y respeto de Molly Flanders. ¿Tan malo era que quisiera dejar el recuerdo de una imagen de bondad?

Estaba satisfecho de la existencia que había llevado. Se había abierto camino duramente desde la pobreza a la riqueza y había dominado a sus congéneres. Había disfrutado del placer de la vida humana, había amado a muchas mujeres hermosas, había vivido en lujosas residencias y vestido las mejores sedas. Y había contribuido a crear arte. Había adquirido un enorme poder y ganaba una cuantiosa fortuna. Y había intentado hacer el bien a sus semejantes. Había aportado decenas de millones de dólares para la construcción de aquel hospital, pero por encima de todo, había disfrutado luchando contra sus semejantes. ¿Qué tenía eso de malo? ¿De qué otro modo se podía adquirir poder para obrar bien? Incluso en aquellos momentos se arrepentía de su último acto de clemencia en favor de Ernest Vail. No podías ceder el botín de tu lucha a un semejante, y menos aún bajo amenaza. Bobby ya se encargaría de arreglarlo, Bobby se encargaría de todo.

Bobby haría publicar los necesarios reportajes sobre su negativa a recibir un trasplante de corazón para que alguien más joven pudiera beneficiarse de él. Bobby recuperaría todos los porcentajes brutos que hubiera. Bobby se desharía de la productora de su hija que sólo generaba pérdidas para la LoddStone. Bobby pagaría las culpas de las acciones que él hubiera emprendido.

Oyó a lo lejos una campanita seguida del matraqueo de serpiente del aparato de fax que estaba transmitiendo los ingresos de taquilla calculados en Nueva York. El tartamudeo de la máquina parecía acompañar como un estribillo los débiles latidos de su corazón.

Y ahora, la verdad. Ya estaba harto de la vida en toda su plenitud. No era su cuerpo que lo había traicionado, sino su mente.

LA OTRA VERDAD

Los seres humanos lo habían visto en demasiadas traiciones, demasiados doblesces, demasiada ansia de dinero y de fama. Lo habían visto entre amantes, maridos, esposas, padres, hijos, madres e hijas y daba gracias a Dios porque las películas que él había hecho alentaban la esperanza de la gente, le daba gracias por sus nietos y porque no los vería crecer y desarrollar las debilidades de la condición humana.

El tartamudeo del aparato de fax se apagó, y Marrion percibió las palpitaciones de su vacilante corazón. La luz de las primeras horas de la mañana penetró en su habitación. Vio que la enfermera apagaba su lámpara de lectura y cerraba el libro. Le parecía tan triste morir con la sola compañía de aquella desconocida, habiendo tantas personas poderosas que lo querían. La enfermera le abrió los párpados y colocó el estetoscopio sobre su pecho. Las enormes puertas de su suite de hospital se abrieron como si fueran el grán pórtico de un antiguo templo, y él oyó el tintineo de los platos sobre las bandejas del desayuno...

De pronto la habitación se inundó de luz. Sintió que unos puños le golpeaban el pecho y se preguntó por qué lo estaban sometiendo a aquel suplicio. Una especie de nube estaba llenando de niebla su cerebro. A través de aquella niebla oyó unas voces que gritaban. Una frase de una película penetró en su cerebro, hambriento de oxígeno. ¿Así mueren los dioses?

Percibió las descargas eléctricas, los golpes con los puños, la incisión que le hicieron para aplicarle masaje al corazón con las manos.

Todo Hollywood lloraría su muerte, pero nadie la lloraría más que Priscilla, su enfermera del turno de noche. Había hecho turnos dobles porque tenía que mantener a dos niños pequeños, y Marrion lamentaba morir durante su turno. Priscilla se enorgullecía de ser una de las mejores enfermeras de California. Aborrecía la muerte, pero el libro que estaba leyendo le había gustado muchísimo y pensaba comentárselo a Marrion en la esperanza de que éste accediera a hacer la versión cinematográfica. No tenía intención de pasarse toda la vida trabajando como enfermera pues también era guionista a ratos. Ahora no quería perder la esperanza. El último piso del ospital, con sus grandes y lujosas suites, acogía a los hombres más grandes de Hollywood, y ella montaría siempre guardia por ellos contra la muerte.

Todo eso ocurrió en la mente de Marrion antes de morir, una mente saturada por los millares de películas que había visto.

En realidad la enfermera se acercó a su cama unos quince minutos después de su muerte pues él había dejado de existir con mucho sigilo. Durante unos treinta segundos no supo si dar la voz alarma para tratar de devolverlo a la vida. Tenía mucha experiencia con la muerte y era demasiado compasiva como para eso. ¿Por qué tratar de resucitarlo y devolverlo a todas las torturas de una vida que se empeñaba en recuperarlo? Se acercó a la ventana y contempló la salida del sol y las palomas; pavoneándose alegremente los alfeizares de piedra. Priscilla fue el poder definitivo que decidió el destino de Marrion... Y su juez más misericordioso.

El senador Wavven tenía una gran noticia que les costaría a los Clericuzio cinco millones de dólares; según decía el correo de Giorgio. Eso exigiría una montaña de papeleo. Cross tendría que sacar cinco millones de dólares de la caja del casino y hacer una larga relación para justificar su desaparición.

Cross había recibido también un mensaje de Claudia y Vail. Estaban en el hotel y ocupaban la misma suite. Querían verle cuanto antes. Era urgente.

Se había recibido una llamada de Lia Vazzi desde el pabellón de caza. Quería ver personalmente a Cross lo antes posible. No era necesario que dijera que el asunto era urgente pues cualquier comunicación suya era siempre urgente, de lo contrario él nunca llamaba. Ya estaba en camino.

Cross puso en marcha el papeleo para la transferencia de los cinco millones de dólares al senador Wavven. El dinero en efectivo abultaría demasiado como para que cupiera en una maleta o una gran bolsa de fin de semana. Llamó a la tienda de regalos del hotel, recordando haber visto en ella un baúl chino antiguo lo bastante grande como para contener el dinero. Era de color verde oscuro, estaba decorado con dragones rojos y falsas piedras verdes y tenía un sólido mecanismo de sierre.

Gronevelt le había enseñado el papeleo que se tenía que hacer para justificar el dinero sustraído al casino del hotel. Era una tarea muy larga y complicada que entrañaba transferencias a distintas cuentas, el pago a distintos proveedores de bebidas y productos alimenticios, los gastos de proyectos especiales de adiestramiento y campañas publicitarias, y la lista de toda una serie de jugadores inexistentes que debían dinero a la caja.

Cross se pasó una hora trabajando. El senador Wavven no llegaría hasta el día siguiente, que era sábado, y los cinco millones se tendrían que depositar en sus manos antes de su partida el lunes a primera hora de la mañana. Al final empezó a perder la concentración y tuvo que tomarse un descanso.

Llamó a la suite de Claudia y Vail, situada unos cuantos pisos más abajo. Claudia se puso al teléfono.

—Lo estoy pasando muy mal con Ernest —le dijo. Tenemos que hablar contigo.

—De acuerdo —dijo Cross. ¿Por qué no bajáis los dos a jugar un rato y yo os recojo en la zona de los dados dentro de una hora? Hizo una pausa. Después salimos a cenar fuera y me contáis vuestros problemas.

—No podemos jugar —dijo Claudia. Ernest ha rebasado el límite de su crédito y tú sólo me concederás un maldito crédito de diez mil dólares.

Cross lanzó un suspiro. Eso significaba que Ernest Vail le debía al casino cien mil dólares, que valdrían menos que un rollo de papel higiénico.

—Dadme una hora y después subid a mi suite. Cenaremos aquí.

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