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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (12 page)

BOOK: El último merovingio
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—No.

—¡Vaya! Yo creía que todo el mundo había oído hablar de Dreamland. ¡Pero si hasta ha salido en «60 minutos»!

—Sí, bueno, verá… es que no veo mucho la televisión.

—Supongo que a estas alturas ya se habrán escrito libros sobre eso. Pues bien, Dreamland se encuentra en Nellis Range, en la base de las fuerzas aéreas, a doscientos kilómetros al noroeste de Las Vegas. En Emigrant Valley. Allí tiene unas cuarenta mil hectáreas de terreno…

—¿Quién?

—Pues el Tío Sam. Tres o cuatro hangares y media docena de pistas de aviación.

—¿Vivía usted allí?

—Nadie «vive» allí. En realidad, aquello sólo es una granja llena de antenas y serpientes de cascabel… y aviones raros, naturalmente. La mayoría de nosotros vivíamos en Las Vegas e íbamos y veníamos en avión.

—¿Hay puente aéreo?

—Había media docena de vuelos que salían del aeropuerto McCarran todos los días. Supongo que sigue habiéndolos. Se tarda una media hora. Los vuelos los lleva una compañía subsidiaria de Lockheed… no recuerdo su nombre… El caso es que utilizan aviones 767 pintados de negro con una linea roja a lo largo del fuselaje.

—¿Y cuántas personas iban hasta allí todos los días?

—Puede que mil. Ida y vuelta.

—Y todos pertenecían al 143.°…

—No, no, no. Nada de eso. Cuando yo trabajaba éramos unos diez… como máximo.

—¿Y los demás?

Brading se encogió de hombros en un gesto displicente.

—Hacían pruebas, entrenaban… y también había un escuadrón Agresor, varios MiG-23 y Sukhoi Su-22… procedían de Groom Lake. Supongo que ya habrán encontrado un sustituto para el Blackbird…

—¡No me diga!

—¡Oh, sí! Por lo que he oído, es un reactor de reconocimiento Tier III que es capaz de alcanzar Mach 6 con un perfil en el radar del tamaño de una mano.

—Caramba —dijo Dunphy.

—Hace usted muy bien en exclamarse. Era todo realmente impresionante y resultaba una buena tapadera para lo que hacíamos. Aunque, si quiere que le diga la verdad, los helicópteros de que disponíamos eran mucho más avanzados que los aviones.

Dunphy parpadeó; no estaba seguro de haber entendido correctamente. Tuvo ganas de pedirle a Brading que repitiera lo que había dicho, la parte referente a la tapadera, pero en lugar de eso le preguntó:

—¿Y qué clase de helicópteros eran?

A Brading se le iluminaron los ojos.

—¡Los MJ-12 Micro Pave Lows! Los mejores del mundo. Estamos hablando de aeronaves con turbinas gemelas, rotores inclinados y la aviónica de evasión y seguimiento del terreno más avanzada que existe. Totalmente camuflados, en la práctica resultaban invisibles; eran capaces de llevar a cabo misiones con poca luz o con total ausencia de la misma, y tenían un radio de acción de dos mil kilómetros. Me estremezco sólo de pensarlo. Se trataba de máquinas dotadas de los ordenadores más avanzados, y disponían de un gancho para carga externa capaz de soportar dos mil doscientos kilogramos de peso. Se podían pilotar a baja altura y muy despacio, o bien ladear los rotores y… ¡bam! Entraba el turbo y salían disparados. ¡Eran helicópteros absolutamente revolucionarios! Alcanzábamos una velocidad de crucero de más de trescientos nudos y… aquí viene lo mejor: ¡el único sonido que producíamos era colateral, el de los objetos que movíamos! El viento soplaba hacia arriba y a veces volaban las cosas a nuestro alrededor. —A Dunphy debió de notársele el escepticismo en la cara, porque Brading se animó a hablar aún más—: No le exagero, ¿sabe? Era así. Aquellos cacharros eran extremadamente silenciosos.

—¡Santo Dios!

—¡Aleluya!

Aquella respuesta cogió a Dunphy por sorpresa, pero siguió adelante con la entrevista.

—¿De manera que formó usted parte de la unidad Dreamland hasta…?

—Hasta el año setenta y nueve.

—Y luego se jubiló.

—No. No me jubilé hasta el 84 —explicó Brading—. Y para entonces daba la impresión de que Dreamland iba a tener un futuro incierto.

—¿A qué se refiere?

—Empezaron a circular rumores. No se podía tener a tanta gente yendo y viniendo en avión desde Las Vegas todo el día sin que alguien levantara la liebre.

—Así que los trasladaron a otra parte.

—Eso es.

—¿Adonde?

—Pues a Vaca Base. —Al ver que aquel nombre no le decía nada a Dunphy, Brading decidió mostrarse un poco más explícito—: Se trata de un cañón que se encuentra en medio de las montañas Sawtooth, en el camino hacia Idaho. La única manera de entrar y salir de allí es en helicóptero. Era un lugar realmente tranquilo.

—Lo creo.

Brading le echó una mirada.

—Bueno, pensaba que a usted lo que le interesaba era mi enfermedad.

—Y así es —aseguró Dunphy—. Hábleme de ella.

—No sé qué quiere que le cuente. Empieza a remitir, pero… en realidad no tiene cura. Padezco la enfermedad de Creutzfeld-Jakob… ¿ha oído hablar de ella?

—Sí —respondió—. La enfermedad de las vacas locas. —Brading pareció sorprendido al oír aquello, y Dunphy le explicó por qué la conocía por ese nombre—. Es que he vivido en Inglaterra.

—Ah, bueno, claro… allí es bastante grave; imagino que todo el mundo ha oído hablar de ella… pero aquí no, aquí es más raro.

—¿Cómo fue que usted…?

—¿Que cómo la contraje? —Brading levantó las manos—. Pues en el censo. ¿Cómo, si no?

—¿En el censo…? —repitió Dunphy.

—En el censo bovino. ¿De qué cree que estamos hablando? ¿Qué cree que hacía yo? —Dunphy puso cara de desconcierto, pero Brading no soltaba prenda—. ¿Tiene usted acceso a Andrómeda y nunca ha oído hablar del censo bovino?

Dunphy hizo todo lo posible por permanecer impasible, pero en el fondo estaba histérico por haber metido la pata de aquel modo. Decidió no decir nada durante unos instantes y luego se inclinó hacia adelante.

—Es que las mansiones tienen muchas habitaciones, señor Brading —declaró finalmente. Lo dijo como en un susurro, por lo que la frase sonó a advertencia.

Dunphy casi podía oír los engranajes del cerebro de Brading, podía leerle el pensamiento: «¿Qué significa eso? Que las mansiones tienen… ¿qué?» Finalmente el anciano soltó un gruñido.

—Bueno, el caso es que… quizá eso ya lo sepa usted, que despegábamos de noche y… bueno, perseguíamos a las vacas. En los ranchos.

—Perseguían a las vacas… Ya.

—Las matábamos. No muchas en el mismo rancho, no muchas en una sola noche. Sólo algunas.

Dunphy estaba atónito. No sabía qué preguntar.

—Sólo algunas —repitió—. ¿Y, en total, de cuántas reses estaríamos hablando, más o menos?

—Bien, veamos. Empezamos en el año 72… calculo que sacrificamos un par de miles en total. Los periódicos publicaron que fue cuatro o cinco veces esa cantidad, pero… bueno, lo que ocurrió fue que al cabo de algún tiempo empezaron a salimos imitadores. Una vez que algo así se pone en marcha, parece que cobra vida propia. Aunque en realidad era más o menos eso lo que se pretendía; es decir, tal como yo lo entendía, ésa era precisamente la idea: darle vida propia.

—Un par de miles de vacas —repitió Dunphy.

—Y algunos caballos.

Dunphy asintió. También caballos.

—De hecho, uno de los primeros animales que matamos fue una yegua —explicó Brading—. Pertenecía al Rancho King. Le arrancamos la carne del cuello, y eso armó un gran revuelo en los periódicos. La yegua Snippy. Es probable que viera usted la noticia en la prensa. Salió en primera página en todas partes. Pobre animal.

Dunphy movió conmiserativamente la cabeza y pensó: «Esto es lo que llaman disonancia cognitiva. A esto se refieren cuando hablan de cerrar la boca.»

—Todavía se la puede ver —señaló Brading.

—¿A quién?

—¡A Snippy i Su esqueleto se guarda en el museo, museo Luther Bean, en Alamosa.

Dunphy parpadeó.

—Pero…

—Naturalmente, primero los sedábamos.

Dunphy sacudió la cabeza.

—Pero… ¿porqué?

—¿Que por qué? ¡Pues porque era doloroso!

—No me refería a eso…

—Ah, ¿quiere decir por qué las matábamos? Pues por los órganos. Supuestamente era por los órganos.

—¿Qué órganos?

Brading soltó una risita nerviosa.

—Principalmente, los genitales. Y la lengua. Y también el recto. Teníamos uno de los primeros rayos láser portátiles… Bueno, lo de portátil es un decir: aquel cacharro era más o menos del tamaño de una nevera. Pero, se lo digo yo, aquello era capaz de extraerle el recto a una vaca en menos de treinta segundos. Hacía un círculo perfecto. Bueno, admito que la hemoglobina parecía cocerse en el reborde de la herida, pero por lo demás era un círculo perfecto. Totalmente redondo.

De repente Dunphy sintió las manos húmedas y tuvo la impresión de que el aire de la habitación era más denso que antes. Pensaba en el cadáver de Leo Schidlof y no sabía qué decir. Pero eso no importaba ahora: Brading estaba inspirado y seguía soltando información a raudales.

—Básicamente, la idea era el efecto que aquello causaba. Un granjero se adentra en los sembrados y ve nada menos que a

Bossy, su vieja vaca, tendida en el suelo con el pellejo vuelto del revés y doblado junto a la espina dorsal. Ni costillas, ni tejidos, ni órganos internos: sólo el pellejo y el esqueleto allí tendidos, en la nieve, como un montón de ropa para lavar. Ni rastro de sangre por ninguna parte; ni tan siquiera la huella de una pisada. —Brading sonrió al recordar—. Ahora bien, una cosa sí puedo decirle: era una visión realmente impactante para alguien que veía aquello por primera vez.

—¿Y cómo…?

Dunphy dejó la frase a medias.

—¿Que cómo lo hacíamos sin dejar pisadas? Pues dependía de la época del año. Si hacía frío y había nieve en el suelo, aterrizábamos y hacíamos lo que teníamos que hacer allí mismo.

Y cuando acabábamos volvíamos a elevarnos en el aire y fabricábamos nieve artificial… exactamente igual que la de las pistas de esquí. Teníamos un depósito muy grande de agua, mangueras a presión y todo lo demás. De ese modo, las huellas desaparecían.

Y si el tiempo era seco, izábamos a la vaca con el gancho, hacíamos nuestro trabajo y después la dejábamos caer a un kilómetro del lugar de donde la habíamos cogido. Así tampoco quedaban huellas.

—¿Y qué… qué se supone que tenían que creer los granjeros al ver aquello? —Dunphy hizo la pregunta despacio.

Brading se encogió de hombros.

—Ah, pues no sé. Diferentes cosas. Circularon rumores sobre cultos satánicos… sobre extraterrestres… ovnis y cosas por el estilo. En principio creían cualquier cosa que Optical Magick quisiera que creyeran.

—¿Optical Magick?

—¡Vaya si iban adelantados! Esos muchachos eran como una versión a escala reducida de los Skunk Works, los servicios de ingeniería de la Lockheed Martin. Sólo que no se trataba de aviones, sino de efectos especiales. ¡Buff! ¡Yiiii!

—¿Cómo dice…?

—¡No bromeo! Tenían tecnología… luces especiales… proyectores.. . hologramas… No se notaba la diferencia entre lo que ellos hacían y la magia. ¡De hecho, yo creo que en parte era magia!

—No me diga.

—¡Sí! Esos muchachos lo hacían creer a uno en la magia.

—¿Sí? ¿Cómo? Póngame un ejemplo.

—Paciparaná —contestó Brading al instante.

—¿Qué es un paci…?

—¡Paciparaná! Es una aldea miserable situada al oeste de Rondónia. Bueno, mejor dicho, lo era.

—¿Y dónde está Rondónia?

—En Brasil —le aclaró Brading—. Por allí se encuentra una seta en la que estaban interesados los servicios técnicos; una especie de hongo alucinógeno. El caso es que no crece en ninguna otra parte, y la Agencia lo quería a toda costa. Los habitantes del lugar les dijeron que no; se trataba de una tribu india. Decían que era tierra sagrada, esa clase de historias…

—¿Y qué pasó?

—Pues que les enviamos a un predicador que les aseguró que Jesús le había comunicado que tenían que marcharse a vivir a otra parte.

—¿Y se fueron?

—Por supuesto que no; no eran cristianos, no eran más que unos salvajes.

—¿Y qué ocurrió?

—Optical Magick se instaló en las inmediaciones del poblado, y al cabo de pocos días a los indios de Paciparaná se les apareció una BVM de quince metros de altura…

—¿Una BVM?

—Una Bendita Virgen María. Se trataba de un holograma, claro está. Como le he dicho, medía quince metros de altura y apareció flotando en el aire por encima de la aldea, así porque sí, durante tres noches seguidas. ¡Con la luna sobre un hombro! ¡Una hermosa visión…! Irradiaba una luz azul y…

—Y finalmente los indios se marcharon.

—Se fueron caminando de rodillas. Seguro que todavía no han parado.

—Optical Magick —murmuró Dunphy.

—Eso es. Ellos también hicieron lo de Medjugorje, lo de Roswell, lo de Tremonton… y también lo de Gulf Breeze. Demonios, lo más grande fue obra suya. —Dunphy sacudió la cabeza de un lado a otro como para despejarse—. Sí, lo sé: es una verdadera locura. No es que sean perfectos; nadie es perfecto. —Brading ti­tubeó un momento—. ¿Quiere ver una cosa?

—Claro —respondió Dunphy, encogiédose de hombros, aturdido.

Brading rió entre dientes.

—Ahora mismo vuelvo.

Y salió de la habitación en la silla de ruedas, evidentemente exaltado. Poco después volvió a entrar con una cinta de vídeo sobre las piernas. Se acercó al televisor, metió la película en el reproductor y pulsó un par de botones.

—Mire eso.

Unas líneas parpadearon en la pantalla, se oyó un chasquido y empezó una cuenta atrás del diez al uno. De pronto la carta de ajuste dio paso a una imagen granulada en blanco y negro que mostraba a un hombre en traje espacial. O tal vez… no, no era un traje espacial. Se trataba de un cirujano, o algo parecido, que llevaba puesto un traje aislante y se inclinaba sobre una mesa de operaciones.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dunphy.

Brading negó con la cabeza.

—Usted mire —le recomendó.

Dunphy se percató de que la película era antigua, probablemente una grabación en ocho milímetros copiada a vídeo. Era evidente que había sido rodada con una cámara de mano, puesto que la imagen temblaba y se desenfocaba de vez en cuando, mientras el que la manejaba se movía por la habitación buscando primeros planos y ángulos mejores. Cuando por fin la imagen se detuvo, Dunphy ahogó un grito y exclamó:.

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