El último teorema (23 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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—¿Molesto, Ranjit? —preguntó enseguida—. La tía Bea me ha dicho que podía entrar a verte siempre que te dejara descansar.

Lo cierto es que lo acababa de sacar de su reposo; pero no consideró oportuno reconocerlo. Por el contrario, hizo cuanto pudo por buscar algún tema de conversación.

—¿A qué te dedicas ahora? —quiso saber—. ¿Estás todavía en la universidad?

No; de hecho, no había vuelto a pisarla desde los tiempos en que habían estado juntos en clase de sociología. En realidad, acababa de volver de un curso posdoctoral (¡posdoctoral!; no tenía la menor idea de que se hubiera alzado tan arriba en el escalafón académico) en el MIT, en Estados Unidos.

—¿Qué estás estudiando? —preguntó él, como era de esperar.

—Mmm… inteligencia artificial, digamos.

Ranjit optó por hacer caso omiso de aquel críptico «digamos».

—¿Y cómo va todo en el mundo de la inteligencia artificial?

—Si te refieres —respondió ella, sonriendo al fin— a si nos estamos acercando a la posibilidad de hacer que un ordenador mantenga con nosotros una charla medio razonable, fatal; pero si nos remontamos a los proyectos que trataron de llevar adelante los precursores de la disciplina, hay que reconocer que no nos va tan mal. ¿Has oído hablar de un hombre llamado Marvin Minsky?

Él rebuscó en su memoria sin hallar nada.

—Creo que no.

—Una lástima. Era una de las mayores lumbreras que hayan tratado de definir el pensamiento, así como de hallar la forma de conseguir que un ordenador llegue a hacer algo que pueda reconocerse como tal. Gustaba de contar una historia que yo suelo recordar para animarme.

Aquí se detuvo, como dudando de que a su interlocutor pudiera interesarle, y Ranjit, que se habría deleitado oyéndola anunciar retrasos ferroviarios o cotizaciones de cierre de la bolsa de valores, emitió los sonidos necesarios para indicarle que podía continuar.

—El caso es que, en los albores de los estudios relativos a esta materia, él y los demás pioneros tenían el reconocimiento de formas por uno de los distintivos más relevantes de la inteligencia artificial, hasta que quedó resuelto de un modo más bien trivial cuando las cajas de todos los supermercados del mundo comenzaron a leer los precios de cada uno de los artículos que vendían gracias a los códigos de barras. ¿Y qué ocurrió? Pues, sencillamente, que hubo que redefinir la inteligencia artificial, dejando el reconocimiento de formas fuera de la receta, dado que se había logrado sin llegar a conseguir que un ordenador pudiese hacer un chiste o inferir por el aspecto de una persona si tiene resaca.

—¿Y habéis dado ya con el modo de hacerlo bromear?

—Ojalá —respondió ella incorporándose con aire malhumorado, y tras dejar escapar un suspiro, reconoció—: en realidad, yo ya no me centro en ese género de cosas. Ahora me dedico más bien a la creación de objetos útiles; sobre todo, de prótesis autónomas. —Y a continuación, cambiando de expresión y de tema, le espetó sin previo aviso—: Ranjit, ¿por qué llevas todo el rato tapándote la boca?

No había esperado de ella una pregunta tan personal, aunque era muy consciente de que no se había apartado la mano del rostro durante todo aquel rato. Ella insistió:

—¿Son los dientes?

—Sí —reconoció él—. Sé muy bien qué aspecto tengo.

—Yo también, Ranjit: el de un hombre honrado, decente e inteligente en extremo que no ha consentido ir a un odontólogo para que le arregle la boca. —Meneando la cabeza, indicó—: Es la cosa más sencilla del mundo, Ranjit, y no sólo mejoraría tu apariencia, sino que te permitiría masticar mejor. —Dicho esto, se puso en pie—. He prometido a la tía Bea que no iba a entretenerte más de diez minutos, y ella, a cambio, me ha dejado que te pregunte si no te gustaría nadar en el mar por cambiar. ¿Sabes dónde está la playa de Nilaveli? Tenemos una casita allí; así que si quieres…

Por supuesto que quería.

—Entonces, lo solucionaremos —aseveró ella antes de sorprenderlo con un abrazo—. Te hemos echado de menos —le dijo, y a continuación dio un paso atrás para mirarlo—. Gamini me ha dicho que quisiste saber de su antigua novia. ¿Tienes alguna pregunta parecida para mí?

—Pues… Bueno: sí. Supongo que te refieres al canadiense aquel.

Ella sonrió.

—Sí, imagino. Bien, pues el canadiense estaba en Bora Bora la última vez que tuve noticias suyas. Se ve que estaban haciendo allí un hotel aún más grande; pero de eso hace ya mucho: ya no estamos en contacto.

* * *

Ranjit ni siquiera sabía que Gamini y Myra pudieran conocerse, y menos aún que se trataran con tamaña confianza. Pero ahí no acababa su ignorancia. El número de visitas se hizo mayor, y el abogado del despacho del señor Bandara no dejaba de aparecer con más documentos que debía firmar.

—No es que la herencia de su padre tenga la menor complicación —se disculpó—. El problema radica en que, cuando se comunicó su desaparición, alguno de los burócratas de la Administración interpretó que había que suponerle muerto. Por tanto, lo primero que tenemos que hacer es aclarar eso.

También iba a verlo la policía, no porque se hubieran presentado cargos contra él (De Saram se había asegurado de tal extremo antes de permitir interrogatorio alguno), sino porque aún tenían cabos sueltos acerca de la piratería, y Ranjit era el único que podía brindarles alguna ayuda para poder atarlos.

Por otro lado, estaba el asunto de las «prótesis autónomas» de Myra de Soyza, fueran éstas las que fueren. La búsqueda de datos que había emprendido no le había resultado demasiado útil. Verdad es que gracias a ella había podido conocer la escritura correcta de la palabra en inglés:
prostheses
; pero aún no había logrado elucidar qué relación guardaba la inteligencia artificial con la fabricación de miembros postizos o audífonos.

Beatrix Vorhulst se lo aclaró:

—No estamos hablando de patas de palo inteligentes, Ranjit. Se trata de algo más sutil: la fabricación de robots tan diminutos que puedan inyectarse en el torrente sanguíneo y programarse para reconocer y destruir, por ejemplo, las células cancerígenas.

—Ajá… —respondió él mientras examinaba la idea con no poco agrado. Aquélla era, claro, la suerte de proyecto que podía interesar a Myra de Soyza—. ¿Y funcionan?

Mevrouw
Vorhulst le dedicó una sonrisa triste.

—Si los hubiesen tenido hace unos años, yo no estaría viuda. No: aún no han pasado de ser una ilusión. No tienen fondos suficientes para investigar. Myra lleva mucho tiempo esperando el dinero necesario para financiar su propio proyecto; pero no llega. Es verdad que se destina mucho capital a la ciencia, aunque sólo si se trata de estudiar alguna clase de arma.

* * *

Cuando, al fin, estuvo en situación de aceptar la invitación de Myra de Soyza, Beatrix Vorhulst se prestó encantada a proporcionarle un vehículo con conductor. Llevaban ya un buen trecho recorrido en dirección a la playa cuando comenzó a reconocer diversos puntos de referencia. Gamini y él habían visitado, por supuesto, aquel lugar durante el período en que exploraron cuanto tenía que ofrecerles la región, y allí no había cambiado gran cosa. Las playas seguían teniendo su cupo generoso de muchachas atractivas ataviadas con bañadores ligeros.

Ranjit no tenía la menor idea de cuál podía ser el aspecto de la casa de De Soyza hasta que el conductor le señaló una vivienda con cubierta de tejas, terraza con cerramiento en torno a la entrada y hermosas flores de colores vivos. Fue necesario que se abriese la puerta y apareciera Myra de Soyza vestida con una bata holgada sobre un biquini tan a la moda y tan ligero como el resto de los que había visto en la playa para que se convenciera de que no se había equivocado de lugar.

¿O sí? Porque detrás de ella había una niña de unos cinco o seis años que hizo que su cabeza se pusiera a reorganizar, de forma frenética y consternada, sus ideas. ¿Una criatura de seis años? ¿De Myra? ¿Tanto tiempo había estado él ausente? No: Ada Labrooy era hija de la hermana de Myra, quien se hallaba en avanzado estado de gestación del siguiente retoño y, en consecuencia, había accedido de buen grado a dejar que la pequeña pasase el mayor tiempo posible con su tía favorita. Myra también estaba contenta de tenerla consigo, sobre todo por el hecho de que su hermana había tenido a bien enviar con su sobrina a la niñera para asegurarse de que no fuese a causar problemas.

Después de que Ranjit se cambiara y se dejara embadurnar de protector solar, lo que constituyó, en sí mismo, una de las experiencias más agradables que hubiese conocido en el pasado reciente, los dos cruzaron paseando la calidez de la arena en dirección a las frescas aguas del golfo. Lo más maravilloso de las playas de Sri Lanka, además de la compañía, en aquel caso, era la suavidad con que se acrecentaba la hondura del mar. Así, a muchas decenas de metros de la tierra aún se hacía pie.

En realidad, sólo se adentraron hasta la cintura, y no nadaron tanto como juguetearon entre las olas. Ranjit no pudo sustraerse a la tentación de demostrar que podía recorrer casi un centenar de metros buceando; mucho menos, claro, que cuando iba, siendo adolescente, al peñón de Svāmi; pero lo bastante para hacerlo merecedor de los halagos de Myra, que era, a fin de cuentas, lo que había pretendido.

A continuación se hizo patente lo sagaz del acuerdo al que debía de haber llegado la joven con la niñera. Cuando se hubieron duchado y cambiado, ya los aguardaba en la mesa un almuerzo delicioso, y acabado éste, la criada se llevó a Ada para que durmiese la siesta antes de retirarse a dondequiera que se retirara cuando no estaba de servicio.

Aquélla fue una de las partes del día más agradables para él. Y cuando Myra anunció que necesitaba nadar de veras, cuando menos doscientos metros, y que en aquella ocasión no debía acompañarla él, ya que no podía exponerse demasiado al sol hasta que su piel volviera a habituarse a él, tuvo, sin embargo, la certeza de que volvería. En el transcurso de los veinte minutos últimos, había comenzado a preguntarse si había desarrollado correctamente una de las proposiciones de Sophie Germain. Y estaba casi persuadido de no haber cometido error alguno cuando regresó Ada de su reposo. Miró a su alrededor en busca de su tía, y se tranquilizó cuando Ranjit agitó un brazo en la dirección del lugar en que los brazos de Myra la impulsaban en coordinación con sus piernas.

Entonces, tras servirse un zumo de frutas, la niña se sentó a supervisar lo que fuera que estuviese haciendo él. De ordinario, Ranjit prefería que no lo observaran mientras bregaba con las matemáticas; pero Ada parecía tener sus propias reglas en lo tocante a la contemplación del quehacer de los demás. No se quejó por haberse quedado en tierra; ni siquiera se mostró malhumorada. Cuando Ranjit le dio un helado comprado a uno de los vendedores ambulantes de la playa, ella se limitó a comérselo con lentitud sin despegar los ojos de cuanto escribía él en su libreta. Al acabar, echó a correr hasta la orilla para lavarse las manos, cuyos dedos había dejado pegajosa la golosina, antes de preguntar en tono educado:

—¿Me dejas que vea lo que estás haciendo?

A esas alturas, había quedado por demás convencido de la validez del uso que había hecho de la formulación de Germain. En consecuencia, abrió el cuaderno sobre la mesa que tenía ante sí, llevado de la curiosidad por saber qué pensaría la pequeña de la identidad de la francesa.

Tras estudiar la línea de símbolos por un instante, anunció:

—Me parece que no lo entiendo.

—Es complicado —convino Ranjit—, y me temo que no voy a ser capaz de explicártelo. Pero… —Se detuvo para estudiarla, y concluyó que, aunque era mucho más pequeña que Tiffany Kanakaratnam, contaba con la ventaja de haber recibido una educación más completa por parte de una familia más refinada—. Tal vez pueda enseñarte algo —dijo al fin—. ¿Sabes contar con los dedos?

—¡Pues claro! —respondió en un tono al que poco faltaba para rayar en la indignación—. Mira —dijo mientras levantaba por turnos los dedos de las manos—: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez.

—Eso está muy bien —repuso Ranjit—; pero sólo has llegado a diez. ¿Te gustaría saber cómo contar hasta mil veintitrés?

* * *

Cuando hubo acabado de enseñar a la criatura cómo hacer la representación binaria de mil veintitrés con los diez dedos extendidos, Myra ya había regresado de su baño y lo escuchaba con tanta atención como Ada.

Concluida la demostración, la niña miró a la recién llegada, que en ese momento se secaba el cabello con la toalla.

—¡Ese truco ha estado muy bien! ¿Verdad, tía Myra? —Y volviéndose de nuevo a Ranjit, le preguntó—: ¿Te sabes más?

Él vaciló al recordar uno que no le había enseñado siquiera a Tiffany Kanakaratnam. Sin embargo, en aquella ocasión tenía entre su auditorio a Myra.

—Lo cierto —respondió— es que sí. —Dicho esto, se apartó de la zona entarimada de la terraza del búngalo a fin de trazar un círculo en la arena.

—Esto es una rupia —declaró—. Bueno; ya sé que es sólo el dibujo de una rupia; pero digamos que es una moneda de verdad. Si la lanzamos al aire, puede caer de dos modos distintos: por la cara o por la cruz.

—O de canto, si cae en la arena —apuntó la niña.

El la miró, y al ver la inocencia que se traslucía en su rostro, contestó:

—En ese caso, tendremos que tener cuidado de no lanzarla en la playa. Vamos a lanzarla, mejor, en la mesa de juego de un casino. Ahora, si en vez de una tenemos dos…

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