El Umbral del Poder (7 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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—Entonces, ¿a qué se debe esta mutación?

—A las mismas causas que han alterado la apariencia de todo nuestro mundo —repuso Caramon mientras, cuidadoso, guardaba el artilugio en un saquillo de cuero.

El kender rememoró el episodio de su anterior visita a la mágica arboleda. Concebida para proteger la Torre de los intrusos, era un lugar de pesadilla, porque, fiel al carácter sobrenatural que le habían conferido quienes la engendraron, era ella la que encontraba a las personas y no al revés, como mandaban los cánones. La primera vez que sorprendió al luchador y a Tas fue poco después de que Soth, el caballero espectral, envolviera a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. El hombrecillo se había despertado de un profundo sueño y descubierto, perplejo, que se elevaba un bosque donde nada había la víspera.

Los troncos, las ramas, estaban desnudos y torturados, una gélida bruma surgía de las cortezas. En el interior moraban entes oscuros, espíritus condenados a vagar toda la eternidad. No tardó el kender en comprobar que, en aquel ambiente de ultratumba, también los árboles poseían el don de la existencia y tenían la costumbre de seguir a los mortales. Recordaba que siempre que había intentado apartarse, en cualquier dirección que tomase, volvía a topar con aquel hervidero de prodigios.

Esta mera circunstancia era ya bastante abrumadora, pero cuando el hombretón traspasó sus límites, se produjo un hecho todavía más espeluznante. Los árboles, en una dramática farsa, empezaron a crecer y moldearse hasta trocarse en vallenwoods. La espesura, antes cubil de muerte, lóbrega y cargada de malos presagios, se transformó en un bosque hermoso, teñido de los verdes y los ocres de las estaciones, de la vida. Los pájaros trinaban felices en las ramas, invitándolos a participar de la belleza.

Ahora había sufrido una nueva mutación. Tasslehoff lo contempló anonadado, porque, si bien halló en sus contornos reminiscencias de las dos versiones que conocía, lo cierto era que no se asemejaba a ninguna. Los troncos parecían vegetales muertos, sus lisas superficies, resecas por la podredumbre, no exhibían síntomas de que nada pudiera medrar. Y, no obstante, al mirarlo, vislumbró unas señales de movimiento que sugerían la presencia de un hálito vibrante. Las ramas se proyectaban como tentáculos atenazadores.

Volviendo la espalda al embrujado Bosque de Wayreth, el hombrecillo escrutó el llano que se extendía en las cercanías. La escena era idéntica a la de Solace. No había vegetación ninguna, ni viva ni muerta. Le circundaban tocones negruzcos e informes, que, dispersos, se arraigaban con sus postreras energías a una ciénaga escurridiza. En todo el perímetro que abarcaba su visión, no había sino tramos uniformes de lo que podía definirse como un desierto de cenizas.

—¡Caramon! —gritó de pronto, estirando el índice.

El aludido desvió el rostro en la dirección que señalaba. Junto a uno de los troncos yacía una figura, recogida sobre sí misma.

—¡Una persona! —se excitó el kender—. ¡Hay alguien más aquí!

—¡Tas!

Aquella llamada era un aviso del guerrero, para prevenirlo contra un posible espejismo pero antes de que acertara a actuar, el hombrecillo había echado a correr.

—¡Hola! —saludó a la inerte forma—. ¿Duermes? Por favor, despierta.

Se inclinó sobre el bulto y lo zarandeó. Pero sólo consiguió que la criatura rodara sobre su espalda. Boca arriba, tensa y rígida, pudo contemplarla.

—¡Oh! —se asombró Tasslehoff, a la vez que reculaba unos pasos—. ¡Es Bupu!

Hubo un tiempo en el que Raistlin trabó amistad con la enana gully, con aquel despojo que ahora oteaba el estrellado cielo con ojos extraviados, hundidos en las cuencas. Cubrían su enflaquecido cuerpo unos harapos mugrientos, raídos hasta lo impensable, y en su rostro tumefacto se evidenciaban las huellas de la devastación. Se ceñía a su cuello una correa de cuero y, atada a su extremo, como una siniestra alhaja, había una lagartija disecada. Aferraba en una mano una rata en iguales condiciones y en la otra mano, una pata de pollo. Tas comprendió, decaído, que, al acosarla la muerte, la diminuta mujer había recurrido a toda la magia que atesoraba. Pero a juzgar por las consecuencias, no había tenido éxito.

—No hace mucho que falleció —murmuró Caramon, caminando hasta ellos y arrodillándose para observar a la infortunada—. Fue sin duda el hambre lo que acabó con ella —diagnosticó, mientas entornaba caritativamente los párpados—. ¿Cómo pudo sobrevivir tanto tiempo a la catástrofe? Los habitantes de Solace llevaban muertos varios meses.

—Quizá Raistlin la socorrió —sugirió el kender.

—No, es una simple coincidencia —opuso el guerrero con áspero acento—. Los enanos gully son capaces de resistir las peores penurias. Imagino que fueron los últimos en expirar y que Bupu, más avispada que sus congéneres, aguantó durante un período mayor que los otros. Mas, al fin, incluso alguien de su fortaleza pereció en esta tierra maldita. Ayúdame a levantarme —rogó a su amigo, encogiéndose de hombros.

—¿Qué vamos a hacer con sus restos? —preguntó éste—. No podemos dejarla aquí.

—¿Por qué no? —replicó Caramon, malhumorado. El espectáculo de la enana y la proximidad del Bosque habían traído a su mente una oleada de penosos recuerdos. —¿Te agradaría a ti que te sepultaran en el fango? Además, no podemos perder ni un minuto.

Le inspiró esta decisión el hecho de que los nubarrones, con su séquito de relámpagos y rugientes truenos, se habían situado prácticamente sobre sus cabezas. Al advertir que Tasslehoff se empeñaba en atender a la yaciente y que un velado reproche teñía sus pupilas, Caramon endureció su expresión.

—No queda nadie vivo susceptible de mancillarla, Tas —reconvino, irritado, al kender, aunque para satisfacer a su alicaído compañero, se quitó la capa y cubrió el cadáver—. Vámonos —ordenó.

—Adiós, Bupu —se despidió Tas de aquella desdichada que no podía oírle.

Al dar una cariñosa palmada en la exánime mano que asía al roedor, y estirar la improvisada mortaja sobre ella, vislumbró un resplandor bajo la luz rojiza de Lunitari. Contuvo el aliento, convencido de que identificaba el origen del resplandor y, con extrema suavidad, separó los acartonados dedos. Cayó la rata y, junto a ésta, una esmeralda.

Se hizo con la gema y, conocedor de sus asociaciones, se zambulló en el recuerdo de un remoto suceso. ¿Dónde fue, en Xak Tsaroth? Sí, su grupo se había escondido de las tropas draconianas en un fétido subterráneo y tenía que jalonar una tubería. Al nigromante le sobrevino un espasmo de tos…

«Bupu le miró preocupada y, metiendo su pequeña mano en la bolsa, revolvió unos segundos y sacó un objeto, que sostuvo bajo la luz. Lo miró, suspiró y negó con la cabeza.

»—Esto no ser lo que quería —musitó.

«Tasslehoff, al ver un reflejo de brillantes colores, se acercó a ella.

»—¿Qué es eso? —preguntó, aunque conocía la respuesta. Raistlin también observaba el objeto con ojos brillantes.

»Bupu se encogió de hombros.

»—Piedra bonita —dijo sin interés, volviendo a rebuscar en la bolsa.

»—¡Una esmeralda! —exclamó Raistlin.

»Bupu levantó la mirada.

»—¿Tú gustar?

»—¡Mucho!

»—Tú guardar.

»Bupu depositó la joya en las manos del mago y, con un grito de triunfo, sacó lo que había estado buscando. Tas, acercándose a ver la nueva maravilla, se apartó asqueado. Era una lagartija muerta, absolutamente muerta. Alrededor de la cola tiesa de la lagartija había atado un cordón de cuero. Bupu se lo acercó a Raistlin.

»—Llevarlo alrededor del cuello —le dijo—. Cura tos.»

—El archimago ha estado aquí recientemente —concluyó el kender—. Nadie sino él pudo entregarle esto, pero ¿por qué? ¿Fue un obsequio, acaso un amuleto protector? Caramon, escucha…

No terminó la frase, pues el robusto guerrero se hallaba abstraído en la contemplación del Bosque de Wayreth y, al reparar en su lívida tez, el hombrecillo intuyó que volaba a la grupa de nostálgicas, a la vez que pavorosas, ensoñaciones.

En silencio, Tasslehoff metió la esmeralda dentro de su bolsillo.

La arcana espesura parecía tan estéril y desolada como el resto del mundo. Mas, para Caramon, bullía de recuerdos. Estudió, nervioso, los singulares árboles, los mojados troncos y las retorcidas ramas, que, por el influjo de Lunitari, rezumaban un líquido similar a la sangre.

—Pasé miedo la primera vez que visité este bosque —masculló, cerrando los dedos en torno a la empuñadura de la espada—. No me habría aventurado de no ser por Raistlin. La segunda ocasión, cuando transportamos a Crysania para que los magos la sanasen, mi pánico fue en aumento tampoco me habría adentrado si no me hubieran hechizado las aves con sus seductores gorjeos. «Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones donde crecemos en lugar de marchitarnos», rezaba su estribillo. Yo vi en sus palabras la promesa de una respuesta a todas mis elucubraciones, pero hasta ahora no he desentrañado el mensaje de muerte que transmitían. Sí, de muerte, ella es la única mansión perfecta, la eterna residencia donde nuestra alma se engrandece y cesan de corrompernos las influencias externas.

Sin apartar los ojos de la arboleda, el guerrero tuvo un escalofrío a pesar del calor sofocante que derretía hasta el aire. «Hoy me asalta un temor todavía más insondable que en aquellas dos situaciones —se confesó para sí mismo—. Algo terrible anida ahí dentro.»

Una sierra luminosa alumbró la bóveda celeste, el plano inferior donde se hallaba el humano, con tanta intensidad como si fuera de día. Fue sucedido por un sordo estruendo y por el chapaleo de la lluvia en los pómulos de éste.

—Al menos los troncos se sostienen en pie —susurró—. Deben de estar dotados de una magia tremendamente poderosa para soportar la arremetida de las tempestades. —Sus tripas se revolvieron reclamando alimento y, como no podía proporcionárselo, ni siquiera engullir aquel líquido malsano que manaba del cielo, se contentó con humedecerse los labios—. Sereno el bosque… —recitó de nuevo.

—¿Qué decías? —inquirió Tas, situándose a su lado.

—Que, en el fondo, da lo mismo sucumbir de un modo u otro —contestó el hombretón con cierta indiferencia.

—Yo he muerto tres veces —explicó el kender—. La primera fue en Tarsis, cuando los dragones derribaron un edificio sobre mí. Luego vino el accidente de Neraka, donde el mecanismo de una trampa envenenó mi sangre y Raistlin me salvó y, por último, fui catapultado al más allá tras la hecatombe de Istar. Tengo, pues, suficiente materia de juicio para corroborar tu dictamen: una muerte no difiere en exceso de otra. Sin embargo, existen matices, ventajas e inconvenientes, en cada modalidad. La ponzoña era dolorosa pero de efectos rápidos, mientras que la casa que me cayó encima…

—Resérvate algo para narrárselo a Flint —le atajó Caramon y, desenvainando su espada, le consultó—: ¿Estás preparado?

—Lo estoy —le aseguró el otro en postura marcial—. «Guárdate lo mejor para el final», solía comentar mi padre. Claro que —hizo una pausa— citaba este sabio proverbio en relación con la cena, no con el destino. No importa —caviló—, el significado es válido en ambos contextos.

Enarboló su pequeño cuchillo y siguió al guerrero hacia las entrañas del embrujado Bosque de Wayreth.

Capítulo 6

El bosque de Wayreth

Los engulló la negrura. Ni la luz de la única luna que brillaba en el cielo, ni tampoco la de las estrellas, podía penetrar la noche del Bosque de Wayreth. En el lóbrego ambiente, incluso los fulgores de los relámpagos pasaban inadvertidos. Y, aunque se oían las resonancias de los truenos, parecían unos empobrecidos ecos de sí mismos. En los tímpanos de Caramon repiqueteaban los tamborileos de la lluvia y el granizo. Pero la espesura estaba seca y tan sólo los árboles del lindero habían recibido la rociada.

—¡Qué alivio! —se alegró Tas—. Si nos alumbrase alguna luz…

Apagó su voz un gorgoteo, síntoma inequívoco de ahogo. El guerrero detectó un ruido sordo y el crepitar de la madera, sucedido por el sonido que emitiría un cuerpo al ser arrastrado.

—Tasslehoff, ¿estás bien? —indagó, alarmado.

—¡No, Caramon! —contestó éste—. Me ha atrapado uno de estos horribles vegetales. ¡Socórreme, te lo suplico!

—No me estarás gastando una broma, ¿verdad, amigo? —quiso cerciorarse el hombretón—. Porque, si es así, no tiene ninguna gracia.

—¡Claro que no! —aulló el kender—. Me ha aprisionado y me lleva hacia algún lugar.

—¿Dónde? ¿En qué dirección? —demandó el luchador—. ¡No veo nada en estas tinieblas!

—¡Aquí! —trató de orientarle el cautivo—. ¡Me ha agarrado por el pie y está dispuesto a partirme en dos!

—¡No dejes de gritar, Tas! —le urgió Caramon, que deambulaba a trompicones en la susurrante maraña—. Creo que ando cerca.

Una enorme rama azotó al guerrero en el pecho, tan contundente que le arrojó al suelo y le privó del resuello. Mientras, estirado cuan largo era, intentaba inhalar aire, percibió un crujido a su derecha. Arremetió a ciegas con su espada, a la vez que se decantaba hacia un lado, justo a tiempo para evitar un tronco que, en vez de aplastarlo, se estrelló donde yaciera segundos antes. Se incorporó torpemente, pero otra rama le golpeó la parte inferior de la espalda y lo lanzó de bruces sobre el duro terreno.

La rama le flageló los riñones, causándole un agudo dolor. Luchó para erguirse de nuevo, pero la rodilla le palpitaba en una suerte de agonía y la cabeza le daba vueltas. Había cesado de oír a Tasslehoff. No era consciente sino del restallar de los látigos arbóreos y de su avance implacable. El enemigo cerró filas a su alrededor, uno de sus tentáculos le arañó el brazo y, sensible a su proximidad, el humano reculó fuera de su alcance. De poco le sirvió. Algo se enroscó en torno a su tobillo y, pese a que una ágil estocada hizo saltar astillas sobre su pierna, no lastimó al atacante.

La fuerza de innumerables siglos anidaba en las macizas ramificaciones de los moradores del Bosque su magia les infundía raciocinio y voluntad propias. Caramon había traspasado las fronteras del territorio que guardaban, una región vedada a los intrusos y, lo sabía bien, iban a matarle.

Otra rama más se enredó en su poderoso muslo, unos leños semejantes a lianas buscaron un asimiento firme en sus extremidades. Pronto le despedazarían, como quizás habían empezado a hacer con el hombrecillo, que, en una nebulosa, profería alaridos desgarrados.

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