El Último Don (55 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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David Redfellow también estaba satisfecho por lo que había conseguido con su própio esfuerzo, una completa transformación de su carácter. Había adquirido la nacionalidad italiana; se había casado con una italiana, tenía hijos italianos, la consabida amante italiana (y un doctorado honorífico de una universidad italiana que le había costado dos millones). Vestía trajes de Armani, se pasaba una hora diaria en la peluquería, tenía su círculo de amigos con quienes solía reunirse en un café (que él había comprado) y había entrado en la política como asesor del Gabinete y del primer ministro. No obstante, cada año hacía una peregrinación a Quogue para cumplir cualquier encargo que quisiera encomendarle su mentor Don Clericuzio. Así pues, aquella llamada especial lo había alarmado.

Cuando llegó a la mansión de Quogue le estaba esperando la cena, y Rose Marie se había superado a sí misma porque él siempre les comentaba extasiado las excelencias de los restaurantes de Roma. Todo el clan de los Clericuzio se había reunido en su honor: el Don, sus hijos Giorgio, Pete y Vincent, su nieto Dante, y Pippi y Cross de Lena.

Fue una bienvenida digna de un héroe. David Redfellow, el rey de la droga que jamás había terminado sus estudios, el matón del pendiente en la oreja, la hiena que recorría los senderos del sexo, se había transformado en un pilar de la sociedad. Todos estaban orgullosos de él. Más aún, Don Clericuzio se sentía en deuda con él pues Redfellow le había dado una gran lección de moralidad.

En sus primeros tiempos, Don Clericuzio había sido víctima de unos extraños escrúpulos. Creía que, en términos generales, los representantes de la ley no se podrían corromper en cuestiones relacionadas con las drogas.

En 1960, cuando empezó a traficar con la droga no sólo por los beneficios que ello le reportaba sino también para que él y sus amigos pudieran abastecerse de una forma continuada y barata, David Redfeilow era un joven universitario de veinte años. Lo suyo no era más que un simple trabajo de aficionado, sólo un poco de cocaína y marihuana. El negocio prosperó de tal manera en cosa de un año que él y sus compañeros de clase se compraron un pequeño aparato que transportaba la mercancía a través de las fronteras mejicana y sudamericanas. No tardaron en tropezar con la ley, como es lógico, y entonces fue cuando David demostró por primera vez su valía. Los seis socios que integraban el grupo ganaban enormes cantidades de dinero, y David Redfellow empezó a repartir unos sobornos tan impresionantes que muy pronto tuvo en su nómina a toda una serie de sheriffs, fiscales de distrito, jueces y centenares de agentes de policía a lo largo de toda la Costa Atlántica.

Siempre decía que todo era muy sencillo. Averiguabas cuál era el sueldo anual del funcionario y le ofrecías cinco veces más.

Después apareció en escena el cartel de los colombianos, cuyos miembros eran más salvajes que los indios más salvajes de las viejas películas del Oeste, y empezaron a cobrarse no sólo cabelleras sino también cabezas enteras. Cuatro socios de Redfellow resultaron muertos. Entonces Redfellow entró en contacto con la familia Clericuzio y pidió su protección a cambio de un cincuenta por ciento de sus beneficios.

Petie Clericuzio y todo un ejército de soldados del Enclave de Bronx se convirtieron en sus guardaespaldas, y el acuerdo se prolongó hasta que el Don le ordenó a Redfellow en 1965 que se exiliara a Italia. El negocio de la droga se había vuelto demasiado peligroso.

Ahora, todos reunidos durante la cena, felicitaron al Don por la prudente decisión que éste había tomado veinticinco años atrás. Dante y Cross oyeron el relato de la historia de Redfellow por primera vez. Redfellow era un buen narrador y ensalzó a Petie hasta el cielo.

—Menudo luchador —dijo. De no haber sido por él, yo jamás hubiera vivido para ir a Sicilia. Se volvió hacia Dante y Cross. Fue el día de vuestro bautizo. Recuerdo que ni siquiera parpadeásteis cuando por poco os ahogan con el agua bendita. Nunca pensé que acabaríamos haciendo negocios juntos como hombres adultos.

—Tú no harás negocios con ellos lo interrumpió secament el Don sino tan sólo conmigo y con Giorgio. Si necesitas ayuda puedes recurrir a Pippi de Lena. He decidido seguir adelante con el negocio del que te hablé. Giorgio te explicará por qué.

Giorgio le explicó a David los últimos acontecimientos ocurridos, le informó de la muerte de Elí Marrion y le dijo que Boby Bantz, el nuevo presidente de los estudios, había decidido no darle a Cross los porcentajes que le correspondían sobre la película la Mesalina y le había devuelto el dinero con los intereses.

A Redfellow le encantó la historia.

—Es un hombre muy listo. Sabe que no presentaréis una querella contra él y por eso se queda con vuestro dinero. Un buen negocio. Mientras se tomaba su café, Dante miró a Redfellow con asco. Rose Marie, sentada a su lado, apoyó una mano sobre su brazo.

—¿Y eso te parece gracioso? —le preguntó Dante a Redfellow.

Redfellow lo estudió un instante, con la cara muy seria.

—Sólo porque me consta que en este caso, el hecho de ser tan inteligente es un error.

El Don observó el intercambio de palabras con aparente regocijo. Raras veces se tomaba las cosas a broma. Cuando ello ocurría, sus hijos se daban cuenta y se alegraban.

—Vamos a ver, nieto —le dijo el Don a Dante, cómo resolverías tú este problema?

—Enviándolo al otro barrio —contestó Dante.

El Don lo miró con una sonrisa en los labios.

—¿Y tú, Croccifixio? Cóma resolverías la situación? —preguntó.

—Me limitaría a aceptarla —contestó Cross. Aprendería la lección. Me han ganado en astucia porque no pensé que tendrían cojones para hacerlo.

—¿Petie y Vincent? —preguntó el Don.

Ambos se negaron a contestar. Sabían el juego que su padre se llevaba entre manos.

—No puedes pasarlo por alto —le dijo el Don a Cross. Te ganarás la fama de tonto y todo el mundo te perderá el respeto.

Cross se estaba tomando en serio las palabras del Dón.

—En la casa de Elí Marrion cuelgan todavía los cuadros de su colección que valen entre veinte y treinta millones de dólares. Los podríamos robar y pedir un rescate.

—No —dijo el Don. Eso te dejaría al descubierto, revelaría tu poder y, por mucho cuidado que tuviéramos, podría conducir a una situación de peligro. Es demasiado complicado. ¿Qué harías tú, David?

David dio unas caladas a su puro con aire pensativo

—Comprar los estudios —contestó. Hacer un negocio civilizado. Adquirir los estudios LoddStone a través de nuestros bancos y nuestras empresas de comunicaciones.

Cross lo miró con incredulidad.

—Los estudios cinematográficos de la LoddStone son los más antiguos y los más ricos del mundo. Aunque pudieras reunir diez mil millones de dólares, no te los venderían. Es absolutamente imposible.

—David, mi viejo amigo —dijo Petie en tono de guasa, no puedes reunir diez mil millones de dólares Tú, el hombre a quien yo salvé la vida, el hombre que dijo que jamás me lo podría pagar.

Redfellow hizo un gesto de rechazo con la mano.

—Tú no sabes cómo se manéjan las grandes sumas de dinero. Es como la crema batida, la bates hasta conseguir una espuma de bonos, préstamos y acciones. El problema no es el dinero.

—El problema es quitar de en medio a Bantz, —dijo Cross. Él controla los estudios y, sean cuales sean sus errores hay que reconocer que es fiel a la voluntad de Marrion. Jamás accedería a vender los estudios.

—Iré allí a darle un beso —dijo Petie. El Don tomó una decisión.

—Cumple tu plan —le dijo a Redfellow. Pon manos a la obra, pero con mucho cuidado. Pippi y Cross estarán a las órdenes.

—Otra cosa —le dijo Giorgio a Redfellow. Bobby Bantz de acuerdo con las cláusulas del testamento de Elí Marrion será el jefe supremo de los estudios durante los próximos cinco años; pero el hijo y la hija de Marrion tienen más acciones de la empresa que Bantz. A Bantz no lo pueden despedir, pero si se venden los estudios, los nuevos propietarios le tendrán que pagar una indemnización. Ése es el problema que tendrás que resolver.

David Redfellow dio una calada al puro y lo miró sonriendo.

—Como en los viejos tiempos. Don Clericuzio, la única ayuda que yo necesito es la suya; Quizás algunos bancos de Italia no estén muy dispuestos a embarcarse en semejante empresa. Recuerde que tendremos que pagar una prima muy alta sobre el valor efectivo de los estudios.

—No te preocupes —dijo el Don. Tengo un montón de dinero en esos bancos.

Pippi de Lena lo había estado observando todo con recelo. Lo que más le preocupaba era el carácter abierto de la reunión. Según las normas, sólo el Don, Giorgio y David Redfeliow hubieran tenido que estar presentes. A él y a su hijo Cross les hubieran podido ordenar por separado que prestaran ayuda a Redfellow. ¿Por qué les habían revelado aquellos secretos? y sobre todo, ¿por qué habían incluido en el círculo a Dante, Petie y Vincent? Todo aquello no era propio del Don Clericuzio que él conocía, que siempre mantenía sus planes en el mayor de los secretos.

Vincent y Rose Marie estaban ayudando al Don a subir la escalera para irse a la cama. Se había negado en redondo a instalar una silla elevadora en la barandilla. En cuanto desaparecieron de su vista, Dante se volvió hacia Giorgio y le preguntó en tono enojado

—¿Y quién se quedará con los estudios cuando los hayamos comprado? ¿Cross?

David Redfellow lo interrumpió fríamente.

—Yo me quedaré con ellos. Tu abuelo tendrá un interés económico. Se redactará un documento.

Giorgio se mostró de acuerdo.

—Dante —dijo Cross entre risas, nosotros no podemos dirigir unos estudios cinematográficos. No somos lo bastante despiadados como para eso.

Pippi los estudió a todos. Tenía una habilidad especial para olfatear el peligro, por eso había conseguido sobrevivir durante tanto tiempo; pero aquello no acababa de entenderlo. Tal vez el Don se estuviera haciendo viejo.

Petie acompañó a Redfellow al aeropuerto Kennedy, donde lo esperaba su jet privado. Pippi y Cross habían utilizado un vuelo charter desde Las Vegas. Don Clericuzio tenía terminantemente prohibido que el Xanadú u otra cualquiera de sus empresas poseyera un jet.

Cross iba al volante del automovil de alquiler en el que él y su padre se estaban dirigiendo al aeropuerto. Durante el trayecto, Pippi le dijo a Cross:

—Quiero quedarme unos días en Nueva York. No devolveré el coche cuando lleguemos al aeropuerto. Cross se dio cuenta de que su padre estaba preocupado.

—Me parece que no lo he hecho muy bien —dijo.

—Lo has hecho perfectamente —dijo Pippi. Pero el Don tiene razón. No puedes permitir que nadie te joda dos veces.

Al llegar al Kennedy, Cross bajó del automovil y Pippi se desplazó al asiento del piloto. Cuando se estrecharon la mano a través de la ventanilla abierta, Pippi contempló el bello rostro de su hijo y se sintió invadido por una inmensa oleada de afecto. Procuró sonreír mientras le daba a Cross una cariñosa palmada en la mejílla.

—Cúidate mucho —le dijo.

—¿De qué? —preguntó Cross, mirando inquisitivamente a su padre con sus grandes ojos oscuros.

—De todo —contestó Pippi. Después añadió algo que le dejó muy sorprendido a Cross: Quizás hubiera tenido que permitir que te fueras con tu madre, pero fui un egoísta. Necesitaba tenerte a mi lado.

Mientras veía alejarse el vehículo, Cross comprendió por primera vez lo mucho que su padre se preocupaba por él y hasta qué extremo lo quería.

Para su gran consternación, Pippi había decidido casarse, no por amor sino por simple compañía. Cierto que tenía a Cross y a sus amigos del hotel Xanadú, a la familia Clericuzio y a toda la amplia red de parientes. Cierto también que tenía tres amantes y que comía con buen apetito, le encantaba jugar al golf, tenía un handicap de diez y le seguía encantando el baile, pero tal como hubiera dicho el Don, podía seguir bailando hasta que se muriera.

Por consiguiente, ahora que ya rondaba los sesenta años, estaba sano como un roble, era optimista por naturaleza y se hallaba semirretirado, experimentó el repentino deseo de disfrutar de la vida hogareña y de tener una nueva remesa de hijos. ¿Por qué no? La idea lo atraía cada vez más. Curiosamente; ansiaba volver a ser padre. Sería divertido criar a una hija; había querido mucho a Claudia cuando era pequeña, pero ahora ni siquiera se hablaba con ella. Era lista y honrada, y se había abierto camino en la vida como guionista cinematográfica de éxito. ¿Quién sabe, tal vez algún día hicieran las paces. En cierto modo Claudia era casi tan testaruda como él, así que la comprendía y la admiraba por su forma de defender aquello en lo que creía.

Cross había perdido la partida en su intento de introducirse en la industria cinematográfica, pero en cualquier caso su futuro estaba asegurado. Conservaba todavía el Xanadú, y el Don lo ayudaría a recuperarse del riesgo que había corrido con su nueva aventura empresarial. Era un buen chico pero era joven, y los jóvenes tenían que correr riesgos. En eso consistía la vida.

Tras dejar a Cross en el aeropuerto, Pippi regresó a Nueva York para pasar unos cuantos días con su amante de la Costa Este.

Era una agraciada morena, una secretaria de un bufete jurídico dotada de un agudo ingenio neoyorquino y de unas excepcionales cualidades de bailarina, pero tenía una lengua afilada como un cuchillo; le encantaba gastar dinero y sería una esposa muy cara. Para sus más de cuarenta y cinco años era demasiado independiente, una estupenda cualidad para una amante pero no para la clase de mujer con la que él deseaba casarse.

Pippi pasó un fin de semana muy agradable en su compañía, a pesar de que ella estuvo la mitad del domingo leyendo el Times. Comieron en los mejores restaurantes, fueron a bailar a las salas de fiestas y tuvieron unas apasionadas relaciones sexuales en su apartamento, pero Pippi necesitaba algo un poco más tranquilo.

A continuación voló a Chicago. Su amante de allí era el equivalente sexual de aquella bulliciosa ciudad. Bebía más de la cuenta, asistía a demasiadas fiestas y era tremendamente despreocupada y divertida, pero era demasiado perezosa y desordenada y a Pippi le gustaba una casa limpia. Y le parecía un poco mayor de cuarenta y tantos decía ella para fundar juntos una familia. Pero bueno, ¿es que realmente le apetecía andar por ahí con una jovenzuela? se preguntó. Sin embargo, al cabo de dos días de estancia en Chicago la borró de la lista como a la otra.

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