El último teorema (5 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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Estupendo. Sin embargo, aquella noche, antes de acostarse, se empeñó en ver las noticias, aunque fuese sólo para demostrar que no iba a permitir que las ideas de su amigo guiasen su conducta. No eran muy prometedoras. Aún había una veintena larga de estados que propugnaban con ensañamiento su derecho a poner en práctica cualquier programa de defensa nuclear que les viniese en gana, y la mayoría, de hecho, los estaba poniendo en práctica. Corea del Norte, como de costumbre, se presentaba como dechado de «país perverso». En Iraq, nación siempre agitada, la incursión de los chiíes en territorio kurdo rico en petróleo amenazaba con desencadenar uno más de los trastornos habituales en aquella región. Y así sucesivamente.

* * *

Al día siguiente, durante el almuerzo, habría de sumarse a la lista de malas noticias una de índole personal.

Ranjit no se dio cuenta de manera inmediata. Al ver a Gamini, sentado frente a él mientras examinaba con escepticismo lo que el personal del comedor consideraba, con no poca benevolencia, la especialidad del día, sólo sintió alegría por volver a encontrarse con él. Sin embargo, al tomar asiento, reparó en la expresión de su rostro.

—¿Pasa algo malo? —le preguntó.

—¿Malo? ¡No, claro que no! —contestó su amigo de inmediato antes de soltar un suspiro—. ¡Joder! —exclamó a continuación—. La verdad, Ranjit, es que necesito contarte algo. Se trata de una promesa que le hice a mi padre hace años.

A Ranjit lo invadió una repentina sensación de recelo, pues supo, por el tono de voz de su interlocutor, que de semejante género de compromiso no podía esperar nada bueno.

—¿Qué promesa?

—Le dije al viejo que iba a solicitar el traslado a la Escuela de Economía de Londres tras cursar mi primer año aquí. Hace unos años pasó un tiempo allí, y según él, no hay en todo el mundo un centro de enseñanza mejor en lo que a ciencias políticas se refiere.

—¿Ciencias políticas? —replicó Ranjit, entre indignado y sorprendido—. ¿En una escuela de economía?

—En realidad, su nombre completo es el de Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres.

Ante tal justificación, no pudo menos de responder con su universal:

—Ajá… —A lo que, no obstante, añadió en tono malhumorado—: Así que vas a pedir que te admitan en ese centro extranjero para poder mantener la promesa que le hiciste a tu padre, ¿no?

Gamini tosió.

—No exactamente. Quiero decir que no lo voy a hacer, sino que ya lo he hecho. Hace ya varios años, de hecho. Fue idea de mi padre, que estaba convencido de que cuanto antes estuviese mi nombre en la lista de aspirantes, más posibilidades tendría. Y parece ser que tenía razón. El caso, Ranjit, es que me han aceptado: recibimos la carta la semana pasada, y tengo que mudarme a Londres tan pronto acabe el año académico.

Y ésa fue la segunda desgracia que sobrevino a la amistad de Ranjit Subramanian y Gamini Bandara. La peor de todas, con diferencia.

* * *

Ranjit no vio mejorar su situación. Al final, llegó la remesa de ratones blancos embalsamados que había pedido el profesor de biología, y se reanudó, en consecuencia, la horripilante labor de disección, sin que jamás volviesen a salir conversaciones relativas a asuntos como el
chikungunya.
Hasta la asignatura de matemáticas, que tanto le había ayudado a hacer soportables las demás, comenzaba a defraudarlo.

Al acabar su primera semana en la universidad, se había persuadido de que ya sabía toda el álgebra que jamás iba a necesitar. La solución del colosal enigma de Fermat no dependía de las secciones cónicas ni de la notación de Einstein. Así y todo, había cursado los primeros meses con los ojos cerrados, pues cosas como hallar la factorización de un polinomio o el uso de funciones logarítmicas le resultaban, al menos, moderadamente entretenidas. Sin embargo, llegado el tercer mes, había quedado patente que el doctor Christopher Dabare, el profesor auxiliar de matemáticas, no tenía intención alguna de enseñar nada relacionado con la teoría de los números, disciplina de la que, de hecho, daba la impresión de no saber demasiado. Y lo que era peor: ni pretendía aprender, ni tampoco hacer nada por ayudarlo a adquirir conocimientos al respecto.

Durante un tiempo, se las arregló con los recursos disponibles en la biblioteca de la universidad; pero los volúmenes que poblaban sus estanterías tenían un número finito, y cuando se agotaran, sabía que habría de echar mano de alguna de las publicaciones periódicas consagradas a la materia, si no de todas ellas: el mismísimo
Journal of Number Theory
, publicado por la Universidad Estatal de Ohio, o el bordelés
Journal de Théorie des Nombres de Bordeaux
, para el cual acaso iban a serle útiles, a fin de cuentas, los rudimentos de francés que con tanto sudor había obtenido. Sin embargo, la biblioteca no se hallaba suscrita a ninguna de aquellas revistas, y Ranjit no tenía ningún otro modo de acceder a ellas. El doctor Dabare podría facilitarle las cosas con sólo permitirle hacer uso de su contraseña privada de docente; pero dudaba mucho que fuese a estar dispuesto a hacer tal cosa.

A medida que se acercaba el final del curso sentía la necesidad de un amigo a quien hacer partícipe de sus decepciones; pero tampoco podía contar con eso. Si ya era penoso hacerse a la idea de que Gamini fuese a estar el año siguiente a nueve mil kilómetros de allí, para empeorar aún más la situación, ni siquiera iba a poder compartir con él aquellas últimas semanas, pues el señorito Bandara debía atender, por encima de todo, a sus obligaciones familiares. Primero, tuvo que pasar un fin de semana en Kandy, la «gran ciudad» que había sido en otro tiempo la capital de la isla y hogar de la parentela de Gamini. En ella había permanecido, tenaz, parte de ésta después de que el poderoso «gran imán» en que se había trocado la bulliciosa Colombo arrastrase a los intelectuales, los poderosos y los ambiciosos sin más al centro en que residía entonces el poder. Después, pasó otro fin de semana en Ratnapura, donde tenían un primo supervisando los intereses que poseía la familia en las preciadas canteras del lugar, y otro más en el municipio en que su anciana abuela dirigía sus plantaciones de canela. Ni siquiera cuando estaba en la ciudad se libraba de las visitas de cumplido, y en esos momentos tampoco podía albergar la menor esperanza de estar con él.

Entre tanto, pues, no tenía otra cosa que hacer que asistir a clases aburridas de asignaturas poco atractivas que ningún interés le suscitaban. Y fue entonces cuando empezaron a surgir preocupaciones más apremiantes.

* * *

Ocurrió al final de una de las clases de sociología que tanto había aborrecido. El profesor, por el que siempre había sentido una aversión todavía mayor, era un tal doctor Mendis. Cuando se disponía a salir del aula, se lo encontró de pie ante la puerta, sosteniendo el cuaderno de tapas negras en el que anotaba las calificaciones.

—Acabo de repasar los resultados del examen de la semana pasada —lo informó—, y los suyos me han parecido muy poco satisfactorios.

Para Ranjit, tal cosa no constituyó sorpresa alguna.

—Lo siento —respondió con aire distraído mientras veía desaparecer a la carrera a sus compañeros—. Intentaré mejorar —añadió, resuelto a salir tras ellos.

Pero el doctor Mendis no había acabado.

—Quizá no lo recuerde —dijo—, pero al principio del semestre dejé claro cómo pensaba calcular la nota final. Voy a tener en cuenta el examen parcial de mitad de evaluación; las preguntas formuladas en clase de cuando en cuando; la asistencia y participación, y el examen final, conforme a una proporción del veinticinco, el veinte, el veinticinco y el treinta por ciento respectivamente. Y he de comunicarle que su comportamiento y las respuestas que ha ido ofreciendo en clase distan tanto de la media aceptable que, a menos que obtenga un resultado razonable en el parcial, habrá de superar usted el ochenta por ciento del examen final si quiere raspar el suficiente. Si he de serle sincero, dudo que sea capaz de lograrlo. —Tras estudiar por un instante las anotaciones que había ido recogiendo en su cuaderno, lo cerró de golpe mientras meneaba la cabeza—. En consecuencia, le recomiendo que estudie la posibilidad de abandonar la asignatura. —Dicho esto, alzó la mano como si quisiese atajar las objeciones de Ranjit, aunque él no tenía intención de plantear ninguna—. Ya sé que con un No Presentado va a ser muy difícil que pueda renovar la beca; pero estará de acuerdo conmigo en que es mejor eso que un suspenso. ¿O no?

El muchacho no tuvo más remedio que asentir, aunque se negó a complacer al doctor Mendis haciéndolo en voz alta. Cuando al fin salió de la clase, no quedaba en la residencia más alumno que una estudiante burguesa, bastante agraciada y algo mayor que él. Ranjit sabía que estaba con él en el curso de sociología, aunque la había tenido por poco más que una de las piezas del mobiliario de que estaba dotada el aula. Nunca se había relacionado demasiado con los burgueses o
burghers
, que era como se denominaban los individuos de la reducida fracción de ciudadanos ceilaneses que descendía de alguno de los colonizadores europeos de la isla; y en particular con los integrantes de sexo femenino.

Aquel integrante en particular estaba hablando por teléfono, aunque cerró el móvil al verlo acercarse.

—¿Subramanian? —le preguntó.

—¿Sí? —respondió con un gruñido Ranjit, que no estaba de humor para conversaciones triviales.

—Me llamo Myra de Soyza —le anunció ella, sin dar la impresión de haberse ofendido ante el tono que había empleado él—. He oído lo que te ha dicho el doctor Mendis. ¿Piensas seguir su consejo de no presentarte?

Molesto de verdad con ella, contestó:

—Supongo que no. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Es que no deberías hacerlo, lo único que necesitas es que alguien te eche una mano. No sé si te habrás dado cuenta, pero yo he estado sacando sobresaliente en todo; y si quieres, podría darte clases particulares.

Aquella proposición, por completo inesperada, lo hizo recelar de inmediato.

—¿Y qué te mueve a hacer algo así? —inquirió.

Ella, fuera cual fuere el motivo real —quizá sólo el que Ranjit era un joven apuesto—, respondió:

—Que creo que Mendis no está siendo justo contigo.

Así y todo, la contestación de él parecía haberla defraudado, y aun se diría que la había ofendido, a juzgar por la brusquedad con que añadió:

—Si no quieres que te ayude, no tienes más que decirlo. Pero deja que te informe de que lo que el doctor Mendis llama
sociología
no es más que memorizar lo que dice el libro, y casi siempre, las partes que se refieren a Sri Lanka. Yo podría explicártelo todo con tiempo de sobra para el examen final.

El muchacho sopesó por unos instantes la oferta.

—Gracias —dijo al fin—, pero creo que puedo arreglármelas. —E inclinando la cabeza a fin de mostrar el reconocimiento suficiente para no parecer desconsiderado, se dio la vuelta y se marchó.

Aun así, no pudo hacer caso omiso de lo que le había dicho la joven que había dejado tras sí. Lo cierto es que no andaba errada: a fin de cuentas, ¿quién era aquel profesor para decirle que no iba a ser capaz de obtener un buen resultado en el examen final? Aquel maestrucho cingalés y aquella burguesa no eran los únicos que conocían la historia de Sri Lanka, y él estaba convencido de saber de un lugar concreto en el que se almacenaba dicha información, así como de que los encargados estarían encantados de compartirla con él.

* * *

Y lo cierto es que aprobó, y no con el ocho sobre diez que el doctor Mendis consideraba imposible y que tan divertido parecía resultarle, sino con un nueve con uno (lo que situaba la suya entre las cinco calificaciones más elevadas de aquel año). ¿Algo que decir, doctor Mendis?

Ranjit había confiado en que el hecho de que su padre no le hablara no comportase que fuera a negarse a ayudar a su hijo, y había estado en lo cierto. Tras exponer a Surash, el monje que había atendido su llamada, lo que necesitaba, había recibido la respuesta que esperaba:

—Debo consultar con el superior —había dicho el anciano con cautela—. Vuelve a llamar dentro de una hora.

Sin embargo, sabedor de antemano de cuál iba a ser la contestación, él ya había metido en su mochila el cepillo de dientes, una muda limpia y las demás cosas que iba a necesitar para quedarse en Trincomali antes de volver a telefonear.

—Sí, Ranjit —había dicho el religioso—: Ven en cuanto puedas, que vamos a darte lo que necesites.

El único modo que había hallado para viajar a Trincomali había sido subiendo a dedo en un camión que olía al curri del conductor y a su carga de aromática canela. Aquello había hecho que llegase al templo mucho después de la medianoche. Su padre, claro está, llevaba tiempo dormido, y el sacerdote auxiliar que había quedado en vela no se ofreció a despertarlo. Sí se mostró, en cambio, dispuesto a otorgar al joven todo cuanto pidió: una celda y un lecho en que dormir, tres comidas al día (sencillas aunque apropiadas) y acceso al archivo del edificio.

Los documentos no se hallaban escritos en pergaminos antiguos ni en vitela tal como había temido Ranjit: el templo de su padre, siempre al día, contaba con todo género de artículos modernos. Y así, cuando se despertó al día siguiente, se encontró con que, sobre la mesilla situada al lado del catre, habían dejado un ordenador portátil con el que poder consultar toda la historia de Sri Lanka, desde los días de los vedas tribales, primeros habitantes de la isla, hasta su presente. Había mucha más información de la que había mencionado su profesor; pero Ranjit se había preocupado de llevar consigo el libro de texto, no para estudiar, sino con la intención de tener una idea de cuáles eran las partes del pasado de la nación de las que podía hacer caso omiso sin temor. Sólo disponía de cinco días antes de tener que regresar a la universidad, y sin embargo, aquel tiempo resultaba más que suficiente para un joven tan brillante y motivado como Ranjit Subramanian si consagraba toda su atención al estudio de aquella asignatura (puesto que no se había dejado arrastrar por la diversificación de actividades: un punto para la teoría del síndrome de GSSM). También había aprendido cierto cúmulo de cosas que no iban a aparecer en el examen final, como el expolio del ingente tesoro de perlas y oro que habían perpetrado los portugueses en el templo de su padre antes de derribarlo. Asimismo, había descubierto que en determinada ocasión, los tamiles habían ejercido su gobierno sobre toda la isla durante cincuenta años, y que el general que los había derrotado para «liberar» a su pueblo seguía gozando, como era de esperar, de un gran respeto entre los cingaleses modernos (incluida la familia del mismísimo Gamini, dado que a su padre, Dhatusena Bandara, le habían puesto su nombre).

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