El último teorema (54 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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2. Tampoco hay ninguna demostración de cinco páginas del último teorema de Fermat como la que firma Ranjit Subramanian en esta novela, y uno de nosotros considera posible que jamás pueda darse con ninguna, pues cabe pensar que tal vez sea un problema irresoluble en lo formal.

3. Por último, la terminal terrestre del ascensor espacial nunca habría podido ubicarse en Sri Lanka, puesto que no se encuentra en el ecuador. Uno de nosotros resolvió el problema en una obra anterior trasladando la isla hacia el sur. Aquí, por no repetir, hemos optado por un recurso algo diferente: dado que, a la postre, no es más que una línea imaginaria, hemos trasladado el ecuador unos cuantos centenares de kilómetros más al norte.

Quisiéramos, finalmente, expresar nuestro agradecimiento por la ayuda que nos han brindado diversas personas, como la aclaración ofrecida por el doctor Wilkinson, integrante del Math Forum de la Universidad de Drexel, de lo que ha logrado en realidad Andrew Wiles con su demostración, expuesta en un artículo de ciento cincuenta páginas, o como la generosa asistencia que nos otorgaron nuestro amigo Robert Silverberg y, por mediación suya, el orador principal de la Universidad de Oxford.

TERCER EPÍLOGO

El último teorema de Fermat

A
nuestro parecer, resulta quizá de utilidad ofrecer más detalles de la tesis de Fermat, aunque no hemos dado con lugar alguno del relato en el que poder exponerlos sin dañar, de forma punto menos que irremediable, el ritmo narrativo. Por consiguiente, hemos decidido incluirlo aquí, al final de la obra. Y lo cierto es que, si forma parte el lector de la nutrida fracción de la humanidad que no lo sabe todo ya, pensamos que tal vez considere que valía la pena esperar.

La historia del problema más célebre de las matemáticas comenzó con una rápida anotación debida a un abogado francés nacido cerca de Toulouse en el siglo XVII. La ciencia del derecho no ocupaba todo el tiempo de este personaje, que respondía al nombre de Pierre de Fermat y que coqueteaba con las matemáticas en calidad de aficionado; aunque, para ser justos, hay que decir que cumple incluirlo entre los más egregios matemáticos de todos los tiempos.

Aquel famosísimo problema se conoce como
el último teorema de Fermat
, y tiene entre sus mayores atractivos el hecho de no ser, en absoluto, difícil de entender. El caso es que, para la mayoría de cuantos conocen por vez primera su planteamiento, resulta arduo creer que la demostración de algo tan elemental que puede probarse con sólo contar con los dedos haya traído de cabeza a todos los matemáticos del mundo desde hace más de trescientos años. En realidad, sus orígenes se remontan a una fecha muy anterior, pues fue el mismísimo Pitágoras quien lo definió, en torno al siglo V a. C, con la exposición del único teorema matemático que se ha trocado en tópico: «El cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de sus catetos».

Los que no poseemos más conocimientos matemáticos que un estudiante que ha completado la educación secundaria podemos imaginar un triángulo tal y representar el teorema de Pitágoras como:

a
2
+ b
2
= c
2

No bien había hecho su afirmación el de Samos, comenzaron otros matemáticos a estudiar asuntos relacionados con ella (pues a tal cosa se dedican quienes cultivan esta disciplina). Se descubrió así que eran muchos los triángulos rectángulos que tenían por lados números enteros. Una figura así cuyos catetos constasen de cinco y doce unidades, verbigracia, tendría una hipotenusa de trece unidades. Y por supuesto, 5
2
+ 12
2
equivale, en efecto, a 13
2
. Hubo quien consideró otras posibilidades, preguntándose, por ejemplo, si existiría un triángulo constituido por números enteros que guardase una relación similar respecto de los cubos de sus lados; es decir: si cabía la posibilidad de que
a
3
+ b
3
fuera igual a c
3
en tal caso. ¿Y si se elevaban los valores de los lados a la cuarta potencia, o a cualquier otro exponente distinto de dos?

En los días que precedieron a la invención de las calculadoras mecánicas, no ya a la de las electrónicas, los estudiosos dedicaron vidas enteras a derrochar hectáreas de papel con los cómputos necesarios para tratar de dar con respuestas adecuadas a semejantes preguntas. Eso fue lo que ocurrió con este problema, sin que nadie hallase la solución. Aquella graciosa ecuacioncilla funcionaba con cuadrados, pero no con otros exponentes.

Entonces, todo el mundo dejó de buscar, porque Fermat los frenó con una sola frase garrapateada en la que aseguraba que la encantadora igualdad que era posible establecer con cuadrados no resultaba realizable con otras potencias. Sin lugar a dudas. Los más de los matemáticos habrían optado por dar a conocer semejante declaración en una publicación periódica especializada. Fermat, en cambio, era, en determinados aspectos, un bicho raro, y se limitó a consignar, en una anotación marginal de su ejemplar del libro de matemáticas de la Grecia antigua titulado
Aritmética
, la siguiente aseveración: «He descubierto una prueba de veras notable que tan angosto margen me impide detallar aquí».

* * *

Lo que dotó de importancia a esta frase escrita a vuelapluma fue la palabra mágica que contenía:
prueba
, medicina por demás poderosa de los matemáticos. La necesidad de obtener una prueba, o lo que es igual, una demostración lógica de que determinada afirmación debe ser cierta, siempre y de manera necesaria, es lo que los distingue de la mayoría de los científicos. Los físicos, por ejemplo, lo tienen más fácil. Si uno de ellos lanza un puñado de protones a alta velocidad contra una diana de aluminio diez o cien veces y hace siempre con ello que salga disparada la misma mezcla de partículas diferentes, se puede permitir dar por sentado que cualquier otro colega suyo que efectúe el mismo experimento en otro laboratorio obtendrá la misma selección de partículas.

La labor del matemático no es tan sencilla: sus teoremas no son estadísticos; deben ser categóricos. A ninguno de ellos se le permite que asevere la «verdad» de una proposición matemática hasta que ha construido, sirviéndose de una lógica impecable e incuestionable, una prueba que demuestre que siempre será así, tal vez mostrando que, de no serlo, llevaría a una contradicción obvia y absurda.

Ahí comenzó la verdadera búsqueda; lo que trataron de alcanzar los matemáticos fue la demostración que Fermat había asegurado poseer. De entre los más egregios, fueron muchos (Euler, Goldbach, Dirichlet, Sophie Germain…) los que se afanaron por dar con tan esquiva prueba, y también los hubo a centenares entre otros menos conocidos. De cuando en cuando, uno de ellos, fatigado, se ponía en pie de un salto para gritar emocionado que había dado con la solución. Así fueron acumulándose cientos de supuestas demostraciones, que se convirtieron en millares durante un período de sólo cuatro años a principios del siglo XX.

Cada uno de ellos, sin embargo, hubo de volver a agachar la cabeza ante las burlas de otros matemáticos que encontraron en sus obras errores fundamentales en los datos o los mecanismos lógicos empleados. El mundo de las matemáticas comenzó entonces a dar por sentado, de forma irremediable, que el gran Fermat debía de haber hablado con demasiada ligereza, y que, en realidad, nadie iba a dar jamás con la prueba de lo verdadero de su anotación. Aun así, no estaban del todo en lo cierto.

* * *

Tocaba a su fin el siglo XX cuando se demostró, al fin, aquel teorema. Ocurrió entre 1993 y 1995, cuando un matemático británico por nombre Andrew Wiles publicó, mientras trabajaba en la Universidad de Princeton, en Estados Unidos, una prueba definitiva, completa y exenta de errores de la conjetura que había apuntado Fermat sesenta lustros antes. El problema había quedado resuelto.

Aun así, pocos se sentían del todo satisfechos. En primer lugar, la demostración de Wiles pecaba de ser extensa en extremo (ocupaba ciento cincuenta planas repletas de información), y lo que es aún peor: había partes para cuya comprensión se hacía necesaria toda una vida dedicada al estudio de las matemáticas, elemento sin el cual, además, resultaba imposible confirmar que estaba libre de errores si no era con un programa informático. Por si todo esto no bastase, la demostración de Wiles no podía ser la que decía haber encontrado Fermat, dado que se fundaba en pruebas y procedimientos desconocidos para éste y para cualquiera de cuantos vivieron en torno a su tiempo. Por todo esto, fueron muchísimos los matemáticos de relieve que se negaron a aceptarla.

Entre ellos, como acabamos de ver, se incluía uno soberbio de veras, aunque, eso sí, ficticio. Nos referimos a uno cuya existencia transcurrió muy lejos de la de Fermat, tanto en el tiempo como en el espacio; uno que respondía al nombre de Ranjit Subramanian y cuya vida se expone en el presente libro.

CUARTO EPÍLOGO

Acerca de los autores

T
anto sir Arthur C. Clarke como Frederik Pohl han obtenido un buen número de galardones por su obra. Ambos han sido proclamados Maestros Egregios de la Ciencia Ficción por la
Science Fiction Writers of America (SFWA)
, la organización oficial de autores de ficción científica, y aunque a lo largo de su vida han colaborado con otros escritores, nunca habían escrito una novela juntos.

Notas

[1]
Quien desee leer una exposición más completa del último teorema de Fermat, puede consultarla al final del presente volumen, en el Tercer epílogo

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