El Umbral del Poder (31 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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Alejándose del caballero, Tanis se asomó a la ventana y, contemplando la hermosa ciudad de Palanthas, aguardó los primeros albores del amanecer.

A Laurana

«Mi esposa querida:

«Cuando nos despedimos, hace ahora una semana, mal podíamos suponer que nuestra separación habría de prolongarse tanto tiempo. ¡Hemos pasado lejos el uno del otro durante períodos tan largos de nuestra vida! Sin embargo, admito que en las presentes circunstancias no lamento que así sea y que, incluso, me reconforta saber que estás a salvo aunque si Raistlin logra realizar sus designios, temo que no quedarán reductos seguros en toda la extensión de Krynn.

«Debo ser honesto, amada mía. No abrigo ninguna esperanza de que sobrevivamos. Creo poder afirmarlo sin romper mi voto de sinceridad, que no me inspira miedo la perspectiva de morir. Pero me enfrento a mi destino con acerba furia. En la última guerra podía permitirme el lujo del valor, ya que nada poseía y nada tenía que perder. Ahora, al contrario, mi deseo de vivir es grande, porque me siento como un desheredado después de haberme arrullado en la dicha que ambos compartimos y no soporto la idea de que me arrebaten el futuro, nuestro futuro. Pienso en nuestros planes, en los hijos que anhelamos concebir y sobre todo en ti, mi adorada Laurana, en el dolor que ha de infligirte la noticia de mi muerte.

«Las lágrimas de la ira, del pesar, oscurecen mi visión. Sólo me queda rogarte que hagas tuyo el único consuelo que a mí me anima: esta despedida será la última. El mundo no volverá a distanciarnos. Te esperaré, mi Laurana, en ese reino donde hasta el tiempo expira.

«Un atardecer, en las regiones de la eterna primavera, del perpetuo claroscuro, posaré mi mirada en la senda y distinguiré tu entrañable silueta caminando hacia mí. ¡Es tanta la nitidez con la que te imagino, dama de mis sueños! Los postreros rayos del sol poniente bañan tu áureo cabello, mientras ilumina tus ojos un amor que es reflejo del que yo mismo irradio.

«Vendrás a mí, te estrecharé entre mis brazos y, enlazados, nos abandonaremos a ensoñaciones de las que nunca habremos de despertar.

«Eternamente tuyo Tanis.»

LIBRO III

El retorno

El guarda holgazaneaba en la penumbra de una garita, situada junto a la puerta de la Ciudad Vieja. Oía al otro lado, en el exterior, las voces de los centinelas, que, tensos por la excitación y el miedo, presumían de su coraje. Debía de haber una veintena de soldados, pensó el anciano en su refugio. Habían doblado la vigilancia nocturna y, además, aquellos que concluían su servicio preferían quedarse en lugar de aprovechar el relevo para retirarse. Sobre la cabeza del solitario personaje retumbaban las marciales, rítmicas pisadas de los Caballeros de Solamnia y mucho más arriba, en el aire, percibía el crujiente batir de alas de los dragones e incluso las conversaciones que sostenían los reptiles en su secreto lenguaje. Se trataba de los animales broncíneos que Gunthar había traído desde la Torre del Sumo Sacerdote y que, al igual que hacían los humanos en tierra, custodiaban el cielo ante la eventualidad de un ataque.

En los tímpanos del vigilante se entremezclaban los sonidos, que eran como los heraldos de un destino inminente. Sí, tal era la idea que rondaba por su cabeza, aunque, en honor a la verdad, no la formulaba en estos términos, ya que las palabras «destino» ni, menos aún, «inminente» formaban parte de su vocabulario. Sea como fuere, el conocimiento de lo que se avecinaba estaba en esencia en su mente, y eso era lo importante. El viejo era un antiguo mercenario, había vivido infinidad de episodios semejantes en su juventud y, hay cosas que no cambian, también él se había vanagloriado de las proezas que realizaría al día siguiente, del mismo modo que ahora se jactaban los soldados detrás del acceso. Sin embargo, en su primera batalla, el pánico le había dominado hasta tal extremo que no recordaba de él ni el más nimio detalle.

Luego vinieron muchos otros combates, que amoldaron las aprensiones a su cuerpo como una segunda piel. El pavor no se vencía sino que pasaba a formar parte de uno, se blandía junto a la espada hasta que se convertía en algo inseparable. La representación de la batalla que ahora se anunciaba no era distinta. Llegaría la mañana y, para los afortunados, una nueva noche.

Un repentino bullicio de lanzas y voces, un alboroto general, sacó al anciano guarda de sus filosóficas reflexiones. A regañadientes, pero con un amago de emoción comparable a la de otros tiempos, asomó la cabeza por la entrada de la garita.

—¡He detectado algo! —alertó a sus superiores un soldado que, jadeante, se personó en las proximidades de la puerta—. ¡Era un tintineo de armaduras, como si se acercase una tropa completa!

Los otros guardianes espiaron las tinieblas, mientras los caballeros, interrumpiendo la ronda, escrutaban la ancha avenida de la Ciudad Nueva, que desembocaba en el portalón principal de la antigua. Se sumaron nuevas antorchas a las que ardían ya en los pedestales de tal modo que, entre todas, proyectaron un círculo de luz en el terreno adyacente. Pero la zona iluminada se terminaba a escasos metros y confería una nota todavía más oscura, más lóbrega, a la negrura del entorno. El mercenario oyó los ruidos que describiera el acalorado muchacho. Pero, lejos de espantarse, atendió al consejo de su propia veteranía y se dijo que cuando reinaba la incertidumbre, con el aditamento del terror y la nocturnidad, un solo hombre podía tomarse por un regimiento.

Salió de la garita y, ondeando ambas manos, ordenó a los desconcertados centinelas:

—Volved a vuestros puestos, los de dentro y los de fuera.

Los inexpertos soldados obedecieron. Una vez en las posiciones que les fueran asignadas, prepararon las armas. El viejo luchador, cerrando los dedos sobre la empuñadura de su espada, atravesó una trampilla lateral y en solitario, sin aceptar la ayuda de los más serenos oficiales, se plantó en medio de la calle y aguardó.

Como había vaticinado, a los pocos segundos se expuso al radio delimitado por las teas no una división de draconianos, sino un humano que, hubo de admitirlo, equivalía a dos en cuanto a la corpulencia. Detrás de él apareció un kender.

Ambos se detuvieron, parpadeando bajo el brillo de las llamas embreadas, y el viejo aventurero les examinó. El grandullón no se cubría con la capa habitual, los ígneos perfiles se reflejaban en una armadura que quizás había sido lustrosa en un tiempo, pero que, ahora, se hallaba semioculta por una auténtica costra de fango y en los puntos descubiertos se veía ennegrecida, como si hubiera sufrido el flagelo de un incendio. El cuerpo del kender también estaba cubierto de barro aunque era ostensible el esfuerzo que había hecho para limpiarlo en los llamativos calzones azules. El hombre renqueaba al andar, y en los dos viajeros se adivinaban vestigios de una reciente lucha.

«Resulta extraño —recapacitó el mercenario—. Todavía no ha estallado ningún conflicto, o al menos a nosotros no se nos ha comunicado.»

—He aquí un par de truhanes, quizá salteadores —masculló el guarda, observando que el hombretón apoyaba la mano en su arma, mientras reconocía el terreno, con la desenvoltura de quien sabe utilizarla.

En cuanto al kender, el veterano advirtió que lo miraba todo con la curiosidad natural de su raza. Sin embargo, no dejó de sorprenderle el hecho de que sujetara en sus manos un enorme libro encuadernado en piel.

—¿Qué hacéis aquí? —interrogó el mercenario a los recién llegados, y dio un paso al frente—. ¿Cuál es el propósito de vuestra visita a una hora tan intempestiva?

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó el hombrecillo, logrando, tras un breve forcejeo con el libro, liberar la mano y tendérsela al centinela—. Y éste es mi amigo Caramon. Procedemos de Sol…

—El motivo de nuestra «visita», como tú la denominas, depende de dónde nos encontremos —atajó a su acompañante el individuo hercúleo, cordial en su tono pero con una grave expresión que hizo titubear al anciano.

—¿Significa eso que ignoráis vuestro paradero? —indagó éste, más desconfiado a cada segundo.

—No somos de esta parte del país —contestó aquel que el kender identificara como Caramon—. Perdimos nuestro mapa, y al divisar las luces nos encaminamos hacia aquí.

—Estáis en Palanthas —reveló el vigilante que, en su fuero interno, se repetía: «Si vuestra fábula es cierta, yo soy Amothus».

El hombretón echó un vistazo a su espalda luego, clavando de nuevo los ojos en el mercenario, al que sobrepasaba toda la cabeza, declaró:

—Así que acabamos de llegar a la Ciudad Nueva. Lo que nos ha despistado —explicó— es que se halla vacía. La hemos recorrido de un extremo a otro y no hemos visto señales de vida. ¿Dónde se ha metido la población?

—En el interior. Se ha instaurado el estado de sitio y los palanthianos se han congregado al amparo de las murallas. Supongo que, por el momento, es cuanto necesito contarte —repuso el viejo—. Y bien, ¿puedes ya decirme cuál es el objeto de esta incursión? ¿Y cómo es posible que no estéis enterados de lo que sucede? La noticia se ha propagado por todo Krynn —agregó, suspicaz.

El gigantesco guerrero se acarició la cara, que no se había rasurado durante varias semanas, y esbozó una sonrisa de complicidad cuando susurró:

—Una redoma de aguardiente enanil le nubla a uno el entendimiento ¿no estás de acuerdo, capitán?

El aludido asintió, aunque no se dejó llevar por el halago que el otro pretendía hacerle al atribuirle un rango ficticio. Lúcido e incorruptible, se dijo que las pupilas de aquel individuo destilaban una determinación que nunca tendría un borrachín. No iba a engañarle. Había contemplado antes miradas agudas, limpias como aquélla en combatientes que, abedores de que les esperaba la muerte, se habían reconciliado con los dioses y consigo mismos.

—¿Nos permitirás entrar? —inquirió el hombretón—. Dadas las circunstancias, creo que no os vendrán nada mal un par de bravíos y veteranos luchadores.

—Nos será útil un tipo de tu fornida estructura —confirmó el guarda—. Pero quizá sea mejor abandonar a éste —hizo un gesto despectivo hacia el kender—, dudo que sirva ni siquiera como carroña para los buitres.

—¡Soy un maestro en pelear! —protestó indignado el tal Tasslehoff—. En una ocasión incluso salvé a Caramon, al que tanto admiras. ¿Quieres que te relate la historia? —propuso, desechado el enfado en favor del entusiasmo—. ¡Te aseguro que es fantástica! Verás, estábamos en una fortaleza mágica donde Raistlin, el nigromante, me había escondido después de matar a mi amigo… Pasaré por alto esa parte, me entristece recordarla. En cualquier caso, unos enanos oscuros que conspiraban contra Caramon se abalanzaron sobre él y, al resbalar…

—¡Abrid la puerta! —pidió, horrorizado, el centinela.

—Vamos, Tas —apremió el humano al kender.

—¡Pero si aún falta lo más emocionante! —se lamentó éste.

—Por cierto, ¿serías tan amable de especificarme la fecha? —rogó al mercenario el individuo musculoso a la vez que, con gran agilidad, amordazaba a su compañero para imponerle silencio.

—Día tercero, quinto mes, año 356 —se avino el veterano, tan preciso como socarrón—. Te recomiendo que consultes a algún clérigo en la urbe, él sanará tu rodilla.

—Clérigos —musitó el interpelado—, casi había olvidado que en esta época vuelve a haberlos. Gracias —apostilló con voz sonora, para ser oído.

Traspasaron el umbral de la Ciudad Vieja y el guardián, que no cesó de observarlos, comprobó que el hombrecillo se liberaba de la manaza con la que el otro le aprisionaba a fin de acallar su parloteo y, acto seguido, escuchó su regañina:

—¡Qué asco! Deberías lavarte, Caramon casi me asfixias con tus efluvios. ¡Caramba, tengo la boca llena de barro! ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Estoy enojado porque no me has dejado acabar la narración. Me has interrumpido en el momento en que iba a hablar de tu desliz en la sangre…

Meneando la cabeza, el vigilante se ocupó de que se cerraran de nuevo los accesos. «Esta pareja debe de haber vivido una experiencia abrumadora —intuyó—, tanto que incluso un kender se quedaría corto al referirla.»

Capítulo 1

Triste despedida

—¿Qué contiene ese párrafo, Caramon? —preguntó Tas mientras, de puntillas, intentaba ver el texto por encima del brazo de su amigo.

—¡Chitón! —le ordenó el guerrero, irritado—. Estoy leyendo. Suéltame y no molestes.

El hombretón, después de pasar precipitadamente las páginas de las Crónicas que incitara a confiarle a Astinus, se detuvo en una y procedió a estudiarla con sumo celo.

Exhalando un suspiro que venía a significar: «¡Esto es injusto, soy yo quien ha cargado con el libro!», Tasslehoff se reclinó en el muro y observó el paraje, dolido aún por el exabrupto. Se encontraban debajo de uno de los fanales que usaban los palanthianos para el alumbrado nocturno de sus avenidas. Debía de haber despuntado el nuevo día, se dijo el kender, porque aunque los nubarrones tormentosos oscurecían la luz, la deformaban, envolvía la ciudad una aureola grisácea. Una gélida bruma se elevaba en volutas sobre la bahía y, en torbellinos, fluía a través de las calles, confiriéndoles una opacidad fantasmal.

Los candiles brillaban junto a la mayoría de las ventanas. Pero había escasos paseantes, porque se había recomendado a los ciudadanos permanecer en sus casas a menos que fueran miembros de la milicia. Tas vislumbraba los rostros de las mujeres aplastados contra los cristales, al acecho del regreso del esposo o el hijo. Alguna que otra figura solitaria pasaba a toda prisa junto a los dos viajeros, aferrada su arma, hacia la puerta principal de la muralla. Dado el carácter inquieto del hombrecillo, no dejó de satisfacerle presenciar una de las numerosas escenas familiares que se habían sucedido a lo largo de la noche: una rendija luminosa frente a ellos anunció que se había entreabierto la puerta de una vivienda, y al punto cruzó el umbral un humano varón, con una herrumbrosa espada al cinto, seguido por una mujer, inmersa en llanto. Él se inclinó y le dio un tierno beso, antes de besar también al pequeño que la dama acunaba en sus brazos. Luego, girando de manera brusca, el individuo se alejó raudo y, cuando atravesaba la calzada, el kender reparó en que unos gruesos lagrimones surcaban sus pómulos.

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