Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl
En un principio, al muchacho le costó creer lo que estaba oyendo de labios de su padre. ¿Cómo era posible que él, que siempre le había educado en la convicción de que todos los hombres eran hermanos, le estuviese diciendo algo semejante? Ganesh Subramanian había permanecido fiel a sus principios pese a que las heridas que habían abierto los disturbios étnicos que estallaron en la década de los ochenta aún iban a tardar generaciones en cicatrizar. Los desmandamientos de la multitud habían provocado la muerte de varios de sus familiares más cercanos, y él mismo había estado a punto de perder la vida en más de una ocasión.
Aun así, todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, cuando Ranjit ni siquiera había nacido —de hecho, su difunta madre había visto la luz no hacía mucho—, y en aquel momento reinaba una tregua que se había sabido mantener durante años. El joven alzó la mano.
—¡Por favor, padre! —rogó—. Eso no es propio de ti. Gamini no ha matado a nadie.
Inexorable, Ganesh Subramanian repitió aquellas terribles palabras:
—Gamini es cingalés.
—Pero ¡padre! ¿Y todo lo que me has enseñado? ¿Y el poema del Puranānūru, que hiciste que me aprendiera de memoria? «A nuestro ver, todas las ciudades son una, y todos los hombres parientes nuestros, porque tal nos han revelado las visiones de los sabios.»
En realidad, sabía que se estaba engañando al esperar que su padre se dejara persuadir por unos versos tamil de hacía dos milenios. Ni siquiera respondió: se limitó a sacudir la cabeza; pero su semblante hizo ver a Ranjit que a él también se le hacía muy doloroso.
—Está bien —cedió Ranjit, compungido—. ¿Qué quieres que haga?
—Nada menos que lo que debes hacer, hijo. —La voz del sacerdote tenía un tono severo—. No puedes mantenerte cerca de un cingalés.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora?
—No tengo elección —respondió su padre—. Debo anteponer a todo lo demás los deberes propios del superior del templo, y este asunto está siendo causa de discordia. —Y tras dejar escapar un suspiro, añadió—: Sé que tu educación te lleva a ser leal, Ranjit, y no me sorprende que quieras permanecer al lado de tu amigo. Lo único que espero es que logres hallar el modo de ser fiel también a tu padre, aunque tal vez te esté pidiendo un imposible. —Meneando la cabeza, se puso en pie y miró a su hijo—. Ranjit —dijo—, tengo que decirte que no eres bienvenido en mi casa: uno de los monjes te buscará un lugar en el que dormir esta noche. Si te decides a poner fin a tu relación con Bandara, házmelo saber por teléfono o por carta; hasta entonces, no hay motivo alguno por el que debas volver a ponerte en contacto conmigo.
Al verlo dar media vuelta y alejarse, Ranjit se sumió de súbito en el desconsuelo…
Acaso valga la pena examinar más de cerca dicho estado, pues si bien se encontraba de veras triste por el abismo que se acababa de abrir de forma repentina entre él y su amadísimo padre, nada de cuanto había ocurrido lo hacía pensar que pudiese estar transitando el camino equivocado. Después de todo, sólo tenía dieciséis años.
* * *
A unos veinte años luz de allí, sobre la faz de un planeta tan corrompido y sucio que apenas cabe imaginar que pudiese vivir en él criatura orgánica alguna, subsistía, sin embargo, una raza constituida por seres de aspecto extraño conocidos como
unoimedios.Y
la pregunta que bullía en su mente colectiva mientras se disponían a acatar las órdenes ineludibles de sus señores, los grandes de la galaxia, no era otra que cuánto tiempo iban a ser capaces de prolongar su supervivencia.
Cierto es que aún no habían recibido las instrucciones pertinentes para ponerse en marcha; pero sabían bien lo que estaba a punto de ocurrir, pues también ellos habían detectado las lamentables emisiones procedentes de la Tierra al ver pasar cerca de ellos las sucesivas oleadas de fotones. Asimismo, sabían en qué momento iban a alcanzar éstas a sus señores y, por encima de todo, conocían bien cuál iba a ser la reacción más probable de los grandes de la galaxia, y la sola idea de lo que comportaría tal cosa para ellos bastaba para hacer que se estremecieran dentro de su armadura.
La única esperanza real que les quedaba a los unoimedios consistía en ser capaces de llevar a término cuanto les exigieran los grandes de la galaxia. No obstante, una vez acabada su misión, aún habría de quedar con vida el número necesario de congéneres para mantener la existencia de la raza.
La universidad
L
os primeros meses lectivos del año habían constituido las mejores vacaciones que hubiese podido desear Ranjit Subramanian, y no, claro está, por las propias clases universitarias, que le resultaban sumamente aburridas. A la postre, éstas apenas le ocupaban unas cuantas horas al día, tras las cuales Gamini Bandara y él tenían todo el tiempo que no hubiese acaparado ya la universidad para explorar aquella ciudad apasionante, y cada uno de los dos tenía la suerte de poder recorrerla en compañía del otro. La visitaron de cabo a rabo, desde el orfanato de elefantes de Pinnawela y el zoológico de Dehiwala hasta el club de críquet y una docena de lugares de peor reputación. Claro está que Gamini había vivido en Colombo buena parte de su existencia, y hacía mucho tiempo que había ido a todos aquellos sitios y a muchos más; pero el tener que enseñárselos a Ranjit los hacía nuevos. Llegaron a componérselas para entrar en algún que otro museo y en un par de teatros sin tener que hacer un desembolso excesivo, dado que los padres de Gamini poseían abono de temporada o carné de socio de cuanto había en Colombo. Al menos, de todo lo respetable; para las atracciones que no lo eran tanto, ya se bastaban ellos dos. No faltaban, por supuesto, los bares, los antros de copas y los casinos que habían hecho a la ciudad merecedora del título de «Las Vegas del Índico». Por supuesto, los dos amigos los habían probado, aunque lo cierto es que no se sentían demasiado atraídos por el juego, ni necesitaban mucho alcohol para estar a gusto. De hecho, su estado natural era precisamente ése, estar a gusto.
De ordinario, se reunían en el comedor de estudiantes tan pronto acababan las clases matinales. Por desdicha, no compartían ninguna de ellas, circunstancia que había sido inevitable por causa del interés, de inspiración paterna, que profesaba Gamini al derecho y la política. Si no tenían tiempo de ir a la ciudad, lo pasaban igual de bien explorando el propio campus. No tardaron en dar con una entrada de servicio por la que podían acceder a la sala destinada al personal docente de la Facultad de Medicina, objetivo muy prometedor por disponer en todo momento de bandejas de golosinas y de una reserva inagotable de bebidas (sin alcohol, claro). Desgraciadamente, parecía estar siempre fuera del alcance de los dos muchachos, ya que era raro que el lugar no estuviese plagado de profesores. Fue Gamini quien descubrió las rejillas de ventilación del vestuario femenino del gimnasio de Pedagogía, y también quien más uso hizo de tamaño hallazgo, lo que dejó un tanto desconcertado a Ranjit. Además, en una estructura sin acabar y al parecer abandonada adosada al edificio de Queens Road, encontraron un tesoro. A juzgar por los rótulos maltrechos, aquella zona se había proyectado con la idea de que albergase la Facultad de Derecho Indígena, organismo creado durante uno de los períodos en que el Gobierno se había consagrado a tender ramitas de olivo no sólo a los tamiles, sino también a musulmanes, cristianos y judíos.
La estructura en sí había quedado casi acabada, y de hecho, se habían comenzado a construir despachos y aulas, por más que estuviesen en mantillas. La biblioteca se hallaba en un estado mucho más avanzado; tanto que hasta disponía de libros. Al decir de Gamini, que, instigado por su padre, había aprendido de pequeño la lengua árabe común, la sala albergaba obras de las escuelas Hanaf, Malik y Hanbal en el lado destinado a los suníes, y de a’afar, sobre todo, en el que se había dedicado a los chiíes. Y entre las dos secciones, en un apartado de escasa magnitud, aguardaban un par de terminales informáticos silenciosos pero en funcionamiento.
Aquel edificio a medio acabar convidaba a los dos muchachos a aprovecharse de sus instalaciones, y lo cierto es que no dudaron en hacerlo. No tardaron en descubrir un recibidor, amueblado aunque de manera sencilla. La mesa del recepcionista era de madera contrachapada, y las sillas que había pegadas a la pared eran como las plegables que suelen emplearse en las funerarias. Aquél, sin embargo, no fue el descubrimiento más interesante: sobre la mesa encontraron una revista ilustrada estadounidense de las consagradas a la vida de las estrellas de Hollywood, cerca de un hervidor eléctrico con agua en ebullición y un recipiente envuelto en papel de aluminio con el almuerzo de alguien. La guarida privada de los dos amigos no lo era tanto como ellos habían supuesto. Aun así, todavía no los habían cazado, y esta circunstancia los hizo reír entre dientes mientras se apresuraban a abandonarla.
Si explorar aquel territorio desconocido constituía todo un placer para Ranjit, estudiar en la universidad no lo era en absoluto. De los muchos conocimientos que había adquirido cuando tocaba a su fin aquel primer año académico, eran pocos los que consideraba que valía la pena poseer. Dentro de la categoría de los desdeñables, por ejemplo, incluía la recién descubierta habilidad para conjugar los verbos regulares del francés y también una porción de los más importantes de entre los irregulares, como era el caso de
être.
Lo bueno, así y todo, era que se las había ingeniado para obtener, de un modo u otro, un aprobado en aquella asignatura, y tal cosa le permitía conservar un curso más su condición de alumno.
Hasta su odiada biología se volvía casi interesante cuando el no menos detestable profesor se quedaba sin ranas que disecar y abandonaba la discusión teórica de vectores patógenos para abordar alguna historia real recogida por los medios de comunicación de Colombo en torno a una nueva pestilencia, llamada
chikungunya
, que se estaba extendiendo como la pólvora. Con aquella palabra suajili, que significaba «lo que se estira hacia arriba», se describía el encorvamiento excesivo que adoptaban cuantos padecían el insufrible dolor de articulaciones provocado por esta artritis epidémica. Todo apuntaba a que el virus se hallaba presente desde hacía un tiempo, aunque en cantidades relativamente desdeñables. Sin embargo, había resurgido de repente para infectar las legiones de mosquitos
Aedes aegypti
con que contaba la región. En las Seychelles y otras islas del océano Índico habían ido apareciendo miles de afectados, aquejados de erupción, fiebre y dolores articulares que les impedían moverse. Y según les recordó el profesor, Sri Lanka seguía poseyendo incontables colonias de dicho insecto y de aguas estancadas, ambiente por demás propicio para su proliferación. No apoyaba, ni tampoco negaba, el rumor que afirmaba que el organismo causante podía haber sido fruto de la investigación destinada a crear armas biológicas (si bien no había nadie dispuesto a determinar qué país era el responsable ni contra qué otro estado pretendía utilizarlas) y haber escapado, de un modo u otro, a las regiones del océano Índico.
Aquello era lo más interesante que había tenido oportunidad de oír Ranjit en el erial de Biología 101. Estados perversos, una enfermedad convertida en arma… Estaba deseando hablar de ello con Gamini, pero le iba a ser imposible: su amigo tenía una de sus clases de ciencias políticas poco antes del almuerzo, y en consecuencia, no iba a estar disponible antes de, cuando menos, una hora.
Aburrido, hizo lo que había estado evitando hacer durante buena parte del semestre: acudir al curso de asistencia voluntaria destinado a aspirantes a filántropos y dedicado a la escasez mundial de agua, al que, por supuesto, faltaba la mayor parte del alumnado pese a las encarecidas recomendaciones del personal docente, pensando que quizás así pudiese dormitar sin que lo molestase nadie.
Sin embargo, el ponente comenzó a hablar del mar Muerto, asunto al que Ranjit no había prestado nunca especial atención y que aquél parecía tener por un tesoro escondido. Propuso que se excavasen acueductos desde el Mediterráneo hasta dicha extensión de agua, sita a una altitud de cuatrocientos metros bajo el nivel del mar, a fin de aprovechar la diferencia de altura para generar electricidad. La cabeza del muchacho comenzó a bullir ante semejante idea, una solución colosal que valía la pena poner en práctica sin lugar a dudas. Ardía en deseos de poner al corriente a Gamini.
* * *
Pero cuando éste se presentó, al fin, en el comedor, no dio muestra alguna de hallarse impresionado.
—¡Pues vaya una primicia! —le respondió—. El doctor al-Zasr, un amigo egipcio de mi padre, que fue con él a la escuela en Inglaterra, nos habló una vez de eso durante una comida. Lástima que el proyecto no vaya a hacerse nunca realidad: se trata de una idea israelí, y a las naciones de alrededor no les gustan las ideas israelíes.
—¿Qué? —El profesor había omitido esto último, como también que la propuesta se hubiera formulado veinte años antes, y que si en dos décadas no se había llevado a término, no era probable que fuese a ponerse por obra en aquel momento.
Gamini, a quien tampoco interesaba la fiebre
chikungunya
, sintió que había llegado el momento de instruir a su clínico.
—Tu problema —le hizo saber— es lo que llaman
síndrome de GSSM.
¿Sabes lo que es eso? Claro que no; y si embargo, es precisamente lo que te ocurre. Se trata de tu afán de hacerlo todo a la vez, Ranj. Te partes en demasiados trozos. Mi profesor de psicología dice que hay muchas probabilidades de que eso te vuelva estúpido, porque, por lo visto, te interrumpes cada vez que cambias de una a otra de tus ocupaciones, y eso, a la larga, puede afectar de forma permanente a la corteza prefrontal de tu cerebro y provocarte ADD.
Ranjit arrugó el entrecejo mientras jugueteaba con el portátil de Gamini, pues hacía poco que se había propuesto aprender cuanto le era posible de informática.
—¿Y qué es ADD? Bueno; ya puestos, también podrías explicarme qué es el síndrome de GSSM.
—Deberías tratar de distraerte menos, Ranj —respondió Gamini con una mirada reprobatoria—. El ADD es el trastorno de falta de atención, y GSSM son las iniciales de los cuatro científicos que dirigieron la investigación en torno al síndrome que sufren quienes tratan de embarcarse en demasiadas tareas a la vez. Uno de ellos se llamaba Grafman, y los otros, Stone, Schwartz y Meyer. También había una joven llamada Yuhong Jiang, aunque supongo que ya no debía de haber sitio para más iniciales. El caso es que me da la sensación de que te preocupan demasiado cosas que no puedes dominar.