El último teorema (10 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Y lo firmaba el decano en persona. A juzgar por la placa que llevaba inscrito su nombre, la mujer que ocupaba la mesa de la antesala de éste era de origen tamil, lo que resultaba alentador. Sin embargo, debía de tener la misma edad que su padre.

—Lo están esperando —le comunicó mientras le lanzaba una mirada fría—. Vaya directo al despacho privado del decano.

Ranjit no había tenido nunca, hasta entonces, la ocasión de visitar a quien ocupaba aquel cargo, si bien no ignoraba qué aspecto tenía, dado que la nómina de profesores de la página electrónica de la universidad ofrecía una foto de cada uno de ellos, y no le cabía la menor duda de que no era el señor de edad avanzada que leía el periódico sentado ante aquel colosal escritorio de caoba. Sea como fuere, aquel hombre dejó el diario y se puso de pie, no con una sonrisa en los labios, pero sí, sin lugar a dudas, sin el gesto de censor catoniano que Ranjit había esperado encontrar en su rostro.

—Entre, señor Subramanian —lo llamó—, y siéntese. Soy el doctor Denzel Davoodbhoy, jefe del Departamento de Matemáticas, y dado que todo apunta a que mi disciplina representa un papel importante en este asunto, el decano me ha pedido que sea yo quien tenga con usted esta entrevista de su parte.

Aquello no era ninguna pregunta, y como Ranjit no tenía la menor idea de cuál podía ser la respuesta más adecuada, se limitó a mirar de hito en hito al matemático con una expresión que, según esperaba, manifestaba una gran preocupación aunque no revelaba admisión alguna de culpa. Al doctor Davoodbhoy pareció no importarle.

—En primer lugar —declaró—, hay un par de preguntas formales que debo formularle. ¿Se ha servido usted de la contraseña del doctor Dabare para obtener un dinero al que de otro modo no habría tenido acceso?

—¡Por supuesto que no, señor!

—¿Acaso para modificar sus calificaciones?

Esta vez, el interpelado no pudo por menos de ofenderse.

—¿Cómo que…? Quiero decir: no, señor. Jamás se me habría ocurrido hacer algo así.

El inquisidor dio a entender, inclinando la cabeza, que había esperado ambas respuestas.

—Creo que puedo revelarle que no se ha presentado prueba alguna en apoyo de ninguno de estos dos cargos. Por último, dígame exactamente cómo obtuvo la clave.

Ranjit no veía ningún motivo para ocultar cualquier detalle. En consecuencia, y con la esperanza de no estar equivocándose, lo reveló todo, desde el momento en que supo que el profesor iba a ausentarse del país durante un tiempo considerable hasta el instante en que regresó al ordenador de la universidad y se encontró con que lo aguardaba la solución en la pantalla. Cuando hubo acabado, Davoodbhoy lo observó en silencio antes de comunicarle:

—¿Sabe, Subramanian? No le costaría ganarse la vida trabajando en el ámbito de la criptografía; al menos, le luciría mejor el pelo que si malgasta su existencia tratando de demostrar el último teorema de Fermat.

Miró al joven como si esperase una respuesta, y al ver que Ranjit optaba por no concederle ninguna, añadió:

—No es el único, ¿sabe? Cuando yo tenía su edad, también me sentí fascinado, como cualquier otro estudiante de matemáticas del planeta, por ese enigma. Resulta apasionante, ¿verdad? Sin embargo, con los años renuncié a ello, ya que… Lo sabe, ¿no es así? Es muy probable que Fermat no tuviese, en realidad, la prueba que decía haber encontrado.

Ranjit no estaba dispuesto a verse hostigado, así que se mantuvo atento con gesto cortés y la boca cerrada.

—Lo que quiero decir —prosiguió el veterano— es que, tal como debe usted de saber, Fermat pasó buena parte de su tiempo, hasta el día mismo de su muerte, tratando de demostrar que el teorema también era válido para exponentes de la tercera, la cuarta y la quinta potencias. Párese a pensar en ello. ¿Tiene algún sentido hacer una cosa así? Es decir: si ya tenía una prueba general de que la regla era aplicable a todos los exponentes mayores de dos, ¿para qué iba a molestarse en demostrar unos cuantos ejemplos aislados?

Ranjit apretó los dientes. Él también se había preguntado lo mismo no pocas veces mientras consagraba largas noches y días de frustración a aquel asunto, y no había dado con una respuesta satisfactoria. Aun así, dio a Davoodbhoy la que había empleado para intentar contentarse a sí mismo:

—¿Quién sabe? ¿Qué probabilidades hay de que alguien como usted o como yo acierte a comprender por qué tomaba tal dirección o tal otra, según su antojo, un cerebro como el de Fermat?

El matemático lo miró con un semblante que expresaba tanto tolerancia como, en cierto grado, respeto.

—Permita —dijo al fin con un suspiro al tiempo que extendía las manos— que le exponga una tesis diferente de lo que debió de ocurrir en realidad, Subramanian. Supongamos que en… en 1637, ¿no? Supongamos que Fermat acabó de completar lo que él tenía por una demostración. Imaginemos que aquella misma noche, mientras leía en su biblioteca a fin de conciliar el sueño, no pudo evitar, en un arranque de euforia, hacer aquella anotación apresurada en el libro que tenía en la mano.

Llegado a este punto, se detuvo y miró al estudiante con un gesto que sólo podía calificarse de socarrón. Aun así, cuando retomó el hilo de su discurso, adoptó un tono que habría podido resultar igual de apropiado ante un colega respetado que ante un graduando que sabe que va a recibir una reprimenda.

—Supongamos que, un tiempo después, revisa su demostración a fin de comprobar que es correcta y topa con un error garrafal. No habría sido la primera vez, ¿no es verdad? Con anterioridad ya había reconocido la incorrección de algunas de sus «demostraciones». —Davoodbhoy demostró no poca indulgencia al añadir sin esperar respuesta alguna de Ranjit—: En consecuencia, se afanó por enmendar aquel desacierto por todos los medios; pero, por desgracia, no lo consiguió. Entonces, con la esperanza de rescatar cuanto le fuese posible de su error, se propuso la labor, menos ambiciosa, de probar lo acertado de su argumento para un caso más sencillo, como
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igual a tres, y lo logró, y también tuvo éxito con el de
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igual a cuatro. Jamás llegó a dar con la solución en el de
p
igual a cinco, aunque estaba convencido de que debía de existir. Y también aquí estaba en lo cierto, por cuanto llegó a demostrarse tras su muerte. Durante todo aquel tiempo, la anotación que había hecho en una de las páginas de su Diofanto dormía en uno de los anaqueles de su biblioteca. Si en algún momento llegó a acordarse de ella, tal vez se le pasó por la cabeza que debía borrarla por errónea; pero al fin y al cabo, ¿qué probabilidades había de que nadie fuese a dar con ella? Luego, cuando murió, alguien la vio mientras hojeaba sus volúmenes… sin saber que aquel gran hombre había cambiado de opinión.

—Sin duda —contestó Ranjit sin mudar su expresión— se trata de una teoría muy sensata, aunque no creo que fuese eso lo que ocurrió en verdad.

Davoodbhoy soltó una carcajada.

—Está bien, Subramanian. Dejémoslo ahí. Y no vuelva a hacer nada parecido. —Entonces, echando un vistazo a los documentos que tenía ante sí, cerró la carpeta que los contenía y anunció—: Ahora, puede volver a sus clases.

—Sí, señor. —El muchacho vaciló unos instantes tras recoger su mochila, y al fin preguntó—: ¿No me van a expulsar?

—¿Expulsarle? —replicó el matemático con aire sorprendido—. No, no: nada de eso. Ésta ha sido su primera falta, y por lo general no se echa a nadie si no ha cometido un delito muchísimo más grave que robar una contraseña. Además, el decano ha recibido varias cartas de apoyo entusiasta en extremo en su favor. —Dicho esto, volvió a abrir el expediente de Ranjit para hojearlo—. Sí, aquí están. Una es de su padre, quien asegura estar convencido de que, en general, es usted un joven de buena condición. No hace falta que le diga que, de suyo, la opinión que tenga una persona de su hijo cuando éste es único no constituye un testimonio de peso; pero lo cierto es que a ella hay que sumar esta otra, tan elogiosa como la de su padre, aunque procedente de alguien que, pese a no hallarse ligado a usted, en mi opinión, por un lazo tan estrecho, posee una gran importancia en el seno de esta institución. De hecho, no es otro que el abogado de la universidad: Dhatusena Bandara.

Ranjit quedó así con otro misterio sobre el que meditar. ¿Quién podía haber sospechado que el padre de Gamini iba a esforzarse por salvar al amigo de su hijo?

CAPÍTULO VII

En camino

E
l año escolar se arrastraba lento hacia su final, y aunque si bien tomaba una velocidad asombrosa durante los períodos, demasiado breves, en que Ranjit se encontraba en clase de astronomía, el resto de las horas de la semana parecía no tener la menor prisa por transcurrir.

En determinado momento, albergó esperanzas de contar aún con un instante prometedor, muy prometedor. Recordando la conferencia en la que se había hablado de lo que llamaron el
plan hidrosolar
para el mar Muerto de Israel, volvió a asistir a otra de las de aquel ciclo. Aun así, el ponente había centrado la atención en la creciente salinidad de una serie nada desdeñable de pozos costeros de todo el mundo, y en la circunstancia de que algunos de los grandes ríos del planeta habían dejado de desembocar en el mar, en ningún mar, porque se hallaban secos a causa de los regadíos y las cisternas de los inodoros de las ciudades, así como, sobre todo, del césped de los jardines de entrada a las casas urbanas. Ranjit no necesitó mayor motivo para dejar de acudir.

Incluso llegó a acariciar la idea de tomarse en serio sus estudios, o al menos fingir que se los tomaba en serio. Podía entenderlos, por ejemplo, como un juego, uno que no le iba a costar mucho ganar. No cabía decir, por supuesto, que sintiese nada semejante a la sed insaciable de conocimientos que había caracterizado su dedicación al teorema de Fermat. Lo único que tenía que hacer era imaginar qué preguntas era probable que formulase cada uno de sus profesores en los diversos exámenes y buscar las respuestas. Y si bien es cierto que no siempre acertaba, también lo es que no lo necesitaba para obtener un simple suficiente.

Huelga decir que nada de lo dicho era aplicable a Astronomía 101. El doctor Vorhulst seguía ingeniándoselas para convertir cada sesión en una delicia. Fue eso precisamente lo que ocurrió cuando hablaron de la ingeniería planetaria como disciplina dedicada a modificar la superficie de un astro con el propósito de hacerlo habitable al ser humano, y cuando se planteó la pregunta de cómo trasladarse a él para llevar a cabo tal cometido. Ranjit pensó enseguida en cohetes espaciales. Ya tenía la mano medio alzada a fin de responder cuando el profesor lo hizo desistir al suponer:

—Vais a contestar: «Con cohetes espaciales». ¿No es así? —Lo dijo dirigiéndose al común de la clase y, en particular, a la docena aproximada que, como Ranjit, habían levantado la mano—. Bien: vamos a dedicar unos segundos a pensar en ello. Imaginemos que queremos empezar a transformar Marte, y para ello no disponemos más que de una cantidad mínima de maquinaria pesada destinada a remover tierra. Una retroexcavadora enorme, por ejemplo, una pala niveladora, un par de volquetes medianos… Y claro, suficiente combustible para tenerlos en marcha durante… digamos seis meses, que podría ser el tiempo necesario para empezar con la tarea.

Llegado a este punto, se interrumpió al ver que en la segunda fila acababa de asomar una mano.

—¿Sí, Janaka?

El alumno en cuestión se levantó de un salto.

—Pero, señor Vorhulst, ¡si ya hay un proyecto entero destinado a fabricar carburante a partir de los recursos que existen en Marte!

—Tienes toda la razón, Janaka —respondió, sonriente, el profesor—. Si, por ejemplo, hay de veras una cantidad considerable de metano bajo la capa de hielo permanente que recubre la superficie de Marte, tal como piensan muchos, podríamos obtener energía de él… siempre que encontrásemos oxígeno con el que quemarlo. Por supuesto, para hacerlo, haría falta contar con más maquinaria pesada, que necesitaría disponer también de suficiente combustible hasta que estén en marcha las plantas de extracción. —Y adoptando un gesto amable, concluyó—: Quiero decir con esto, Janaka, que si quisieses comenzar en el futuro cualquier plan de modificación planetaria, lo más seguro es que quisieras llevar contigo el combustible. Veamos. —Y volviéndose hacia la pizarra, comenzó a escribir—. Pongamos que podemos empezar con seis u ocho toneladas. Las máquinas destinadas a remover la tierra… ¿cuánto podrían pesar? ¿Veinte o treinta toneladas? Para transportar a Marte todas esas toneladas de cargamento, veintiocho como mínimo, desde la órbita terrestre baja, u OTB, tendremos que recurrir a algún género de nave espacial. No sé lo que podrá pesar una cosa así; pero vamos a suponer que oscila entre las cincuenta y las sesenta toneladas, a lo que hay que sumar el combustible que necesitará para propulsarse. —Dio un paso atrás para observar las cifras que había ido anotando y arrugó el entrecejo—. Me temo que tenemos un problema —anunció a los alumnos mirando a la clase por sobre su hombro—. Todo eso no va a partir de la OTB, ¿verdad? Antes de que pueda poner rumbo a Marte, tendremos que llevar allí la nave. Y me da la impresión de que no va a ser barato.

Se detuvo y miró a la clase, que lo observaba con gesto compungido. Aguardó a que alguno de los estudiantes se pusiera a la altura de las circunstancias, cosa que hizo, al cabo, una de las chicas.

—Porque tendría que salir del campo gravitacional de la Tierra; ¿no es así, señor Vorhulst?

—¡Exacto, Roshini! —respondió él sonriendo de oreja a oreja, mientras reparaba en que el piloto que indicaba la duración de la clase se había puesto de color ámbar—. Como podéis comprobar, ese primer paso ya constituye un obstáculo de tomo y lomo. ¿Hay algo que podamos hacer para volverlo un tanto más sencillo? Trataremos de averiguarlo en la próxima clase. Aun así, si alguno de vosotros es incapaz de esperar hasta entonces, que sepa que para eso están los buscadores de la red.

Y cuando se disponían a levantarse, añadió:

—¡Ah! Otra cosa: estáis todos invitados a la fiesta de fin de curso que voy a celebrar en casa. Venid vestidos como venís a clase, y no traigáis más regalo que vuestra asistencia. Pero no faltéis, por favor, si no queréis dar un disgusto a mi madre.

* * *

Una de las cosas que más gustaban a Ranjit del profesor de astronomía (aparte de alegrías tan inesperadas como una fiesta de fin de curso) era que no dedicaba demasiado tiempo a la práctica normal de la docencia. Cuando, al final de cada clase, informaba a los alumnos de cuál iba a ser el contenido de la siguiente, sabía perfectamente que el centenar de apasionados cadetes espaciales que tenía por alumnos iba a buscar el material necesario mucho antes de que comenzase la sesión. (Los pocos estudiantes que se habían matriculado en el curso sin tamaña motivación, llevados de la incierta esperanza de que se tratara de un coladero en el que no iba a ser difícil obtener un sobresaliente, no habían tardado en abandonar la asignatura o quedar contagiados del entusiasmo de sus compañeros.) Así, el doctor Vorhulst podía jugar siempre con aquella clase siguiente.

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