El último teorema (13 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

BOOK: El último teorema
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—¡Ranjit! —le dijo mientras lo llevaba a donde se encontraba ella—. No sabes lo que nos alegra que hayas podido venir. Tengo el placer de presentarte a
mevrouw
Beatrix Vorhulst, mi madre.

Sin saber bien cómo conducirse a la hora de saludar a una mujer, y en particular a una de piel tan extremadamente blanca, que le sacaba al menos tres o cuatro centímetros de estatura y muchos más kilos de peso, se aventuró a obsequiarla con una leve zalema. Sin embargo,
mevrouw
Vorhulst no parecía tener intención de conformarse con semejante gesto, y tomando la mano del muchacho, la estrechó entre las suyas mientras exclamaba:

—¡Ranjit, querido! ¡Qué ganas tenía de conocerte! Mi hijo no tiene favoritos en clase, pero si los tuviese (y por favor no le digas que te he dicho esto), estoy segura de que tú serías uno de ellos. Además, he tenido el placer de conocer a tu padre, un hombre extraordinario. Coincidimos en una comisión de tregua, en los tiempos en los que necesitábamos comisiones de tregua.

El joven lanzó un vistazo rápido al doctor Vorhulst con la esperanza de lograr hacerse una leve idea de lo que podía decir a aquella fuerza de la naturaleza perfumada y de aspecto agradable; pero no recibió ayuda alguna, pues el profesor estaba bromeando con tres o cuatro recién llegados. Sin embargo,
mevrouw
Vorhulst, consciente de las dificultades de Ranjit, decidió tenderle un cable.

—No pierdas el tiempo con esta viuda —le recomendó en consecuencia—. Dentro hay unas cuantas muchachas de aspecto imponente, además de comida y bebida. ¡Hasta esas horribles bebidas deportivas de los norteamericanos a las que tanto se aficionó Joris en California! Aunque yo no te las recomiendo. —Y soltándole la mano con una última palmadita, agregó—: Tienes que venir un día a cenar cuando Joris vuelva de Nueva York. Seguro que viene deprimido, como siempre que intenta convencer a las Naciones Unidas de la necesidad de actuar respecto del ascensor espacial de Artsutanov. Pero, claro —señaló mientras se volvía a fin de recibir a los siguientes invitados—, no podemos echarles toda la culpa a ellos, ¿no es verdad? La gente aún no ha aprendido a trabajar en colaboración.

* * *

Al entrar al espacioso salón de la residencia, Ranjit advirtió que ya habían llegado, en efecto, varias muchachas de gran atractivo, aunque la mayoría ya había trabado conversación con uno o más de los convidados varones. Saludó con una leve inclinación de cabeza a tres o cuatro compañeros de clase, si bien lo que llamó su atención de un modo más poderoso en aquellos instantes fue la propia casa en la que se hallaban. En poco podía compararse con el modesto hogar que poseía su padre en Trincomali. El suelo estaba hecho de cemento blanco pulido, y en los muros se abrían, aquí y allá, puertas que desembocaban en el extenso jardín, ornado de palmeras y franchipanes y rematado con una piscina de aspecto tentador. Había tomado la precaución de comer antes de la fiesta, de modo que el banquete que habían dispuesto los Vorhulst para los invitados estaba, para él, de más. No sin cierto escalofrío, desdeñó la bebida estadounidense para deportistas que había mencionado la madre del profesor, si bien se alegró al dar con cierta provisión de botellines de la Coca-Cola de toda la vida. Cuando se puso a buscar un abridor, se presentó de la nada un criado que, arrebatándole la botella de la mano, hizo saltar la chapa y vertió el contenido en un vaso alto con hielo que hizo aparecer también como por encantamiento.

Hecho esto, el recién llegado se esfumó y lo dejó solo, pestañeando por la estupefacción, hasta que, desde otro punto de la sala, lo llamó una voz femenina:

—Si los invitados se pusieran a servirse sus propios refrescos, ¿cómo iban a ganarse las habichuelas los escanciadores? ¿Cómo estás, Ranjit?

Al darse la vuelta, reconoció a la joven burguesa que había asistido con él a clase de sociología durante su poco próspero primer año académico. Mary…; no: Martha. No…

—Myra de Soyza —lo ilustró ella—. Nos conocimos el año pasado, en sociología, y la verdad es que me alegra volver a verte. He oído que estás estudiando el teorema de Fermat. ¿Cómo lo llevas?

Una pregunta así, formulada, además, por una joven tan bien parecida como aquélla, no podía sino cogerlo por sorpresa. En consecuencia, optó por dar una respuesta poco comprometedora.

—Me temo que con demasiada lentitud. No sabía que te interesase Fermat.

Al rostro de ella asomó cierta turbación.

—En fin, supongo que debería decir que, en realidad, eras tú quien me interesaba. Cuando supimos que le habías robado la contraseña al profesor de mates… ¿De qué te sorprendes? Todos sus alumnos están enterados. Para mí que, si no hubiese acabado el semestre, te habrían elegido delegado de la clase por aclamación. —Con una sonrisa, retomó el hilo de la charla—. El caso es que no pude evitar preguntarme qué podía haber obsesionado tanto a alguien como tu… Lo de «obsesionar» suena quizá demasiado fuerte, ¿no?

Ranjit, que hacía mucho que había aceptado la descripción técnica de su investigación, fallida hasta entonces, se encogió de hombros.

—Bueno —prosiguió ella—: digamos que quise saber qué podía ser lo que estaba alimentando el interés que habías puesto en tratar de dar con una demostración de la teoría de Fermat. Lo que tenía éste en la cabeza no podían ser las conclusiones de Wiles, ¿verdad? Aunque sea sólo porque cada uno de sus pasos esté ligado al trabajo que elaboró alguien muchísimo después de estar muerto y bien enterrado el francés, quien no tenía modo alguno de haberlo conocido… ¡Ten cuidado con la Coca-Cola!

Él parpadeó y entendió a qué se refería Myra de Soyza: el giro que había tomado la conversación lo había desconcertado tanto que no se había dado cuenta de que estaba inclinando demasiado el vaso. Enderezándolo de inmediato, dio un ligero sorbo a fin de despejarse la cabeza.

—¿Qué sabes tú de la demostración de Wiles? —le exigió, sin preocuparse siquiera por conducirse con cortesía.

A ella no pareció importarle.

—No mucho, la verdad. Lo bastante para formarme una idea de en qué consiste. Muchísimo menos, por supuesto, de lo que tiene que saber un matemático de veras. ¿Sabes quién es el doctor Wilkinson, el del Foro Matemático de la Universidad de Drexel? En mi opinión, es el que ha dado la mejor explicación, y la más sencilla, de las conclusiones de Wiles.

Lo que en aquel momento paralizaba las cuerdas vocales de Ranjit era que él mismo se había sentido, en la época en que empezaba a tratar de entender semejante prueba, muy agradecido con el doctor Wilkinson por aquella misma exposición. Se percató de que debía de haber hecho alguna clase de sonido más o menos articulado al ver que su interlocutora lo miraba con gesto interrogativo.

—A ver —aclaró—: ¿me estás diciendo que has sido capaz de seguir el comentario de Wilkinson?

—Pues claro —confirmó ella con dulzura—. Resulta muy esclarecedor. Sólo me hizo falta leerlo… en fin —reconoció—, cinco veces. También tuve que recurrir cada dos por tres a los libros de consulta, y aunque no me cabe duda de que debí de perderme un buen número de detalles, creo que capté bastante bien la idea general. —A continuación, lo observó unos instantes en silencio antes de preguntar—: ¿Sabes lo que haría yo en tu lugar?

—Ni idea —respondió él con total sinceridad.

—En vez de molestarme en analizar nada de lo que hizo Wiles, estudiaría la obra que produjeron otros matemáticos durante los treinta o cuarenta años que siguieron a la muerte de Fermat. ¿Sabes lo que quiero decir? Trabajos de los que él pudo haber tenido noticia cuando sólo estaban en estado embrionario, o que estuviesen basados en su propia obra. O… ¡Vaya! —exclamó, cambiando abruptamente de tema mientras miraba por lo alto del hombro derecho de Ranjit—. Ahí viene Brian Harrigan, a quien hace mucho que he perdido, con la copa de champán que le he pedido hace siglos.

El tan esperado Brian Harrigan, otro de aquellos estadounidenses de dimensiones imponentes, llegó a la zaga de una belleza que debía de frisar en los veinte años, y miró a Ranjit durante un microsegundo.

—Lo siento, cielo —se disculpó ante Myra de Soyza a través del espacio ocupado por Ranjit Subramanian, como si éste no existiera—; pero me he puesto a hablar con… mmm… ¿Devika? Me parece que se ha criado, o algo así, en esta casa, y ha prometido enseñármela. Tiene algún que otro elemento de diseño extraordinario. ¿Te has fijado en el suelo de cemento? Así que, si no te importa…

—Ve con ella —respondió Myra de Soyza—; pero dame antes el champán, si es que no se ha calentado.

Y así lo hizo él: se alejó del brazo de la joven, que no había dirigido una sola palabra a Ranjit ni a Myra de Soyza.

* * *

Lo mejor de la marcha de Brian Harrigan era que lo dejaba en posesión exclusiva de la compañía de aquella muchacha sorprendente, desconcertante y, en general, muy poco común. (Ranjit estaba seguro, eso sí, de que no era tan joven: debía de tener al menos dos o tres años más que él, como mínimo.) No tuvo aquella conversación por nada semejante a una cita amorosa: estaba demasiado ayuno de tales menesteres para dar un salto así, y de cualquier modo, debía tener también en cuenta a aquel tal Brian Harrigan que la trataba de «cielo» como si tal cosa. Tras un par de indirectas, De Soyza lo ayudó a completar el retrato de él que se había hecho. Así, resultó que no era de Estados Unidos, sino del Canadá. Trabajaba para una de esas cadenas de hoteles que tienen representación por todo el mundo, y se hallaba planificando la construcción de otro establecimiento de lujo en las playas de Trincomali. Su interlocutora, sin embargo, omitió el único dato que suscitaba la curiosidad del muchacho, quien hubo de recordarse a sí mismo que, al fin y al cabo, no era asunto suyo si se acostaban juntos o no.

La joven pareció azorarse al verlo reaccionar cuando mencionó el nombre de Trincomali.

—¡Vaya, claro! No había caído en que es tu ciudad. ¿Sabes de qué hotel habla Brian?

Ranjit hubo de reconocer que de aquellos edificios turísticos de Trinco sólo sabía decir que eran carísimos. Ella, no obstante, le preguntó a continuación por el templo de su padre, sobre el que parecía no estar nada mal informada (según pudo comprobar, maravillado de nuevo). Sabía que se había erigido sobre lo que llamaban «la colina sagrada de Siva»; que había sido (o por lo menos, el templo grande que saquearon los portugueses en 1624) uno de los lugares de culto más ricos de todo el Sudeste Asiático, abundantísimo en oro, seda, joyas y todo género de artículos valiosos que habían ido acumulando los monjes a lo largo de su milenaria historia. Hasta sabía de aquel día terrible de 1624 en que el caudillo lusitano Constantino de Sá de Menezes ordenó al sumo sacerdote del santuario despojar el templo de todo objeto de valor y hacer llegar los tesoros a las naves portuguesas fondeadas en el puerto bajo amenaza de volver hacia el templo los cañones que montaban. El superior no tuvo más opción que acatar las instrucciones…, tras lo cual De Sá bombardeó igualmente el lugar hasta que no quedaron más que cascotes.

—Ajá… —exclamó Ranjit al acabar ella—. Sabes una barbaridad de aquel tiempo, ¿no?

—Eso parece —confirmó la joven con cierta turbación—, aunque supongo que la información que poseo no es la misma que debes de tener tú, ya que, de hecho, mis antepasados se contaban, por lo general, entre los saqueadores.

Él no tuvo más respuesta para eso que otro: «Ajá…». Mientras conversaban, habían salido al jardín de franchipanes y jengibres en flor para sentarse uno al lado del otro como amigos bajo un grupo de palmeras. Desde allí veían la amplia piscina de los Vorhulst, en cuyo interior jugaba al balonvolea un puñado de compañeros de clase de Ranjit que, de un modo u otro, se habían hecho con bañadores para todos. Uno de los criados había vuelto a llenar la copa de champán de Myra y el vaso de Coca-Cola de Ranjit, y mientras paseaban hasta allí, algunos de los invitados habían saludado a la muchacha, y también uno o dos habían hecho otro tanto con él. Aun así, De Soyza no había dado signos de querer poner fin a la tertulia, ni tampoco Ranjit parecía tener el menor interés en acabarla. No pudo por menos de reparar en lo curioso de tal cosa, pues era la primera vez que deseaba prolongar charla alguna con una chica.

Supo de ella que había viajado con sus padres por toda la isla de Sri Lanka, y que no había rincón de ella que no la apasionase. Ella quedó maravillada al oír que Ranjit apenas había salido de Trincomali, si no había sido durante alguna que otra excursión escolar y para estudiar en Colombo.

—¿Nunca has ido a Kandy? ¿No has visto a los recolectores subir a los árboles por la savia con la que hacen el licor de palma?

Y su respuesta había sido siempre la misma:

—No.

En esto estaban cuando pasó por allí
Mevrouw
Vorhulst, quien iba de un lado a otro a fin de cerciorarse de que sus invitados se hallaban bien atendidos.

—Parece que vosotros dos no os aburrís, ¿eh? —Y clavando en ellos la mirada, se ofreció—: ¿Queréis que os traiga algo?

—No, gracias, tía Bea —respondió De Soyza—. La fiesta es estupenda.

Entonces, cuando la anfitriona se hubo alejado, contestó la pregunta que vio formulada en la mirada de Ranjit.

—Los burgueses nos conocemos todos, y la tía Bea es casi familia mía. De pequeña, pasaba tanto tiempo aquí como en mi casa, y Joris ha sido siempre el hermano mayor que nunca he tenido: el que siempre se aseguraba de que no me ahogase cuando me llevaba a la playa y de que estuviera en casa a tiempo para dormir la siesta. —Entonces, advirtiendo el gesto de perplejidad de él, quiso saber—: ¿Te pasa algo?

—Sólo estoy un poco confundido —aseguró él en tono de disculpa—. La acabas de llamar Bea, ¿no? Y yo creía que se llamaba…
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, ¿verdad?

Myra tuvo la condescendencia de no sonreír demasiado.

—Mevrouw
significa «señora» en neerlandés. Su nombre es Beatrix. —Dicho esto, miró su reloj con gesto de preocupación—. Pero no quiero impedir que te diviertas con tus amigos. ¿Seguro que no prefieres darte un chapuzón en la piscina? Los Vorhulst tienen toda una selección de bañadores en los vestuarios…

* * *

No le cabía la menor duda al respecto. Lo que no habría sabido decir era cuánto tiempo podían haber seguido hablando. Myra de Soyza no daba la impresión de tener prisa por acabar, aunque de eso ya se encargaría, algo más tarde, el casi olvidado Brian Harrigan, quien hizo patente su existencia al asomarse a escudriñar al jardincito de palmeras antes de entrar en él.

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