El Umbral del Poder (27 page)

Read El Umbral del Poder Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
9.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando hubo conseguido su propósito preguntó a la presencia invisible «qué era lo que no encajaba», y ésta contestó diáfana, inconfundible.

—¡En nombre de los dioses, no! —se lamentó—. ¡Cuan estúpidos hemos sido al prestarnos a su juego!

De pronto, comprendía el plan de Kitiara sin posible margen de error. Era casi como si ella estuviera en la estancia y se lo expusiera con todo lujo de detalles. Convulsionado su pecho, alzó los párpados y, situándose de un brinco frente a la ventana, la abrió y estampó su puño en el alféizar. En su arrebato se cortó la carne y el brazo volcó el cuenco de té, que se hizo añicos en el suelo pero no notó ni la sangre que brotaba de su mano herida ni el brebaje derramado a sus pies. Clavadas las pupilas en el encapotado, irreal firmamento, estudió la marcha de la ciudadela.

Estaba al alcance de sus flechas, de sus lanzas. Alzando la vista, medio deslumbrado por los incesantes relámpagos, vislumbró, aunque no con detalle, las armaduras de los draconianos, las aviesas sonrisas de los humanos mercenarios que peleaban a su lado y las escamas de los Dragones peregrinos.

Como intuía el semielfo, la fortaleza pasó de largo sin detenerse.

No se había disparado un proyectil, ninguna bola mágica había socarrado a las tropas de la Torre. Khirsah y sus animales se incomodaron, ojearon enfurecidos a sus hermanos de raza y enconados rivales, pero su solemne juramento de no iniciar una trifulca sin ser hostigados creaba una ligadura más fuerte que el odio. Los caballeros casi se descoyuntaron en su afán de examinar aquel mecanismo inmenso, abrumador, que se desplazaba hacia lo desconocido, no infligiéndoles más daños que el desprendimiento de algunas piedras del torreón más alto al rozarlo su base desigual.

Profiriendo blasfemias entre dientes, Tanis echó a correr hacia la puerta y se tropezó con Gunthar en el instante en que el mandatario, con el rostro desfigurado, entraba en la cámara.

—Estoy estupefacto —venía diciendo el coronel a sus asistentes antes de que se produjera el choque—. ¿Por qué no nos ha atacado? ¿Qué se propone esa mujer?

—¡Sitiar la ciudad directamente! —le espetó el semielfo, rehecho del inesperado encontronazo y en un paroxismo tal que, sin darse cuenta, empezó a zarandear al coronel—. Eso era lo que Dalamar pronosticó. La misión de Kitiara consiste en reducir a los palanthianos, no va a perder tiempo y hombres con nosotros cuando no hay motivo para ello. Ha sobrevolado la Torre, y continúa hacia su objetivo.

Los ojos del dignatario, apenas visibles tras las rendijas del yelmo, se empequeñecieron al fruncir éste el entrecejo.

—Ella no cometería tamaña insensatez —discrepó, acariciándose pensativo el mostacho. Al fin, exasperado, se desembarazó de su huésped y también del casco—. En nombre de los dioses, Tanis, ¿qué clase de táctica militar es ésa? Ha dejado desprotegida la retaguardia de su ejército de tal modo que, aunque tome Palanthas, no podrá conservarla más que unas jornadas bajo su yugo. Ella misma se habrá atrapado entre nosotros y las murallas de la urbe. No, ha de desarticular nuestra guarnición y luego emprenderla contra la ciudad. De lo contrario —insistió— la destruiremos. ¡No le quedará ni una vía de escape!

«Quizá —conjeturó, vuelta la mirada hacia su escolta personal—, no sea más que un ardid destinado a sorprendernos con la guardia baja. Reagrupémonos y vigilemos el horizonte. Temo que nos tienda una emboscada desde el otro lado…

—¡Haz el favor de escucharme! —le conminó el semielfo, airado ante la ceguera del caballero—. No es ningún ardid. Kit va hacia Palanthas resuelta a someterla. Cuando tus tropas y tú lleguéis a la ciudad, su hermanastro habrá regresado a nuestro mundo a través del Portal, y ella le aguardará con la ciudad a sus pies.

—¡Incongruencias! —le reprendió Gunthar—. Por muy poderosa que sea la dama, Palanthas no capitulará a tan corto plazo. Los Dragones del Bien presentarán batalla y, aunque los ciudadanos no sean luchadores avezados, sabrán cómo refrenar al enemigo gracias a su ventaja numérica. Mis oficiales marcharán enseguida. Estarán allí dentro de cuatro días.

— Olvidas algo —declaró Tanis, a la vez que, firme pero cortés, se abría paso entre los presentes—. Ni tú ni yo hemos pensado en el elemento que iguala las fuerzas en esta pugna: el espectro Soth.

Capítulo 12

Palanthas, símbolo roto de la paz

Impulsado por sus magníficos cuartos traseros, Khirsah dio un salto y surcó el aire, con grácil desenvoltura, sobre las tapias de la Torre del Sumo Sacerdote. El contundente batir de sus alas les permitió sobrepasar, a él y a su jinete, la lenta trayectoria de la ciudadela flotante mucho antes de que ésta cubriera la mitad del recorrido. «De todos modos —calculó Tanis, pues no era otra la cabalgadura—, la fortaleza se mueve lo bastante deprisa para plantarse en Palanthas, con toda probabilidad, mañana al amanecer.»

—No te acerques demasiado —ordenó, cauto, al reptil.

Un Dragón Negro hizo sobre ellos un indolente vuelo de reconocimiento, trazando círculos que derivaron en espirales. Se divisaba en la distancia a algunos de sus secuaces y, ahora que se hallaba a la altura del alcázar, el semielfo distinguió también a los animales de escamas azules, que, persistentes, dibujaban elipses regulares en torno a las tórrelas del edificio. Posó sus ojos especialmente en uno al que identificó como Skie, la montura predilecta de Kitiara.

«¿Dónde estará Kit?», se preguntó, tratando sin éxito de espiar el interior del castillo a través de las ventanas rebosantes de draconianos, que, jocosos, le señalaban entre mofas. El repentino resquemor de que la dama le identificase, en el caso de que estuviera ojo avizor, le llevó a esconder el rostro bajo la capucha. Una vez tomada tal precaución, no obstante, fue él quien se burló de sí mismo y se mesó la barba, mientras se repetía que, aunque Kitiara le viese, no distinguiría sino a un solitario viajero a lomos de un dragón alado y deduciría que era un emisario de los caballeros.

Imaginó, como si lo estuviera viviendo, lo que ocurría dentro de la fortificación.

—Podríamos derribarle en el cielo, señora —sugeriría uno de los oficiales a la mandataria.

—No dejemos que comunique la noticia a los palanthianos y que éstos averigüen qué les espera —respondería ella, emitiendo una risa taimada que casi resonó en los tímpanos del que la evocaba—. Así tendrán tiempo para sudar.

«Tiempo para sudar.» Tanis se enjugó la frente. A pesar de la brisa glacial que soplaba sobre las cumbres montañosas, la camisola que se ajustaba a su carne, oculta por el peto de cuero y la cota de malla, estaba húmeda y pegajosa. En un desagradable contraste, tiritaba sin pausa en el frío ambiental y hubo de arroparse con la capa. Le dolían los músculos porque, acostumbrado a los carruajes y no a la grupa desnuda de un dragón, el esfuerzo físico le suponía una dificultad adicional. Iba a abandonarse al nostálgico recuerdo de su confortable vehículo cuando, enojado con su flaqueza, sacudió la cabeza para despejarse —tampoco iba a consentir que una noche en vela le afectara tanto— y desechó los problemas nimios para pensar en otros, mucho más espinosos, que tenía que solventar.

Khirsah hacía todo lo posible por ignorar a su congénere de piel oscura que, en aquel momento, se encontraba suspendido en la vecindad. El broncíneo animal imprimió mayor velocidad a sus miembros hasta que el rival, que tan sólo les acechaba porque le habían mandado observarles, dio media vuelta hacia la ciudadela. La mole había quedado rezagada. Se deslizaba sin dificultad sobre unos cerros escarpados que habrían obstaculizado el avance de un ejército de tierra.

El semielfo empezó a planificar su acción. Pero todo cuanto decidía hacer exigía unos preliminares tan largos e ineludibles que, al rato, se sintió como uno de aquellos ratones de feria que corrían sin cesar sobre una rueda y no llegaban a ninguna parte, a pesar del empeño que ponían. Gunthar, al menos, había intimidado, merced a sus arengas, a los generales de Amothus. Éste era un título honorífico que se concedía en Palanthas a quienes habían destacado en la comunidad, pero que en modo alguno significaba que tales «generales» hubieran participado jamás en una batalla. Gunther les había dirigido sus arengas con tal acierto, que los generales habían movilizado la milicia local. Lamentablemente, la mayoría de los habitantes de la ciudad sólo vieron en el cambio de rutina una excelente excusa para gozar de un período de asueto.

El caudillo solámnico y sus hombres habían presenciado, sin poder evitar la chanza, las torpes evoluciones de los soldados civiles. Concluidos los adiestramientos, Amothus pronunció un discurso de dos horas. Los voluntarios elegidos celebraron su hazaña bebiendo alcohol hasta la extenuación y, en conjunto, todos se divirtieron de lo lindo.

Al representarse en su mente las figuras rechonchas de los taberneros, los no menos orondos comerciantes, los aseados sastres y los forjadores, fuertes pero torpes, tropezando con sus armas y entre sí, obedeciendo instrucciones que no se habían dado mientras pasaban por alto otras manifestadas en tono perentorio, Tanis tuvo que reprimir el llanto. Era aquella caterva de incompetentes, reflexionó compungido, el adversario que había de interceptar al Caballero de la Muerte y sus legiones de guerreros espectrales en las puertas de Palanthas. Y no habían de perfeccionarse sus artes marciales, pues la confrontación era inminente.

—¿Dónde está Amothus? —preguntó Tanis, y cruzó las colosales puertas del palacio antes de que se abrieran oficialmente, con tanta energía que a punto estuvo de atropellar a un atónito lacayo.

—Duerme, señor —contestó éste—, es aún muy temprano.

—Despiértale. ¿Quién se halla a cargo de los caballeros?

El interpelado, desorbitadas las pupilas, solicitó una aclaración.

—¡Maldita sea! —se impacientó el semielfo—. Lo que quiero saber, cerebro de mosquito, es el nombre del caballero de mayor rango.

—El comandante Markham, señoría, apodado «el de la Rosa» —colaboró Charles, que, con su digna flema, acababa de salir de una antecámara—. ¿Envío a alguien en su busca?

—¡Sí! —bramó el visitante.

Al comprobar que todos cuantos se habían reunido en el vestíbulo de la mansión le miraban como si hubiera perdido el juicio, y razonar también que el pánico sólo había de favorecer en la liza al enemigo, Tanis se cubrió los ojos con una mano, inhaló una bocanada de aire y se exhortó a la serenidad.

—Sí —reiteró con voz pausada—, traed a Markham y a Dalamar, el mago.

Este último requerimiento pareció confundir incluso al imperturbable Charles. El criado meditó unos momentos y, con una expresión que denotaba tristeza, se aventuró a poner trabas.

—Lo siento muchísimo, señoría —se disculpó—, pero no dispongo de medios para mandar un mensaje a la Torre de la Alta Hechicería. Ningún ser viviente accedería a internarse en ese malhadado Robledal, ni siquiera un kender.

—¡No puede ser! —se revolvió el héroe frente al impedimento—. ¡Tengo que hablar con él! —Su mente, siempre activa, se convirtió en un hervidero de ideas, no todas practicables. Al fin se decidió a exponer una—: Recurriremos a uno de los prisioneros goblins de vuestros calabozos. Los de su raza pueden cruzar el Bosque sanos y salvos, o al menos eso creo, así que convencedle. Os autorizo a prometerle la libertad, dinero, medio reino o al mismísimo Amothus. No reparéis en ofrendas hasta motivarlo.

—Todo eso no será necesario, amigo mío —dijo alguien en un enigmático siseo, a la vez que una figura de negra indumentaria se materializaba en el zaguán y, al hacerlo, sobresaltaba a Tanis, aterrorizaba a los lacayos y, lo que era más insólito, causaba el momentáneo enarcamiento de las cejas de Charles.

—Me rindo ante tus poderes —le alabó el semielfo, aproximándose al aparecido, que era, como cabe adivinar, el elfo oscuro en persona—. Debemos conferenciar en privado. Te ruego que vengas conmigo —le instó, tras asegurarse de que el anciano servidor encargaba a uno de sus subordinados que alertase al Señor de la ciudad y a otro que localizara al caballero Markham.

Mientras caminaban hacia una dependencia vacía, Dalamar comentó a su guía:

—Me gustaría merecer tu cumplido. Pero ha sido mi sentido visual, no una mágica lectura de tu mente, lo que me ha permitido discernir tu llegada. Divisé desde la ventana del laboratorio el aterrizaje del Dragón Broncíneo en el patio del palacio y, también, cómo desmontabas y atravesabas el umbral. Dado que era para mí de extrema urgencia que sostuviéramos una entrevista, acudí al instante. Imagino que ambos queremos tratar el mismo asunto.

—Rápido, antes de que se nos unan los otros —le apremió Tanis, cerrando la puerta de la estancia en la que le había introducido—. ¿Estás al corriente de la amenaza que se cierne sobre nosotros?

—Me enteré anoche —repuso el aprendiz—. Quise ponerme en contacto contigo, pero ya habías partido. —Su sonrisa se torció sinuosa, maligna, al añadir—: Mis espías vuelan sobre las alas del viento.

—Dudo que lo hagan sobre alas de ninguna clase, por inmateriales que éstas sean —gruñó su contertulio.

Suspiró, se atusó la barba en un gesto atávico y, levantando la cabeza, miró fijamente a Dalamar. El hechicero elfo estaba erguido frente a él, enlazadas las manos bajo las bocamangas de la negra túnica y en una actitud de sosiego, de paz. Su aspecto era el de alguien en quien podía confiarse para realizar un acto de frío valor en una situación de crisis. Lo único que quedaba por definir era qué bando elegiría en las presentes circunstancias.

Tanis se frotó las sienes, inmerso en un laberinto que le producía migraña. ¡Cuánto más fácil era todo en épocas pasadas! —pensaba como un anciano, pero no dejaría de ser franco consigo mismo—, cuando el Bien y el Mal estaban claramente delimitados y cada uno se enrolaba en unas y otras filas según el dictado de su conciencia. Ahora se había aliado con un hijo de la maldad para combatir al máximo exponente de lo demoníaco, a su criterio una pura contradicción. «El Mal se vuelve contra sí mismo», había leído Elistan en los Discos de Mishakal quizás en esta frase se hallaba la clave. Sea como fuere, no podía malgastar su escaso tiempo en vacilaciones. Depositaría su fe en Dalamar, una criatura ambiciosa que tenía interés en ayudarles si deseaba ver cumplidas sus aspiraciones.

—¿Existe algún método para detener a Soth? —interrogó al acólito en tono confidencial.

Other books

ELIXIR by Gary Braver
Rounding the Mark by Andrea Camilleri
Nameless Night by G.M. Ford
Invincible by Dawn Metcalf
Hunting Witches by Jeffery X Martin
InTooDeep by Rachel Carrington