El último teorema (9 page)

Read El último teorema Online

Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
13.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En la Luna también había volcanes.

El profesor asintió con la cabeza.

—Que no te quepa la menor duda. En tiempos recientes, no, ya que la Luna es muy pequeña y se enfrió hace mucho; pero aún salta a la vista que los hubo, ¡y de unas proporciones tremendas! Los ríos de lava basáltica que vemos aún se extienden por cientos de kilómetros cuadrados, y la Luna está llena de colinas (en terreno llano o en el interior mismo de los cráteres) que pueden ser de origen volcánico. Si hay regueros y elevaciones, es porque hubo lava, y si hubo lava, tuvo que haber… ¿qué?

—¡Túneles volcánicos! —exclamó a un tiempo una docena de estudiantes, entre quienes se encontraba Ranjit.

—En efecto: túneles volcánicos —convino Vorhulst—. En la Tierra, los túneles como el Nahuku raras veces alcanzan más de un par de metros de diámetro; pero la Luna es harina de otro costal. Dado que allí la gravedad es insignificante, pueden tener diez veces el tamaño de los de aquí, lo que los haría comparables al túnel que une Inglaterra y Francia por debajo del canal de la Mancha. Y allí siguen, esperando a que se presente cualquier ser humano, cave hasta dar con uno de ellos, lo selle a conciencia y lo llene de aire para alquilarlo a inmigrantes llegados de la Tierra. —Dicho esto, y viendo que la luz que había sobre la pantalla a fin de indicar el tiempo restante de clase había comenzado a parpadear tras pasar del verde al ámbar y al rojo, anunció—: Hemos terminado por hoy.

* * *

Tal cosa fue, sin embargo, imposible, porque aún había al menos una docena de manos alzadas. En consecuencia, el doctor Vorhulst miró compungido a la implacable luz roja y acabó por ceder.

—Está bien: una pregunta más.

Los alumnos bajaron la mano para mirar con entusiasmo al muchacho que Ranjit había visto cerca de Jude, el compañero que tenía al lado.

—Doctor Vorhulst —dijo enseguida, como si hubiese estado aguardando la oportunidad de hacerlo—, a algunos de nosotros nos gustaría saber cuál es su opinión respecto de cierto asunto. A menudo da la impresión de que esté convencido de que en la galaxia sea algo común la vida inteligente. ¿Es eso lo que cree?

El profesor lo miró con gesto socarrón.

—¡Venga, hombre! ¿Cómo sé yo que ninguno de vosotros no tiene un cuñado periodista, y que si digo lo que queréis que diga no vamos a leer un titular que rece: «Astrónomo universitario revela la existencia de incontables razas alienígenas dispuestas a competir con la humanidad»?

—Pero ¿lo cree? —El estudiante seguía en sus trece.

Vorhulst soltó un suspiro.

—Está bien —dijo—: una pregunta razonable merece una respuesta razonable. No conozco motivo científico alguno por el que en nuestra galaxia no pueda existir cierto número, tal vez bastante amplio, de planetas habitados por seres vivos, ni tampoco por el que parte de éstos no puedan haber desarrollado civilizaciones dotadas de avances científicos significativos. Esa es la verdad, y yo nunca la he negado. No hace falta que diga —agregó— que no estoy hablando de los individuos sobrenaturales de los tebeos, chalados que quieren convertir a los humanos en sus esclavos, cuando no exterminarlos por completo. Como… ¿Cómo se llamaban los enemigos de Supermán, a los que capturó su padre antes de que reventara su planeta para meterlos en una prisión espacial flotante que parecía un pisapapeles cúbico, hasta que ocurrió algo que los sacó de allí?

Apenas había acabado cuando se elevó de las últimas filas una voz que decía:

—¿Se refiere usted al general Zod?

A ésta fue a sumarse otra que añadió:

—¡Y Ursa, la mujer!

Tras lo cual completaron la información media docena más de estudiantes que gritaron a una:

—¡Y Non!

El profesor sonrió.

—Me alegra comprobar que sois muchos los que estáis versados en los clásicos. De cualquier modo, quiero que confiéis en mi palabra cuando digo que no existen; ningún alienígena espacial de aspecto repugnante va a proponerse exterminarnos. Y ahora, más nos vale ir saliendo antes de que llamen a la policía del campus.

* * *

Pese a desconocer por entero la existencia de los grandes de la galaxia o de cualquiera de sus especies satélites (de hecho, de haber tenido noticia de ellos, su respuesta habría sido, acaso, bien diferente), el doctor Joris Vorhulst seguía estando en lo cierto, al menos técnicamente: ningún alienígena espacial iba a decidir exterminar a la especie humana, pues los únicos interesados ya habían tomado dicha resolución para ocuparse, a renglón seguido, de asuntos más amenos.

Lo que movía a los grandes de la galaxia a mantener su zona de influencia libre de especies enemigas no era el deseo de vivir en paz y concordia, sino el anhelo, por demás satisfecho, de que los distrajesen lo menos posible de sus intereses principales. Algunos de ellos iban ligados a los planes que albergaban de conseguir un entorno galáctico ideal, cosa que esperaban lograr antes de que transcurriesen otros diez o veinte mil millones de años; pero también los había más cercanos a lo que los humanos calificarían de
apreciación de la belleza.

Según ellos, eran muchas las cosas que podían considerarse hermosas, incluidas materias que los terrícolas habrían llamado
numeración, física nuclear, cosmología, teoría de cuerdas
(y también de
gravedad cuántica de bucles), causalidad
y muchas otras. El disfrute que les producían los aspectos fundamentales de la naturaleza los podía llevar a consagrar siglos enteros, y aun milenios, si se lo proponían, a la contemplación de los abundantes cambios espectrales que tenían lugar a medida que determinado átomo iba perdiendo, uno a uno, los electrones de su órbita. Asimismo, podían optar por estudiar la distribución de los números primos mayores de 10
50
, o la lenta maduración de una estrella, proceso que seguían desde el momento en que no es más que un cúmulo de gas enrarecido y partículas dispersas hasta la iniciación de la explosión nuclear con que se origina; la fase terminal de su existencia, en que se convierte en una enana blanca en curso de enfriamiento, o el momento en que vuelve a quedar reducida a una nube de gases y partículas.

Tenían, por supuesto, otras ocupaciones. Una de ellas, por ejemplo, era el proyecto de aumentar la proporción de elementos pesados en relación con el hidrógeno primordial de la composición química de la galaxia. Tenían sus motivos para hacerlo, y lo cierto es que éstos no carecían de validez, aunque ningún ser humano de entre sus contemporáneos habría podido llegar jamás a entenderlos. Otras de las cosas que los preocupaban habrían resultado aún menos incomprensibles a los habitantes racionales de la Tierra. Sea como fuere, consideraban una labor útil la de suprimir las civilizaciones que podían suponer peligro alguno.

Por ende, no iban a quedarse de brazos cruzados ante los datos relativos al planeta Tierra. La orden de deponer su actitud que habían enviado a quienes lo poblaban aún iba a tardar años en alcanzar su objetivo a la calmosa velocidad de la luz, y eso era demasiado tiempo. De cualquier modo, se hacía necesario emprender acciones más urgentes, pues aquellos presuntuosos vertebrados bípedos poseían no sólo los conocimientos necesarios para poner en práctica la fisión y la fusión nucleares en el grado necesario para crear armas capaces de causarles molestias, sino también fábricas de armamento repartidas por todo el planeta con las que construirlas. La situación resultaba aún más enojosa de lo que habían imaginado los grandes de la galaxia, y cumple decir que no eran seres muy inclinados a tolerar inconveniencia alguna. A aquélla, en particular, se hallaban resueltos a ponerle fin.

Los grandes de la galaxia podían elegir entre varios sistemas a la hora de transmitir órdenes a alguna de sus razas satélites. Así, por ejemplo, disponían de la sencilla radio, un medio eficaz aunque lento hasta la exasperación. No había señal electromagnética (luz, radar y ese género de cosas) capaz de alcanzar una celeridad mayor que la amadísima
c
del doctor Einstein, que supone una velocidad máxima absoluta de unos trescientos mil kilómetros por segundo. Y aunque habían diseñado máquinas más rápidas, destinadas a colarse por los resquicios de la relatividad, lo cierto es que no pasaban de cuadruplicar o quintuplicar dicho valor.

No podía decirse que ellos mismos (ni tampoco ninguna de las partes que de ellos podían extraerse) adoleciesen de tales limitaciones, dado que eran seres no bariónicos hasta extremos inefables. Por motivos vinculados a la geometría del espacio-tiempo decadimensional, sus viajes estaban compuestos por una serie de etapas: de
a
a
b
; de
b
a
c
, y de
c
, quizás, al destino fijado. Sin embargo, el tiempo de tránsito correspondiente a cada una era cero, con independencia de que se tratara de salvar el diámetro de un protón o de trasladarse del corazón de la galaxia al más remoto de sus brazos espirales.

Optaron, en consecuencia, por dar el incómodo paso de destinar un fragmento de ellos mismos a hacer llegar las instrucciones a los unoimedios, quienes, por lo tanto, recibieron el mandato de ponerse en marcha en el instante mismo en que se lo propusieron los grandes de la galaxia. Y dado que los unoimedios habían previsto cuál iba a ser su decisión, para cuando recibieron la orden ya se habían puesto manos a la obra. No tenían motivo alguno para retrasarse: su ejército de invasión estaba listo para emprender la ofensiva, y no dudaron en dar la orden de atacar.

Eso sí: la suya era una raza por entero material, sometida, por ende, al imperio de la velocidad de la luz; de modo que aún habría de nacer en la Tierra, aproximadamente, una nueva generación humana antes de que sus huestes alcanzasen su objetivo y exterminaran a aquella especie indeseable. Sea como fuere, los combatientes ya se habían puesto en camino.

CAPÍTULO VI

Entre tanto, en la Tierra…

L
a vida parecía sonreír a Ranjit Subramanian…, siempre, claro está, que se dejaran a un lado el hecho de que Gamini seguía a nueve mil kilómetros de él y el de que su padre bien podía hallarse a una distancia similar. Por otro lado, la situación había vuelto a caldearse en Iraq, en donde un contingente de musculosos matones cristianos armados de fusiles de asalto custodiaba una de las cabezas de un puente a fin de impedir que lo cruzasen los islamistas, en tanto que la otra estaba guardada por mahometanos radicales no menos fornidos ni peor pertrechados que no estaban dispuestos a permitir que los cristianos contaminaran su margen del río.

Estaban sucediendo muchas otras cosas como ésta, aunque ninguna, claro, contribuía al estado de felicidad provisional en que se encontraba el joven. No faltaban, sin embargo, las que sí. Así, por ejemplo, la asignatura de Astronomía 101 no sólo le estaba resultando amena, sino que le iba a pedir de boca en el plano académico. Cuando el profesor preguntaba en clase, jamás bajaba del notable alto, y a juzgar por los halagos que recibían sus preguntas y comentarios, la estimación que le tenía el doctor Vorhulst merecía una calificación aún mayor. Había que reconocer que éste encontraba siempre un modo de alabar a casi todos los demás alumnos de la clase, aunque Ranjit tenía claro que tal cosa no se debía a que fuese un educador indulgente o desidioso, sino, más bien, a que entre los matriculados no había uno solo a quien no fascinase la idea de ver, en algún momento, sea donde fuere, a un ser humano salir a explorar alguno de aquellos mundos extraordinarios. Tras obtener su tercer diez en clase, Ranjit pensó, por vez primera, que quizá poseía los elementos necesarios para convertirse en el género de estudiante capaz de enorgullecer a su padre.

En consecuencia, y a modo de experimento, trató de tomarse un tanto más en serio el resto de las disciplinas. Y así, repasó la bibliografía complementaria que les había proporcionado el profesor de filosofía y eligió un libro que, cuando menos, tenía un título interesante. Sin embargo, el
Leviatán
, la gran obra de Thomas Hobbes, dejó de resultarle tan atractivo no bien comenzó a leerlo. ¿Sostenía que el intelecto humano era comparable a una máquina? Ranjit no lo tenía muy claro, ni tampoco lograba entender, por ejemplo, la diferencia entre el
meritum congrui
y el
meritum condigni
. Asimismo, si bien estaba convencido de saber lo que quería decir Hobbes al ensalzar el «Estado cristiano» en cuanto la forma de gobierno más elevada posible, era evidente que semejante idea no podía resultar cautivadora al hijo porfiadamente agnóstico del superior de un templo hindú. En realidad, no había en su obra nada que pareciese pertinente a la vida de nadie que él conociera. Abatido, devolvió el libro a la biblioteca y se dirigió a su habitación sin más pretensiones que la de poder disfrutar de una hora de sueño.

Allí lo esperaban dos cartas. Una de ellas iba en un sobre de tacto sedoso que llevaba estampado el sello de oro de la universidad, y pensó que debía de ser una notificación remitida por los encargados de los asuntos financieros de los estudiantes a fin de informarlo de que su padre le había abonado un trimestre más de residencia. Pero la otra procedía de Londres, y por lo tanto era de Gamini; así que Ranjit no dudó en abrirla de inmediato.

Sin embargo, si esperaba que el hecho de tener noticias de su amigo iba a alegrarle aquel día poco satisfactorio, estaba abocado a una nueva decepción. La carta era breve, y en ella, Gamini no decía en ningún momento estar echándolo de menos. Sobre todo, hablaba de la representación de una de las comedias menos divertidas de Shakespeare a la que había asistido en un teatro llamado el Barbican. Por un motivo u otro, el director había vestido a todo el elenco de un blanco de lo más anodino, de tal manera que Madge y él habían pasado buena parte de la obra sin poder decir quién estaba hablando en cada momento.

Mientras se disponía a abrir el sobre de la universidad reparó en que aquélla era la tercera, acaso la cuarta vez que su amigo mencionaba a aquella tal Madge, y estaba planteándose las implicaciones que podía tener este hecho cuando, tras extraer el contenido, escrito en una hoja del mismo papel sedoso, apartó de su cabeza por entero la posible debilidad de Gamini. La nota llevaba el membrete del decano de estudiantes, y decía:

Tenga a bien apersonarse en el despacho del decano a las 14.00 del martes próximo. Se han formulado contra usted acusaciones de haber hecho, durante el pasado curso, uso ilegítimo de la contraseña informática de uno de los integrantes del claustro, y por consiguiente, se le recomienda encarecidamente que lleve consigo cualquier documento u otro material que considere relevante respecto al particular.

Other books

Gossie Plays Hide and Seek by Olivier Dunrea
The Sound of Language by Amulya Malladi
The Bottom Line by Sandy James
Turf or Stone by Evans, Margiad
Bay of Deception by Timothy Allan Pipes
Access Granted by Rochelle, Marie
On a Slippery Slope by Melody Fitzpatrick
The Phantom Queen Awakes by Mark S. Deniz
Her Texan Temptation by Shirley Rogers