El Umbral del Poder (8 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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Alzando la voz, el atenazado luchador proclamó:

—¡Soy Caramon Majere, hermano de Raistlin! Debo hablar con Par-Salian o con el actual Señor de la Torre, sea quien fuere.

Hubo un momento de silencio, de titubeo. El improvisado orador notó que flaqueaba la determinación de los árboles y que aflojaban su presa.

—Par-Salian, ¿estás ahí? —insistió—. Par-Salian, has de conocerme. ¡Soy su gemelo, y tu única esperanza!

—¿Caramon? —le invocó alguien con acento inseguro.

—Calla, Tas —siseó el aludido a su amigo, pues era él quien le requería.

La quietud se hizo tan densa como la oscuridad. Transcurrido un breve lapso, los aprehensores soltaron al humano y los quiebros disonantes, siniestros, que antes anunciaran su vecindad flanquearon ahora su retroceso. Con un suspiro, con una debilidad hija del miedo, el sufrimiento y el creciente mareo, el guerrero apoyó la cabeza en un brazo hasta que se hubo normalizado su ritmo respiratorio.

—Tas, ¿cómo te encuentras? —le preguntó al kender.

—Mejor —contestó su compañero a muy escasa distancia, tanto que el hombretón no tuvo más que estirar el brazo para tocarlo y atraerlo hacia sí.

Aunque oía la agitación que reinaba entre sus adversarios al replegarse, a Caramon no le cabía la menor duda de que vigilaban todos sus movimientos, de que registraban cada palabra surgida de sus labios. Cauteloso, envainó la espada.

—Te agradezco sinceramente que revelaras quién eres a Par-Salian —murmuró Tasslehoff, aún jadeante—. No imagino cómo podría relatarle a Flint que fui asesinado por un árbol. Ignoro si está permitido reír en el universo de ultratumba, pero el enano habría estallado en jocosos aspavientos al enterarse.

—Chitón —conminó el otro.

Obediente, el hombrecillo calló. No duró mucho, sin embargo, su silencio.

—¿Cómo estás tú? —se interesó, procurando mantener un volumen de voz moderado.

—Bien, sólo necesito recuperar el aliento. Pero he perdido la muleta.

—Está aquí, he tropezado con ella. —Tas se alejó unos pasos, y regresó al punto con la pesada vara—. Toma —se la ofreció, y le ayudó a enderezarse.

—Caramon —preguntó tras una corta pausa—, ¿cuánto tiempo calculas que tardaremos en llegar a la Torre? Tengo muchísima sed y, aunque mis tripas se han aposentado después de desalojarlas, ha sustituido al cólico un fastidioso ronroneo.

—No podría precisarlo —confesó el interpelado—. No vislumbro nada en las sombras que me indique adonde vamos, que me oriente en la dirección correcta o que me prevenga contra los posibles escollos.

Volvieron a iniciarse los crujidos de forma súbita, como si un huracán nacido en las entrañas mismas de la espesura balanceara a su capricho las copas de los árboles. Caramon se puso tenso. Tas se alarmó al advertir que el retirado ejército reanudaba su acercamiento. Quietos, desvalidos, dejaron que los temibles vegetales les circundasen, sintiendo el contacto de las cortezas sobre su piel, la infame caricia de las hojas muertas en su cabello, el susurro de las extrañas frases que vertían en sus tímpanos. El guerrero, en un gesto instintivo, aferró la empuñadura de su arma, pese a conocer su inutilidad en tan graves circunstancias. Pero cuando los agresivos soldados de las huestes arbóreas hubieron estrechado su círculo, cesó todo signo de actividad. Una vez más, reinó la calma.

Extendiendo la mano, el corpulento luchador palpó sólidos troncos a derecha e izquierda y, también, una apretada formación a su espalda. Inspirado por una repentina idea, hizo lo mismo hacia adelante y, tras otear el panorama, se confirmaron sus sospechas: estaba despejado.

—No te separes de mí, Tas —ordenó y, por una curiosa y bienaventurada excepción, el kender acató su mandato sin rechistar.

Juntos, echaron a andar por el camino que delimitaban aquellas prodigiosas criaturas. Al principio, su marcha fue lenta, ya que no resultaba nada halagüeña la perspectiva de topar con una abultada raíz, enredarse en un matorral o precipitarse en un hoyo. Pero apresuraron el paso de manera gradual, al constatar que el suelo era llano, libre de obstáculos y sotobosque. No sabían adonde se dirigían, las perpetuas tinieblas les obligaban a seguir la irreversible trocha que creaba su espectral escolta al apartarse a su paso y cerrarse tras ellos. Cualquier desviación en la ruta preestablecida les conducía a una pared de troncos revestidos de un intrincado ramaje.

El calor era sofocante. No soplaba la brisa, no caía la lluvia. La sed, mitigada antes por el pánico, les inundó cual una epidemia. Secándose el sudor de la frente, Caramon buscó una explicación a aquella atmósfera opresiva que era mucho más agobiante dentro que fuera del paraje. Se diría que la generaba la misma espesura. Se le antojó que la animaba una vida más intensa que en las dos anteriores ocasiones en que la había recorrido y, desde luego, concluyó que el palpito era allí mucho más ostensible que en el mundo exterior. En medio del murmullo de los árboles se distinguían, o a él así se lo pareció, el deambular de animales terrestres, el aleteo de las aves e incluso columbró varios pares de ojos que, brillantes, le espiaban desde los arbustos. Pero el hecho de hallarse entre seres vivientes no apaciguó su ánimo al contrario, el odio y la ira que éstos destilaban tuvieron el don de alterar sus nervios. ¿Quién era el destinatario de aquel resentimiento, de la cólera que rezumaban los pobladores del Bosque? Comprendió que no convergían en su persona, sino en la esencia mágica del entorno.

Y, de pronto, oyó de nuevo los trinos de los pájaros, tal como sonaron en el último periplo que realizó allí. Agudas, dulces y puras, elevándose por encima de la muerte, la negrura y la derrota, retumbaron las notas de la alondra. Se detuvo a escuchar, llenos sus ojos de lágrimas frente a la belleza de aquel canto que tonificaba su herido corazón.

La luz en el horizonte oriental,

es perenne y matutina.

Renueva el aire con su hálito vital.

La fe, el anhelo aglutina.

Como ángeles las alondras emprenden su vuelo,

como ángeles las alondras ascienden

de la hierba soleada hacia el benigno cielo;

mas fúlgidas que alhajas el aire encienden.

Pero al mismo tiempo que la tonada, el bálsamo del ave diurna, relajaba sus vísceras, un abrupto chasquido le estremeció. Alas negras revolotearon en su derredor y su alma se colmó de sombras.

La tenue luz del este

arranca de la oscuridad

la maquinaria del fulgor celeste,

de la alondra la prístina ingenuidad.

Pero los cuervos en la noche abundan,

y las brumas que emergen de poniente,

en sus corazones soterrados alumbran

un nido de maldad rugiente.

—¿Qué significa, Caramon? —le interrogó Tas mientras continuaban avanzando en la arboleda, guiados por la furibunda vegetación.

Le respondió no su amigo, sino un coro de otras voces que hondas, melodiosas, impregnadas de tristeza, delataban la añeja sabiduría de la lechuza.

A través de la noche, en la penumbra,

cabalgan las estaciones,

se rinden los años a la cambiante luz

de las esferas, y en el alba o crepúsculo vacuas se

tornan las emociones,

en la abstracción de las luchas postreras.

Pues siempre hay vestigios de muerte

en el verde prado,

y estrellas fugaces sobre el cruel matadero,

siempre, aunque sombríos sus copas y trazado,

en los vallewood reverbera la luz del día venidero.

—Significa que las fuerzas arcanas están en conflicto, que han escapado al control de sus hacedores —dictaminó el guerrero—. La energía que debe gobernar al Bosque apenas conserva su integridad. ¿Qué vamos a encontrar en la Torre?

—Si logramos alcanzarla —apostilló el kender—. ¿Qué pruebas tenemos de que estos viejos, escalofriantes árboles no nos empujarán a una sima?

Caramon impuso un descanso, incapaz de respirar en la tórrida oleada que transportaba el viento. La burda muleta se le clavaba en la axila y, ahora que la había descargado de su peso, la rodilla herida había empezado a embotarse. Tenía la pierna inflamada y tumefacta. Era evidente que su resistencia se agotaba por momentos. También él había sido víctima de la náusea al expulsar el veneno, se había paliado el malestar de su estómago pero la sed se había convertido en una tortura y, para colmo de males, como Tasslehoff había señalado, ignoraban las intenciones de los moradores del Bosque respecto a ellos. Ningún indicio le permitía adivinar hacia dónde les guiaban.

En una nueva intentona de comunicarse con el anciano dignatario de la mole volvió a imprecarle, indiferente a la irritación de su garganta:

—Par-Salian, contéstame o rehusaré seguir adelante. ¡Háblame!

Un clamor inarticulado se propagó por la arboleda. Las ramas se agitaron y retorcieron como si soplara un auténtico tifón, a pesar de que, por desgracia, ningún soplo vino a refrescar a los dos personajes. Los gorjeos de los pájaros se mezclaron en una desagradable cacofonía, replicándose unos a otros y tergiversando sus estribillos hasta diluirlos en una batahola que, en la confusión, se impregnó de augurios maléficos.

Incluso Tas sufrió un cierto sobresalto y se arrimó a su acompañante —por si necesitaba que le reconfortase, naturalmente—, pero el guerrero se plantó con los brazos en jarras, resuelto su ademán, y contempló las inefables brumas sin prestar atención al torbellino.

—¡Par-Salian! —vociferó.

Y, al fin, obtuvo respuesta: un aullido proferido en tono chillón, casi tan inconexo como los desvirtuados cánticos.

Al percibir aquel absurdo sonido, a Caramon se le puso la piel de gallina. Había desgarrado el manto de oscuridad y de calor, alzándose sobre la barahúnda y ahogando el entrechocar de los miembros arbóreos. El humano tuvo la impresión de que todo el pavor, la agonía del mundo en declive se cristalizaba y se definía en aquel grito.

—¡En nombre de los dioses! —renegó el kender asiéndose a la mano del luchador, según él, por si se había asustado—. ¿Qué sucede?

El guerrero nada repuso. Su despierta mente caviló que la furia del Bosque se había recrudecido, ribeteada ahora de un miedo y una pesadumbre indescriptible. Los árboles les azuzaban, se arracimaban en torno a sus cuerpos para apremiarles en su viaje. Se prolongaron los lamentos el tiempo que tardaría un hombre en inhalar una bocanada de aire, se interrumpieron durante el mismo intervalo de tiempo y volvieron a comenzar. El sudor se heló en las sienes del sobrecogido Caramon.

Reanudó la marcha, llevando a Tas a su lado. Hacían pocos progresos, una circunstancia que empeoraba el hecho de que no sabían cuál era su punto de destino y ni siquiera les quedaba el recurso de discutir el rumbo. La única brújula que orientaba sus pasos hacia la Torre, o así cabía esperarlo, era aquel plañido inhumano.

A empellones, exhaustos, anduvieron sin norte y, aunque el kender hizo cuanto pudo para sostenerle, Caramon se creía a punto de desfallecer a cada nueva zancada. El dolor de su tullida pierna se enseñoreó de él, obsesionándole hasta tal extremo que perdió la noción del tiempo. Olvidó por qué habían venido, cuál era su objetivo dar un paso y otro en la negrura, unas tinieblas que habían socavado su espíritu, era lo único a lo que aspiraba.

Caminó sin tregua, sin aliento, como un autómata. Y, durante la odisea, matraqueaba en su cerebro aquel aullido pavoroso de una criatura que parecía morir en vida.

—¡Caramon!

Esta llamada penetró en su aturdido, abotargado cerebro. Le asaltó la sensación de que hacía ya un rato que se repetía por encima de los estertores. Pero si era así, no había conseguido atravesar la maléfica niebla que le aislaba cual una mortaja.

—¿Cómo? —farfulló, y tomó conciencia de que unas manos le agarraban, le vapuleaban—. ¿Cómo?—volvió a preguntar, esforzándose en regresar al universo real—. ¿Eres tú, Tas?

—¡Mira, Caramon!

La voz del kender le llegó como una abstracción y, frenético, meneó la cabeza, para dispersar las brumas interiores. Reparó entonces en que podía ver, que la luna se exponía a sus ojos en un nítido cerco. Tras pestañear, inspeccionó el panorama.

—¿Y el Bosque? —indagó.

—Detrás de nosotros —le informó Tasslehoff en tono confidencial, como si la mera mención de la arboleda fuera a abalanzarla sobre ellos—. Nos ha traído hasta aquí, aunque no identifico el lugar. Echa un vistazo al paraje y dime si lo recuerdas.

El guerrero obedeció. Las sombras se habían disipado, se hallaban en un claro que a hurtadillas, temeroso, procedió a examinar.

Ante él se insinuaba un precipicio y, a su espalda, la espesura aguardaba. No necesitaba volverse para comprobarlo. Presentía su vecindad y, también, que no podían entrar en ella sin sucumbir a sus horrores. Les había conducido hasta allí, su misión estaba cumplida. ¿Dónde se encontraban? Detrás les acechaban los árboles, delante no había sino un vasto, tenebroso vacío. Quizá Tas acertó al apuntar que quedarían acorralados en el borde de un risco.

Unas nubes de tormenta ensombrecían el horizonte. Pero, de momento, no les amenazaba ninguna descarga. Muy lejos, en la bóveda celeste, brillaban las lunas y las constelaciones. Lunitari ardía en llamas incandescentes y el otro satélite, el argénteo, se había liberado de su algodonada prisión y vertía unos fulgores que Caramon nunca había observado. Y ahora, quizá debido al contraste que ofrecía la luz de los astros sobrepuesta al negro, divisó a Nuitari, aquel redondel que tan sólo se exhibía a las pupilas de su hermano. Alrededor de las tres lunas evolucionaban las destellantes estrellas, ninguna tan ostensible como las que configuraban el extraño reloj de arena.

Los únicos ecos que alteraban la paz eran los enfurecidos pero amortiguados cuchicheos del Bosque y, en lontananza, el incorpóreo gemido que no había cesado de acompañarles.

«No tenemos alternativa —reflexionó Caramon. No podemos retroceder. Nuestra fantasmal escolta no lo permitirá. Además, ¿qué es la muerte sino el final del sufrimiento, la sed y la opresión que me desgarran las entrañas?»

—Aguarda aquí —ordenó al kender mientras trataba de desembarazarse de su zarpa, presto a internarse en el pozo—. Quiero explorar los contornos.

—¡No irás a ninguna parte sin mí! —se opuso el aludido y, en vez de soltarle, se afianzó todavía más—. Cuando estabas solo, en las guerras de los enanos, te tropezaste con un sinfín de problemas —denunció, estrangulada su garganta—. Lo primero, o casi, que hice al catapultarme a tu lado fue salvarte la vida. —Oteó el mar de penumbras que ondulaba a sus pies antes de, rechinantes sus mandíbulas, clavar en su amigo unos ojos que delataban su firme resolución—. Te seguiré, no me seduce la idea de viajar en solitario al plano de ultratumba y, por añadidura, imagino los insultos de Flint: «¿Qué has hecho ahora, botarate? Se te ha escapado esa bola de sebo, ya me figuraba yo que no se puede confiar en un atolondrado de tu calibre. Supongo que, dadas las circunstancias, tendré que abandonar mi cómoda morada bajo el árbol y partir en busca de ese saco de músculo sin raciocinio. Nunca supiste tomar precauciones ni tampoco guarecerte de la lluvia de contratiempos…»

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