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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (51 page)

BOOK: El último merovingio
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En los días siguientes Gomelez se fue debilitando progresivamente, y al hacerlo el tiempo cambió. Un frío húmedo e impropio de la estación se instaló en la costa. El cielo se encapotó, y empezó a llover.

Dunphy agradeció el cambio. Los cielos cubiertos neutralizarían la vigilancia vía satélite, y eso les permitiría viajar más de prisa siguiendo la costa hacia el sur. A pesar de las previsiones meteorológicas, convinieron en que se harían a la mar en cuanto cayera la noche. Y así lo hicieron, navegando sin perder de vista las montañas costeras.

El Stencil avanzaba a mayor velocidad que nunca, escorándose a babor mientras el viento del oeste hinchaba las velas. Dunphy estaba al timón y mantenía el rumbo en dirección a Dubrovnik, mientras Gomelez dormía en el camarote. Clem andaba de un lado a otro por la cubierta con la confianza propia de las personas que han crecido a bordo de una embarcación; estaba ajustando las jarcias.

El mar estaba revuelto, pero no tanto como para considerarlo peligroso. Mayor preocupación suponía la falta de visibilidad a causa de la oscuridad y la lluvia. Aunque no encontraran escollos en la derrota del barco, eran conscientes de que el suyo no era el único buque que navegaba por el mar, y de que un abordaje podría resultar desastroso. Así que escrutaban con atención la cambiante oscuridad, manteniendo los ojos bien abiertos y parpadeando con furia para que la lluvia no les quitara visibilidad. Cada vez eran más frecuentes los relámpagos, cuyo destello quedaba grabado en la retina mucho después de que la luz hubiera desaparecido. La costa de Dalmacia parecía tambalearse ante ellos a causa del oleaje, hasta que de improviso Dunphy oyó gritar a Clem y vio que la muchacha señalaba hacia adelante.

Dunphy parpadeó con fuerza para deshacerse de las gotas de lluvia, pero no consiguió ver nada… hasta que de nuevo un relámpago rasgó el cielo con un estallido. Fue entonces cuando la vio: una borrasca negra como la boca de un lobo se aproximaba hacia ellos. Trató de mantener la proa del barco en dirección al viento, pero de pronto se levantó una gigantesca ola más propia de las costas de California que del Adriático. Al verla aproximarse, cada vez más alta y recortada contra la oscuridad de la noche Dunphy le gritó a Clem que se agarrara donde pudiera… pero ya era demasiado tarde. El mar levantó la embarcación y la arrastró fuera del seno de la ola, y durante unos instantes que se hicieron eternos, el Stencil permaneció en el aire sobre ella, con la proa apuntando al cielo. Luego la ola continuó avanzando, se separó de ellos y la pequeña embarcación cayó al mar y volcó.

Todo pareció ocurrir en un segundo. Momentos antes, Dunphy se esforzaba por ver la borrasca que se avecinaba, justo después el barco subió hacia el cielo… y a continuación cayó de nuevo. El agua estaba tan fría que le arrancó el aire de los pulmones. Luego se encontró debajo de la superficie, ahogándose en medio de la oscuridad, con las piernas enredadas en la jarcia. Agitó los brazos a un lado y a otro, tanto para buscar a Clem como para liberarse, pero no sabía dónde se encontraba, no había arriba ni abajo… No había salida. Se estaba ahogando. Iba a morir.

Y entonces, tan de repente como había volcado, el Stencil se enderezó. Gomelez salió tambaleándose del camarote, tosiendo, con el pecho al aire. Acudió donde se encontraba Dunphy, arrastró al joven a bordo y lo ayudó a librarse de la jarcia, que estaba hecha pedazos.

—¿Dónde está Clementine? —gritó Gomelez.

Dunphy se puso en pie apresuradamente y miró como loco en todas direcciones. El aire y el mar les habían declarado la guerra y el mástil de la embarcación se había hecho astillas, por lo que la vela mayor colgaba por la borda. Dunphy recorrió el barco desesperado de un extremo a otro y escudriñó el agua en busca de la chica, pero no vio nada ni a nadie. Sólo la noche, el aire enfurecido y el Adriático sin límites. Clementine había desaparecido.

Y justo entonces la vio, a unos treinta metros de distancia, boca abajo en el agua, subiendo y bajando al ritmo de las olas.

Dunphy no lo pensó dos veces; ni siquiera se quitó los zapatos.

Se arrojó al agua y empezó a mover furiosamente los brazos y los pies en medio del oleaje, como si las olas fuesen soldados enemigos que se interpusieran entre él y la mujer que amaba.

El Stencil se había detenido; las drizas golpeaban la cubierta a causa del viento, pero la embarcación no se movía. El mar estaba tan embravecido que Dunphy tardó cinco minutos en llegar hasta Clementine y llevarla de vuelta al barco.

La muchacha ya no respiraba. Gomelez tiró de ella para subirla a bordo y Dunphy trepó como pudo a cubierta. De un vistazo se percató de que Clem se había dado un fuerte golpe en la cabeza y sangraba profusamente.

Se dejó caer junto a ella, le limpió la sangre con la mano e intentó recordar qué había que hacer para reanimar a los ahogados. La tumbó boca arriba, le levantó la barbilla y le presionó la frente con la mano. Luego le tapó los orificios nasales con los dedos, puso la boca sobre la suya y sopló dos veces lentamente. Notó que el pecho de Clementine se hinchaba y luego se deshinchaba de nuevo, pero la muchacha no reaccionó. Dunphy tuvo la impresión de que su corazón había dejado de latir.

Volvió a intentarlo una y otra vez, alternando la respiración boca a boca con la reanimación cardiopulmonar; le oprimía el pecho con las palmas de las manos y apretaba rítmicamente, tratando con desesperación de que su corazón volviese a latir. No obstante, después de veinte minutos, Dunphy, exhausto, se apartó de la muchacha.

Clementine se había ido, y con ella el punto de apoyo del mundo de Dunphy.

—Déjeme probar a mí —le pidió Gomelez.

El anciano se arrodilló e inclinó el rostro hasta juntarlo con el de la muchacha, exhaló y luego inhaló… y repitió la operación una y otra vez mientras su pelo cubría por completo las mejillas de la joven.

Dunphy, presa de la desesperación, se había sentado en el techo del camarote, que había quedado hecho astillas; de repente oyó toser a Clementine, que al poco tosió otra vez. Y a continuación oyó la voz de la muchacha que, asombrada, preguntaba:

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

A la mañana siguiente, Gomelez había fallecido. El frágil cuerpo del anciano yacía en la litera con los ojos cerrados, como si estuviese dormido. Pero ya no le quedaba aliento. Mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, Clementine cubrió con la sábana el rostro del viejo merovingio.

Sabían que ese momento llegaría tarde o temprano, y estaban preparados para afrontarlo.

Permanecieron varias horas en mar abierto, a cien metros de la costa, mostrando la posición del Stencil durante el tiempo en que se suponía que la vigilancia del satélite era más intensa. Después penetraron en una cueva cercana, y mientras Clementine desembarcaba para recoger ramas de pino de la orilla, Dunphy depositó a Gomelez en cubierta, dispuesto a cumplir la promesa que le había hecho.

Con un martillo y un destornillador, los únicos instrumentos que tenía a mano, practicó una tosca trepanación en el cráneo del anciano, liberándole así el alma en un rito merovingio tan ancestral como el propio linaje.

—Al fin libre —murmuró Dunphy en voz baja.

Cuando Clem regresó, rodearon el cuerpo del anciano con ramas de pino y lo rociaron con gasolina. Después fabricaron una mecha lenta utilizando para ello cera de vela y cuerda, y le prendieron fuego.

—Ya nos habrán visto —comentó Dunphy—. Toda la costa se encuentra vigilada, así que deben de estar en camino. Cuando encuentren el barco comprenderán lo que ha pasado y sabrán que todo ha terminado.

Dunphy izó el foque de la embarcación y la sujetó con un cabo. Luego dispuso el piloto automático con rumbo a Jerusalén, y Clem y él se metieron en el agua. Nadaron juntos hacia la orilla mientras el humo empezaba a elevarse de la pira funeraria flotante que habían dejado atrás. Al cabo de un par de minutos, ambos se encontraban de pie en la playa contemplando el barco mientras el fuego prendía en la jarcia y la vela mayor comenzaba a arder envuelta en llamas. Aun así, la embarcación seguía navegando mar adentro. De repente una sombra cruzó la playa. Al mirar hacia arriba, Dunphy y Clem vieron un helicóptero negro sin distintivos que se dirigía a toda velocidad hacia el velero en llamas.

—Se acabó —comentó Dunphy.

Y cogiendo a la muchacha de la mano, echó a andar por la playa hacia una aldea de pescadores.

Clementine negó con la cabeza.

—Yo no creo que haya acabado. —Dunphy la miró—. Me parece que no ha hecho más que empezar.

Dunphy no entendió lo que Clementine había querido decirle, pero durante un momento, cuando sus miradas se encontraron, habría jurado ver algo en los ojos de la muchacha que antes no estaba allí. Debía de ser un reflejo del barco en llamas, o quizá un pequeño coágulo de sangre causado por el golpe que había recibido la noche anterior. Sin embargo, fuera lo que fuese, aquella mancha tenía forma, y en cuanto Dunphy la examinó con más detenimiento se percató de que se trataba de otra cosa. Algo que antes no estaba allí. Algo que tenía que ver con Gomelez.

Notas

[1]
Empresa especializada en la recuperación de vehículos robados.

[2]
En español en el original.

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