El Umbral del Poder (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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—¡Quiero formar parte de esa expedición! Ha sido idea mía y, además, sabré pelear como el primero.

—Para demostrar la validez de este aserto. Tasslehoff hurgó en su cinto y blandió el cuchillo que siempre portaba—. ¡He salvado tu vida, Caramon, y también la de Tanis! —reprochó a aquellos ingratos.

Al advertir, por la expresión que había adoptado el musculoso luchador, que no desarmaría su terquedad, el kender juzgó más prudente dialogar con el semielfo. Se echó implorante, teatral, a sus brazos, y argumentó:

—Quizá el ingenio funcione con tres. ¿Por qué no probamos suerte? Seríamos en realidad dos y medio, yo soy pequeño y peso poco. ¡A lo mejor la onda magnética no repara en mi presencia!

—No, Tas —rechazó asimismo el recién hallado compañero. Más abrupto que el hombretón, el barbudo personaje se desembarazó de su abrazo y se colocó frente a él para, estirando un incisivo índice y con una mirada que el kender conocía bien, prevenirle—: No me obligues a tomar medidas drásticas.

El amenazado se inmovilizó, con tal desolación reflejada en sus rasgos que Caramon, apiadándose, se arrodilló a su lado y le aleccionó cariñoso:

—Apelo a tu buen sentido, Tasslehoff, ya que tú mismo viste lo que acontecerá si fallamos. Necesito a Tanis, su vigor y las dotes innatas que posee como espadachín. Hazte cargo, te lo ruego.

El hombrecillo esbozó una sonrisa, que se quedó en un rictus.

—Sí, Caramon, es lógico que prefieras la ayuda del semielfo —se sometió—. Perdona mi arranque.

—Y, como acabas de decir, el plan se te ocurrió a ti —continuó consolándole el guerrero—. No podría concebirse una ayuda mejor.

Aunque este argumento pareció conformar a la criatura a quien iba dirigida, fue harto distinta la influencia que ejerció sobre la confianza de Tanis.

—Por alguna razón que no consigo determinar, eso es lo que me preocupa —refunfuñó y, mientras el gigantesco humano caminaba hacia él para partir, asumió un aire de extrema severidad y demandó del kender—: Tas, prométeme que te pondrás a salvo, nos aguardarás en el escondrijo que elijas y no te interferirás en este asunto. ¡Júrame que no crearás complicaciones!

Ante la imposibilidad de escabullirse con una evasiva, distorsionado el semblante a consecuencia de un remolino interior, el aludido se mordió los labios, juntó las cejas en una arrugada línea y anudó los mechones sueltos de su copete hasta enmarañarlos en auténticas greñas.

—Lo prometo —tuvo que acceder. Sin embargo, unos segundos después sus ojos se dilataron en una repentina inspiración y, tras soltar las hebras de su cabello, que se derramaron en desorden sobre la espalda, repitió—: Te lo prometo —con una ingenuidad tan aparente que el semielfo volvió a gruñir.

No había nada que pudiera hacer Tanis para inducirle a confesar la causa de tan súbito cambio, pues Caramon había comenzado a recitar el cántico y a activar los resortes del artilugio. Lo último que el héroe vislumbró, antes de sumergirse en las multicolores brumas de la magia, fue la imagen de Tasslehoff erguido sobre un pie y frotándose la pernera del calzón a la vez que, jovial, dedicaba a los viajeros una ancha sonrisa de despedida.

Capítulo 3

Un vuelo con incidentes

—¡Ígneo Resplandor! —se dijo Tasslehoff a sí mismo en cuanto Caramon y Tanis desaparecieron de su vista.

Girando sobre sus talones, el kender emprendió una carrera hacia el confín meridional de la urbe donde, a juzgar por la humareda y el griterío, la lucha era más encarnizada. «Lo más probable —razonó— es que los dragones también batallen en esa zona.»

De repente, en plena marcha, el hombrecillo descubrió una laguna en su proyecto, una imprevisión hija de la prisa. Se detuvo y, atisbando el cielo abarrotado de reptiles que, con inusitada fiereza, hincaban las zarpas en las escamas de los adversarios, mordían las partes más blandas o les arrojaban sus abrasadoras llamaradas, farfulló:

—¡Qué fastidio! ¿Cómo voy a reconocerle en ese revoltillo?

Tragó aire en una honda, exasperada inhalación, y le sobrevino un espasmo de tos. Estudió entonces los contornos, y comprobó que el ambiente estaba en extremo viciado a la vez que las alturas, antes pintadas de gris bajo el tamiz impuesto al alba por los nubarrones, se había investido ahora de fulgores encarnados. Palanthas ardía.

—No es éste un lugar seguro donde refugiarse —musitó—. Tanis me ha recomendado que busque un escondrijo que ofrezca garantías, y yo sólo me sentina a salvo junto a ellos, mis amigos. Dado queahora se encuentran en la ciudadela y que, por añadidura, se habrán metido en un sinfín de enredos, lo que he de hacer es volar a su lado. ¡No soporto la idea de quedar acorralado en una ciudad incendiada, hervidero de pillajes y otros desafueros!

Meditó con ahínco, y al rato halló una respuesta.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Rezaré a Fizban. Escuchó mis preces en un par de ocasiones y, aunque su sistema no es del todo ortodoxo, nada pierdo intentándolo.

Al distinguir a una patrulla de draconianos al fondo de la avenida, Tas se internó en una calleja lateral y se agazapó detrás de un montículo de escombros no por temor sino, según él mismo susurró, porque no deseaba ser interrumpido. Así resguardado, alzó los ojos a la bóveda celeste y recitó esta plegaria:

—Fizban, préstame mucha atención. «Si no salimos del apuro, ya podemos tirar la plata al pozo y unirnos a las gallinas.» Mi madre solía utilizar este viejo axioma y, pese a que no acabo de comprender a qué se refería, no me negarás que lo de la joya y la volatería suena a ruina absoluta. Necesito desplazarme junto a Tanis y Caramón, quienes, como sabes, no podrán arreglárselas sin mí. Y para ir hasta ellos, he de rogarte que pongas a mi disposición uno de esos reptiles alados. No te quejes, no es mucho pedirle a alguien con tus recursos. Estarías en tu derecho a disgustarte si solicitara que me propulses mediante un colosal salto, pero he preferido mostrarme comedido. Mándame un dragón, uno de los múltiples que debes de gobernar. Nada más.

Aguardó unos instantes. Al ver que nada ocurría, espió el cielo en actitud inquisitiva y esperó un poco más. Siguió sin obrarse el milagro.

—De acuerdo, pactaremos —propuso y, en un acto de humildad, confesó—: Admito que me apetece mucho visitar la ciudadela, incluso renunciaría para hacerlo al contenido de un saquillo… o de dos. Ya te he revelado toda la verdad y, por otra parte, te recuerdo que siempre era yo quien te restituía el sombrero cuando lo extraviabas.

A despecho de su magnánimo gesto, y de haber refrescado la memoria del extravagante mago, no se personó ningún dragón. El hombrecillo resolvió desistir. De modo que, tras cerciorarse de que la patrulla enemiga había pasado de largo, salió de su parapeto de inmundicia y del callejón para situarse de nuevo en la ancha avenida.

—Supongo, Fizban —hizo una última tentativa—, que estás muy atareado y…

En aquel preciso momento, el suelo se convulsionó bajo sus pies e invadió el aire un aluvión de rocas y adoquines fragmentados, a la par que un fragor semejante a un trueno removía los cimientos mismos de las casas. Pero tan pronto como empezó el ensordecedor estruendo se acalló, sumiendo la avenida en un silencio sepulcral.

Después de recomponerse, de desempolvar sus calzones, Tasslehoff trató de penetrar el velo de humo y partículas para averiguar lo sucedido. Aventuró que quizá se había desmoronado un edificio sobre él, como en Tarsis pero no tardó en averiguar que no era tal el caso.

El causante de la conmoción era un Dragón Broncíneo, que yacía boca arriba sobre la calzada. Estaba bañado en sangre: sus alas, extendidas sobre dos manzanas de viviendas, habían derruido las paredes maestras y la larga cola, también desplegada, sepultó en la caída otros varios habitáculos. El animal tenía los párpados entornados, surcaban sus flancos llagas socarradas y ningún bombeo en el pecho anunciaba que respirase.

—No era esto, te has equivocado —imprecó el kender al excéntrico Fizban—. ¿De qué me sirven unos despojos?

Pero cejó en sus reconvenciones, porque el reptil dio señales de vida. En efecto, abrió un ojo y, a pesar de su aturdimiento, dirigió al kender una de esas miradas que sólo se dedican a los antiguos conocidos.

—¡Ígneo Resplandor! —le identificó Tas, y se encaramó por una de sus patas para asomarse a la gigantesca pupila—. ¡Es maravilloso! ¡Hace unos minutos recorría la ciudad con el propósito de localizarte! ¿Estás malherido?

El joven dragón hizo ademán de contestar, pero enmudeció al cubrirles a ambos una oscura sombra. Khirsah la contempló excitado, emitió un amortiguado rugido y estiró el cuello, en un ímprobo esfuerzo que se reveló excesivo. Hubo de recostarse de nuevo mientras Tas, alerta al fenómeno, comprobaba que lo originaba otro dragón, éste de escamas negras, que tras abatir a su víctima planeaba en su derredor para rematarla.

—¡No lo hagas! —imploró—. Esta criatura me pertenece. Me la ha enviado Fizban. ¿Cómo se combate contra uno de su especie? —agregó en voz baja.

Revisó en su mente las leyendas acerca de Huma, protagonista de innumerables lides de aquella naturaleza. Pero no le sugirieron ninguna iniciativa, porque, a diferencia del caballero, él carecía de la valiosa Dragonlance y hasta de una espada corriente. Al evocar tales armas, desenvainó su cuchillo pero le bastó con una breve ojeada. Convencido de su inutilidad, volvió a ajustarlo a su cinto y se decidió por otra acción. Lo primero que debía hacer era dar instrucciones a su lisiado compañero.

—Ígneo Resplandor —le invocó, erguido ahora sobre su córneo estómago—. Procura quedarte donde estás sin hacer el menor movimiento. ¿Crees que serás capaz? Y no me vengas con sermones acerca de la muerte honorable, en valiente pugna contra el rival, pues los he oído incontables veces en boca de un heroico amigo, ya fallecido, que era miembro de la hermandad solámnica. Al igual que le opondría a él, he de informarte que en las presentes circunstancias tan nobles sentimientos son del todo superfluos. ¿Te preguntas el motivo? Muy sencillo, porque otros dos seres a los que estimo profundamente, y que ahora gozan del don de la vida, podrían morir de forma atroz si tú y yo no vamos en su auxilio. Si a eso sumamos el hecho de que esta misma mañana te he salvado la vida, aunque no te resulte obvio, convendrás conmigo en que me debes fidelidad.

Nunca habría de saber el locuaz orador si Khirsah había comprendido y obedecía órdenes o si, simplemente, se desmayó. Sea como fuere, no tenía tiempo para preocuparse de tales banalidades. Erguido sobre el vientre del gigantesco reptil, el hombrecillo registró a fondo una de sus bolsas a la búsqueda del objeto que posibilitaría la ejecución de sus designios. Entre todos, eligió el argénteo brazalete de Tanis.

—¡Cuan descuidado es este semielfo! —comentó, y acomodó la alhaja a su brazo—. Debe de haberse deslizado de su talle cuando atendía al pobre Caramon. Ha sido una suerte que yo lo recogiera.

Tranquilizada su conciencia, o persuadido de que su historia se ceñía a la verdad, olvidó el incidente para encararse con el Dragón Negro. Señalando en postura retadora a aquel monstruo que les acechaba con las mandíbulas separadas, a punto de vomitar el letal ácido sobre el postrado, exigió:

—¡Refrena tu ímpetu! Este cadáver es mío. Yo he dado con él y reclamo su propiedad. O sería más adecuado decir —se corrigió— que él me ha encontrado a mí, ya que casi ha cavado mi tumba. Poco importa, lo que has de hacer es esfumarte y no destrozarle con esas corrosivas llamas de los de tu especie.

El dragón, perplejo, bajó la mirada. Era en realidad una soberbia hembra que, en esporádicos alardes de generosidad, había cedido algún trofeo a los draconianos o los goblins, pero nunca a un kender. También ella había sufrido heridas en la lucha, y a consecuencia de la pérdida de sangre y un brutal golpe en el hocico sentía un ligero vahído, lo que no fue óbice para que algo en su interior le avisara de que su oponente quería engañarla. No podía ser de los suyos, jamás se había tropezado con un miembro de esta tribu entre las hordas perversas. No obstante, siempre existían excepciones y era indudable que aquella criatura portaba una pulsera donada por un practicante de la nigromancia. Notaba cómo las virtudes del objeto neutralizaban sus hechizos.

—¿Tienes la más mínima noción de lo que, en los tiempos que corren, me pagarán en Sanction por unos dientes de dragón? —argumentó Tasslehoff—. ¡Y me abstengo de mencionar las zarpas! Un mago de esa ciudad recompensaría con treinta monedas de cobre a quienquiera que le facilitara uno solo de estos apéndices.

La hembra reptiliana rezongó algo ininteligible. Estaba sosteniendo una conversación ridícula con aquel mequetrefe en lugar de reintegrarse a la reyerta u ocuparse del dolor que contorsionaba su cuerpo, de manera que, furiosa, determinó destruir al irritante hombrecillo, que además era su enemigo. Abrió la bocaza… y otro Dragón Broncíneo la embistió por la espalda. Tras exhalar un alarido, el negro animal abandonó a su presa en aras de su propia supervivencia y acometió la huida, volando en un desesperado aleteo aunque sin agrandar apenas la distancia respecto a su perseguidor.

Con un satisfecho suspiro, Tas se sentó en el abultado cuerpo de Khirsah.

—Por un momento temí no poder contarlo —masculló, quitándose el brazalete y embutiéndolo en la bolsa.

El reptil se agitó. Al percibirlo, el kender descendió suavemente por su costado. Tras posarse en tierra, le consultó:

—¿Cómo estás, Ígneo Resplandor? Ignoro el tratamiento que hay que aplicar a los dragones, pero puedo traerte un clérigo para sanarte. El único problema es que en este caos, quizá me cueste un poco hallar a uno disponible.

—No te molestes, no preciso ninguna ayuda —repuso Khirsah con ronco acento, y torció su interminable cuello para examinar al hombrecillo—. Estoy vivo gracias a ti —declaró, prendidas de aquel diminuto ser unas pupilas dilatadas por el asombro.

—Sí —ratificó éste—, y por dos veces en el día de hoy. La primera fue esta mañana —le indicó, jubiloso—, cuando Soth atravesó las puertas. Verás, mi amigo Caramon se ha apoderado de un libro en el que se relata lo que va a acontecer en el futuro o, más concretamente, lo que no va a acontecer, puesto que lo estamos alterando. De no haberlo impedido yo al requisar esta alhaja, Tanis y tú os habrías enfrentado al caballero espectral. La muerte era el destino que os deparaba tal desafío. Ambos habríais fenecido. He entrado en escena —insistió—, y no has sido aniquilado.

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