El Umbral del Poder (2 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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La experiencia fue emocionante. Unos segundos antes, Caramon y él se hallaban en la fortaleza mágica de Zhaman, manejando el artilugio que debía teletransportarles al hogar y, al formular Raistlin su encantamiento, se había originado una terrible conmoción. Las rocas crujían y se desencajaban de su asentamiento hasta que, tras sentir el hombrecillo que las fuerzas en conflicto tiraban de su persona en seis direcciones diferentes, le circundaron unos vertiginosos vapores y apareció en aquel lugar.

En aquel lugar, sí, pero ¿dónde? No supo identificarlo, fuera cual fuese el punto de destino, no era como su añorada patria.

El guerrero y él se hallaban en un sendero de montaña, en la proximidad de un enorme peñasco y cubiertos hasta los tobillos por un fango viscoso y ceniciento que alfombraba el terreno hasta el lejano horizonte. Aquí y allí se proyectaban, sobre el blando manto del lodazal, los pináculos aserrados de algunas rocas partidas. No había señales de vida, nada ni nadie podía medrar en semejante desolación. Ningún árbol se mantenía en pie, sólo tocones chamuscados se perfilaban en aquella densa y mullida capa que todo lo desfiguraba. Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la límpida línea en que la tierra se unía con el cielo, no se divisaba sino una ciénaga yerma, inmensa.

Tampoco el firmamento ofrecía consuelo. Extendiéndose sobre ellos, era gris y vacío. Al oeste, no obstante, rompía la monotonía una zona de extraños tonos violáceos, una masa de nubes tormentosas que bullían al iluminarlas los mortecinos relámpagos, tan distantes que únicamente arrancaban fulgores azulados de los espesos cúmulos donde se cobijaban. Y, en cuanto al sonido, sólo el vago retumbar del trueno se abría paso en el silencio. No se detectaban otros ruidos, ni movimiento, ni nada de nada.

Caramon exhaló un profundo suspiro y se frotó la cara con una mano. El calor era intenso y, aunque no llevaban sino unos minutos en el lugar, una fina película de ceniza se había adherido a su piel sudorosa.

—¿Dónde estamos? —preguntó en tonos regulares, mesurados.

—No tengo la menor idea —confesó Tas. Hizo una pausa, e inquirió a su vez —: ¿Y tú?

—He seguido tus instrucciones al pie de la letra —repuso el aludido, impregnada su voz de una ominosa calma —. Según Gnimsh, al menos así lo afirmaste, lo único que debíamos hacer era pensar en el punto al que queríamos trasladarnos y nos materializaríamos en él. Puedo asegurarte que sólo he invocado en mi mente la imagen de Solace.

—¡También yo! —se defendió el kender, que había percibido un velado reproche en la explicación de su compañero—. Bueno —rectificó, consciente del escrutinio del hombretón —, al menos me he concentrado en esa ciudad la mayor parte del tiempo.

—¿Cómo? —se escandalizó Caramon, aunque procuró mantener la tranquilidad.

—Verás —admitió Tasslehoff tragando saliva —, por un breve instante, me ha asaltado la idea de cuan divertido e interesante, cuan extraordinario sería visitar…

—Visitar ¿qué? —indagó Caramon.

—Una l… lu… —tartamudeó el otro. Pero, al advertir que el guerrero se impacientaba, se armó de valor y vociferó —: ¡Una luna!

—¡Una luna! —se horrorizó su fornido amigo —. ¿Puedo saber cuál de ellas? —añadió unos momentos más tarde, mientras oteaba el panorama con creciente resquemor.

—Cualquiera de las tres. Supongo que no hay muchas diferencias entre una y otra —comentó el hombrecillo, encogiéndose de hombros —. Salvo, por supuesto, que Solinari debe estar plagada de refulgentes rocas de plata y Lunitari de piedras encarnadas. La otra es, sin duda, un espacio de tinieblas, aunque como nunca la he vislumbrado, no podría asegurarlo.

El corpulento luchador emitió un gruñido. Tas decidió que más valía contener la lengua. Calló, pues, mientras su compañero paseaba una solemne mirada por las inmediaciones. No duró la pausa, sin embargo, más de tres minutos, ya que se necesitaba una paciencia superior a la que el kender podía imponerse, o una daga apuntada a su garganta, para prolongar su mutismo.

—Caramon —lo interpeló —, ¿crees que lo hemos logrado? Me refiero, claro está, a catapultarnos a un satélite. Lo cierto es que este paisaje en nada se asemeja a cuantos he contemplado, aunque su superficie no es argéntea, ni roja, ni siquiera negra.

—No me extrañaría demasiado —farfulló el interpelado en sombría actitud —, teniendo en cuenta que una vez nos guiaste a un puerto de recreo que estaba situado en el centro de un desierto.

—¡Aquello tampoco fue culpa mía! —se defendió, indignado, Tasslehoff —. Hasta Tanis aseveró…

—Sea como fuere —le interrumpió el guerrero con palpable desconcierto —, a pesar de su insólita apariencia, este lugar me resulta vagamente familiar.

—Muy cierto —corroboró el hombrecillo, al mismo tiempo que ojeaba de nuevo aquellas extensiones de lodazal desfigurado por la ceniza —. Me recuerda a algo, ahora que lo mencionas, aunque no atino a saber qué. El único paraje comparable a éste que me viene a la memoria es el Abismo —dijo, en un quedo y tembloroso susurro.

Los cargados nubarrones se habían acercado de manera inexorable durante este diálogo, proyectando sobre el desnudo territorio unas sombras aún más fantasmagóricas. Trajeron consigo un viento caliente y, al detenerse, esparcieron una fina lluvia que se mezcló a la volátil ceniza. Se disponía Tas a hacer una observación acerca de la cualidad pegajosa de la lluvia, cuando, sin previo aviso, el mundo estalló a su alrededor.

Al menos, así se le antojó al kender. Sacudieron la tierra una luz deslumbradora, un sonido sibilante y un baque estentóreo, sordo, y el hombrecillo se encontró sentado en el barro, al borde de un gigantesco agujero que había engullido el suelo a escasos metros de ellos.

—¡En nombre de los dioses! —renegó Caramon, y se inclinó hacia su amigo para ayudarle a incorporarse —. ¿Estás bien?

—Creo que sí —repuso éste, conmocionado. Antes de que reaccionara, un segundo relámpago fulminó los contornos y arrojó al aire cantos de roca, que se desparramaron entre los cenicientos vapores —. ¡Caramba, ha sido espléndido! Aunque, si he de serte sincero, no me apetece nada que se repita —se apresuró a agregar, por temor a que el cielo, más oscuro a cada instante, resolviera mostrarse complaciente y le obsequiara con un nuevo fogonazo.

—Dondequiera que nos encontremos —sentenció el guerrero —, debemos alejarnos de estas alturas. Al menos hay un camino, que conducirá a algún sitio.

Al otear el encharcado sendero y el valle que se abría a su término, no menos cenagoso, Tasslehoff se dijo que cualquier otro enclave de la región sería tan poco halagüeño como aquél pero, consciente del estado taciturno en el que se había sumido Caramon, optó por guardarse sus cábalas para sí mismo.

Mientras vadeaban el légamo que inundaba el único camino practicable, la ventolera arreció, clavando en su carne astillas ennegrecidas y rescoldos apenas apagados. Los rayos danzaban entre los árboles y los hacían explotar en bolas de fuego verde o azulado. La tierra se agitaba bajo el bramido del trueno y, en suma, la tempestad, enseñoreada de la atmósfera, persistía en castigar aquella zona hasta el extremo que, ahora, las nubes se amasaban como un manto uniforme.

Caramon, que era quien marcaba el paso, aceleró la marcha. Forzaron ambos su trabajoso avance por la ladera y al rato llegaron a lo que, en un tiempo más o menos remoto, debió de ser una hermosa vaguada. Tas se representó la explanada que se desplegaba ante sus ojos como una pradera salpicada de árboles, que, en el otoño, se vestían de oro, color que, cuando llegaba la primavera, mudaban por el verde.

Vio aquí y allí espirales de humo que, casi antes de elevarse, eran arrastradas por el huracán. «Seguramente esas volutas son producidas por el embate de los relámpagos», reflexionó. Pero, a causa de una intrigante asociación de ideas, aquel espectáculo le traía reminiscencias de otro. Como le sucedía a su compañero humano, estaba convencido de que conocía el paraje.

Sorteando el limo, tratando de ignorar los estragos que aquella desagradable sustancia producía en su calzado y sus vistosos calzones azules, Tasslehoff recurrió a una vieja estratagema de su raza, que sólo debía utilizarse en caso de extravío inminente. Entornó los ojos, vació su mente de cualquier preocupación y, acto seguido, ordenó a su cerebro que esbozara las líneas de un paisaje idéntico al que les circundaba. La lógica que se escondía tras este proceder era que, como resultaba más que probable que algún miembro de su familia hubiera recorrido antes la zona, el recuerdo de ésta habría sido transmitido de alguna manera a sus descendientes. Aunque esta teoría nunca había podido probarse científicamente —los gnomos trabajaban en ella y habían expuesto sus conclusiones —, no era menos cierto que no se habían registrado kenders perdidos en toda la historia de Krynn.

Sea como fuere, Tas, hundido hasta la espinilla en el encharcado camino, bloqueó toda visión susceptible de distraerle y trazó en su cerebro una réplica de los alrededores. Acudió a su llamada interior un diseño tan límpido, tan claro, que se sobresaltó, persuadido de que los mapas de su ancestro nunca asumieron semejante perfección. Distinguió en el cuadro árboles colosales, montañas en el horizonte y un lago.

Abrió los ojos con un respingo. ¡Un lago! No lo había detectado antes, acaso porque había adoptado la misma tonalidad grisácea, indefinida, que el ceniciento terreno. ¿Quedaba agua en su recinto, o se había colmado de barro?

«Me pregunto —pensó— si mi tío Saltatrampas visitó alguna vez una luna. Si fue así, ya entiendo por qué reconozco el terreno. Sin embargo, de haber vivido una experiencia de tal calibre se la habría relatado a alguien. Quizá quiso hacerlo, pero los goblins le devoraron antes de que tuviera oportunidad de compartir su viaje. Y, hablando de devorar…»

—Caramon —interpeló al hombretón —, ¿te proveíste de agua para el viaje? —Hubo de alzar la voz, de otro modo el estruendo reinante habría ahogado sus palabras —. Yo no, ni tampoco de alimento sólido. No creí que fuéramos a necesitarlo, dado que regresábamos a casa.

Iba a continuar, pero, de pronto, distinguió algo que borró de su ánimo toda noción de necesidades materiales y, también, el recuerdo del tío Saltatrampas.

—¡Oh, Caramon! —Se agarró al guerrero, y estiró el índice en dirección al fenómeno —. ¿Es el sol aquello que despunta en el firmamento?

—¿Qué otra cosa podría ser? —contestó, malhumorado, su acompañante, examinando a su vez el disco, que acuoso y amarillento, había asomado a través de una brecha en los nubarrones —. Y no, no tengo agua con la que saciar nuestra sed, así que te recomiendo que te abstengas de importunarme sobre ese particular.

—¿Por qué has de ser tan antipático? —le regañó el kender, pero, al observar la expresión del guerrero, desistió de su empeño.

Hicieron un alto en mitad del inseguro, resbaladizo sendero. El tórrido viento soplaba en su derredor, azotando los mechones sueltos del copete de Tas como si fueran una bandera y ondulando la capa del que había sido general. El hombretón reparó en el lago, el mismo que visualizara su pequeño amigo, y su rostro se tornó pálido, sus pupilas se enturbiaron. Transcurridos unos momentos echó de nuevo a andar, con ostensible desaliento, y el kender, entre suspiros, acometió también el accidentado trayecto. Había tomado una decisión.

—Caramon —propuso —, salgamos de aquí. Abandonemos este lugar. Aunque sea uno de los satélites que mi tío Saltatrampas debió de inspeccionar antes de convertirse en un festín para los goblins, no resulta nada divertido. Hablo de la luna, no del hecho de servir de cena a esos monstruos, lo que, bien pensado, tampoco debe de ser muy entretenido. Con toda franqueza, opino que este astro es tan tedioso como el Abismo y, además, huele todavía peor. Por otra parte, allí nunca estaba sediento y aquí, en cambio…, tampoco —rectificó, recordando demasiado tarde que era un tema prohibido —. Lo que ocurre es que tengo la boca seca, pastosa, y me cuesta un gran trabajo hablar en tales condiciones. Conservamos el ingenio mágico —afirmó y, a fin de recalcarlo, alzó el cetro incrustado de joyas, temeroso de que el guerrero hubiera olvidado su existencia durante la última media hora —. Te prometo, te juro solemnemente, que en esta segunda intentona me concentraré en Solace y descartaré cualquier otro anhelo.

—Calla, Tas —le conminó el férreo luchador.

Habían llegado al valle. El cieno alcanzaba los tobillos del grandullón, lo que significaba que había engullido las piernas de Tasslehoff hasta la pantorrilla. Las vicisitudes sufridas durante la fatigosa marcha habían hecho renquear de nuevo al antiguo general. Era una secuela de la herida que le dejara en una pierna la batalla librada contra los conspiradores dewar en la fortaleza mágica de Zhaman. Y, para colmo de males, exhibía en su rostro la huella de un agudo dolor.

También se adivinaba otro sentimiento en sus contraídas facciones, un resquicio de temor, que provocó una honda desazón en el kender. Deseoso de averiguar el motivo de tan desusado talante, Tasslehoff escrutó la planicie. Pero, tras un breve reconocimiento, meditó que el panorama no era desde abajo más gris que desde la loma. Nada había cambiado, excepto la penumbra, que se había incrementado. Las nubes eclipsaron de nuevo el sol, lo que no dejó de aliviar al hombrecillo, porque aquel disco más parecía una siniestra ilusión que, en lugar de iluminar la tierra, le confería una lobreguez de nefasto portento. La lluvia se había intensificado al acumularse las nubes sobre las cabezas de los viajeros, pero, aunque molesta, no producía espanto.

Hizo todo lo posible para no romper el silencio. Pero fueron inútiles sus esfuerzos. Las palabras afluían a sus labios antes de que pudiera refrenarlas.

—¿Qué sucede, Caramon? —preguntó—. No veo nada especial. ¿Se trata de tu maltrecha rodilla?

—Guarda silencio, Tas —ordenó el aludido con tono tenso, tajante.

Y, sin más comunicación que este exabrupto, el hombretón siguió oteando los alrededores. Tenía las pupilas dilatadas y apretaba un puño, que, nervioso, volvía a abrir.

El kender se llevó una mano a los labios para acallar cualquier comentario, resuelto a permanecer mudo aunque en ello le fuera la vida. Al extinguirse los ecos de su breve y desabrido diálogo, percibió, de modo repentino, la quietud que presidía la escena. Cuando no rugía el trueno nada se oía, ni siquiera los sonidos propios de la lluvia como el gotear en las hojas de los árboles, el chapoteo en los charcos, el murmullo de la brisa en las ramas o los trinos de los pájaros, gorjeos de protesta por la humedad que saturaba sus plumas.

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