La mecánica cuántica es un marco conceptual que sirve para comprender las propiedades microscópicas del universo. Además, del mismo modo que la relatividad especial y la relatividad general exigen unos cambios radicales en nuestro modo de ver el mundo cuando los objetos se mueven con gran rapidez o tienen una gran masa, la mecánica cuántica revela que el universo tiene unas propiedades igual de asombrosas, si no más, cuando se examina a escalas de distancias atómicas o subatómicas. En 1965, Richard Feynman, uno de los más grandes expertos en mecánica cuántica, escribió:
Hubo una época en que los periódicos decían que sólo doce hombres comprendían la teoría de la relatividad. No creo ni que existiera una época así. Podría haber existido una época en que tan sólo un hombre comprendiera dicha teoría, antes de publicarla, porque fuera el único que había caído en la cuenta de que las cosas podían ser así. Pero, después de que los demás leyeran su publicación, muchas personas comprendieron, de una forma o de otra, la teoría de la relatividad. Seguramente fueron más de doce. Por otra parte, creo que puedo afirmar sin riesgo de equivocarme que nadie comprende la mecánica cuántica.
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Aunque Feynman expresó esta opinión hace más de tres décadas, hoy en día sigue siendo igualmente válida. Lo que él quería decir es que, aunque las teorías de la relatividad especial y la relatividad general exigen una revisión drástica de los modos anteriores de entender el mundo, cuando aceptamos plenamente los principios básicos que subyacen a estas teorías, las nuevas y extrañas implicaciones que tienen para el espacio y el tiempo se deducen directamente a partir de un minucioso razonamiento lógico. Si usted valora adecuadamente las explicaciones de la obra de Einstein recogidas en los dos capítulos anteriores, reconocerá —aunque sea sólo por un momento— la inevitabilidad de las conclusiones que hemos sacado. La mecánica cuántica es diferente. Hacia 1928, se habían desarrollado ya muchas de las fórmulas matemáticas y de las reglas de la mecánica cuántica y, desde entonces, se han utilizado para realizar
las
predicciones numéricas más precisas y eficaces de toda la historia de la ciencia. Sin embargo, aquellos que utilizan la mecánica cuántica se encuentran en realidad con que siguen unas reglas y aplican unas fórmulas establecidas por los «padres fundadores» de esta teoría —métodos de cálculo que han de aplicarse fielmente— sin comprender del todo
por qué
funcionan estos métodos o
qué
es lo que significan realmente. A diferencia de lo que sucede con la relatividad, son pocas las personas, si es que las hay, que comprenden la mecánica cuántica a un nivel «profundo».
¿Qué podemos hacer ante esto? ¿Significa que a nivel microscópico el universo funciona de una manera tan oscura y extraña que la mente humana; que ha evolucionado desde tiempos inmemoriales para poder asumir fenómenos cotidianos y perceptibles, es incapaz de comprender plenamente «lo que en realidad está pasando»? O, si no, ¿podría ser que, por un accidente histórico, los físicos hubieran construido una formulación de la mecánica cuántica extremadamente difícil que, aun siendo eficaz cuantitativamente, oscurece la verdadera naturaleza de la realidad? Nadie lo sabe. Puede que en el futuro alguna persona inteligente tenga la clarividencia de encontrar una nueva formulación que aclare completamente el «por qué» y el «qué» de los distintos aspectos de la mecánica cuántica. Y también puede que no. Lo único que sabemos con certeza es que la mecánica cuántica nos muestra de una manera absoluta e inequívoca que ciertos conceptos básicos esenciales para nuestro conocimiento del entorno cotidiano
no tienen sentido
cuando nuestro centro de interés se reduce al ámbito de lo microscópico. En consecuencia, debemos modificar significativamente tanto nuestro lenguaje como nuestro modo de razonar cuando intentemos comprender y explicar el universo a escalas atómicas y subatómicas.
En las secciones siguientes desarrollaremos los aspectos básicos de este lenguaje y detallaremos algunas de las sorpresas importantes que trae consigo. Si durante este proceso le parece a usted que la mecánica cuántica es en conjunto extraña o incluso absurda, tenga en cuenta siempre dos cosas. En primer lugar, más allá del hecho de que es una teoría matemáticamente coherente, la única razón por la que creemos en la mecánica cuántica es que proporciona predicciones que se han verificado y resultan de una exactitud asombrosa. Si alguien le da a usted una enorme cantidad de detalles íntimos de su infancia pormenorizando de una manera impresionante, es difícil no creerle cuando afirma ser aquel hermano suyo desaparecido hace mucho tiempo. En segundo lugar, no será usted el único que reacciona de esa manera ante la mecánica cuántica. Es un punto de vista que han mantenido en mayor o menor medida algunos de los físicos más reverenciados de todos los tiempos. Einstein se negó a aceptar plenamente la mecánica cuántica, e incluso Niels Bohr, uno de los pioneros más importantes de la teoría cuántica y uno de sus defensores más vehementes, afirmó en una ocasión que quien no siente vértigo cuando piensa en la mecánica cuántica, es alguien que realmente no la ha comprendido.
El camino hacia la mecánica cuántica comenzó con un problema verdaderamente misterioso. Supongamos que el horno que tiene usted en casa está perfectamente aislado y que lo gradúa a una temperatura determinada, digamos que a unos 200 grados centígrados, y espera el tiempo suficiente para que se caliente. Incluso si ha aspirado todo el aire del horno antes de encenderlo, al calentar sus paredes se generan ondas de radiación en su interior. Se trata del mismo tipo de radiación —calor y luz en forma de ondas electromagnéticas— que emite la superficie del Sol, o un atizador de hierro que esté al rojo vivo.
Aquí es donde se plantea el problema. Las ondas electromagnéticas transportan energía —por ejemplo, la vida en nuestro planeta depende totalmente de la energía transmitida desde el Sol a la Tierra mediante ondas electromagnéticas—. Al comienzo del siglo XX, unos físicos calcularon la energía total transportada por la radiación electromagnética en el interior de un horno a una temperatura determinada. Utilizando procedimientos de cálculo bien definidos, consiguieron una respuesta ridícula: para cualquier temperatura seleccionada, la energía total en el interior del horno es
infinita
.
Cualquiera podía ver que esto no tenía sentido; un horno caliente puede contener una cantidad importante de energía, pero, desde luego, no una cantidad infinita. Para comprender la solución propuesta por Planck, merece la pena examinar el problema con un poco más de detalle. Resulta que, cuando la teoría electromagnética de Maxwell se aplica a la radiación del interior de un horno, dicha teoría muestra que las ondas generadas por las paredes calientes deben tener un numero
entero
de picos y senos que encaje perfectamente entre superficies opuestas. En la Figura 4.1 se muestran algunos ejemplos.
Figura 4.1
La teoría de Maxwell nos dice que las ondas de radiación que se producen en un horno tienen un número entero de picos y senos; estas ondas realizan ciclos ondulatorios completos.
Los físicos utilizan tres términos para describir estas ondas: longitud de onda, frecuencia y amplitud. La
longitud de onda
es la distancia entre dos picos sucesivos o entre dos senos sucesivos, como se puede ver en la Figura 4.2.
Figura 4.2
La longitud de onda es la distancia entre dos picos o dos senos consecutivos de una onda. La amplitud es la altura o la profundidad máxima de la onda.
La existencia de más picos y senos significa una longitud de onda más corta, ya que todos ellos han de estar encajados entre las paredes fijas del horno. La
frecuencia
se refiere al número de ciclos de oscilación completos hacia arriba y hacia abajo que una onda realiza cada segundo. Sucede que la frecuencia está determinada por la longitud de onda y viceversa: longitudes de onda más largas implican frecuencias más bajas; longitudes de onda más cortas implican frecuencias más altas. Para ver el porqué de esto, pensemos en lo que sucede cuando se generan ondas agitando una cuerda larga que está atada por un extremo. Para generar una longitud de onda que sea larga, agitamos un extremo pausadamente hacia arriba y hacia abajo. La frecuencia de las ondas se corresponde con el número de ciclos por segundo que realiza el brazo y es por lo tanto bastante bajo. Sin embargo, para generar longitudes de onda cortas hay que agitar el brazo más frenéticamente —más frecuentemente, por decirlo así— y esto produce ondas de frecuencia más alta. Finalmente, los físicos utilizan el término
amplitud
para indicar la máxima altura o profundidad de una onda, como también se ilustra en la Figura 4.2.
En el caso de que a usted le parezca que las ondas electromagnéticas son un poco abstractas, otro buen ejemplo para tener en cuenta son las ondas que se producen al pulsar una cuerda de violín. Las diferentes frecuencias de las mismas se corresponden con diferentes notas musicales: cuanto más alta es la frecuencia, más alta es también la nota. La amplitud de una onda para una cuerda de violín es determinada por la fuerza con que se pulse dicha cuerda. Una pulsación más fuerte significa que se pone más energía en la perturbación que transmite la onda; por lo tanto, más energía supone una mayor amplitud. Esto se puede oír, ya que el tono resultante suena con mayor volumen. De manera similar, menos energía supone una amplitud menor y un volumen de sonido más bajo.
Utilizando la termodinámica del siglo XIX, los físicos pudieron determinar cuánta energía suministrarían las paredes calientes del horno a las ondas electromagnéticas de cada una de las longitudes de onda posibles, es decir, con cuanta fuerza «pulsaría» cada onda las paredes del horno. El resultado que obtuvieron es sencillo de enunciar: cada una de las ondas posibles —
a despecho de su longitud de onda
— lleva la misma cantidad de energía (con la cantidad exacta que determina la temperatura del horno). En otras palabras, todas las pautas posibles de ondas que produce el horno están en un pie de igualdad absoluta por lo que respecta a la cantidad de energía que contienen.
Al principio, éste parece un resultado interesante, aunque intranscendente. Pero no lo es. Representa el ocaso de lo que se ha dado en llamar física clásica. La razón es la siguiente: aunque se ha de cumplir el requisito de que todas las ondas tengan un número entero de picos y senos, dentro de la enorme variedad de pautas concebibles para las ondas que se producen en el horno, hay todavía un número infinito de otras que también son posibles: las que tienen aún más picos y senos. Dado que todas las pautas de ondas llevan la misma cantidad de energía, hablar de un número infinito de pautas se traduce en una cantidad infinita de energía. A llegar el cambio de siglo, había una mosca gigantesca en la sopa teórica.
En 1900, Planck tuvo una genial intuición que permitió encontrar un modo de resolver este rompecabezas y le valdría en 1918 el premio Nobel de física.
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Para hacernos una idea de cuál fue su solución, supongamos que usted y una enorme multitud de gente —«infinita» en número— están apiñados en un almacén grande y frío dirigido por un propietario mezquino. En la pared hay un bonito termostato digital que controla la temperatura, pero usted se lleva una sorpresa cuando descubre el dinero que cobra el propietario por la calefacción. Si el termostato está puesto a 50 grados Fahrenheit, cada uno debe pagar al propietario 50 dólares. Si está puesto a 55 grados Fahrenheit, cada uno debe pagar 55 dólares, y así siempre. Usted se da cuenta de que, puesto que comparte el almacén con un número infinito de compañeros, el propietario ganará una cantidad infinita de dinero, siempre y cuando se ponga la calefacción.
Pero, leyendo más detenidamente las normas de pago del propietario, usted ve que hay una vía de escape. Dado que el propietario es un hombre muy ocupado, no desea tener que dar el cambio, sobre todo cuando se trata de un número infinito de inquilinos. Por eso, utiliza un sistema basado en la honradez. Aquellos que pueden pagar exactamente lo que deben, lo hacen así. Los que no pueden pagar el importe exacto pagan sólo la cantidad que puedan entregar sin que sea preciso devolverles el cambio. Entonces, con la intención de que todo el mundo se implique, pero deseando evitar un pago exorbitante por la calefacción, les propone organizar el dinero del grupo de la siguiente manera: una persona lleva todo su dinero en monedas de 1 centavo, otra persona lo lleva todo en monedas de 5 centavos, otra en monedas de diez centavos, otra en monedas de cuarto de centavo y así todos pasando por el que lleva todo en billetes de un dólar, el que lo lleva en billetes de 5 dólares, el que tiene billetes de 10 dólares, el que lleva de 20, el que lleva de 50, el que lleva de 100, el que lleva de 1000, y así con unidades aún mayores (y no habituales). Usted pone el termostato descaradamente a 80 grados Fahrenheit y se queda esperando la llegada del propietario. Cuando llega, la persona que lleva monedas de 1 centavo paga en primer lugar entregando 8.000 monedas. La persona que lleva monedas de 5 centavos entrega 1600 monedas, la persona que lleva monedas de 10 centavos paga con 800 monedas, la que sólo tiene cuartos de dólar entrega 320 monedas, la que lleva billetes de 1 dólar entrega 80 billetes, la que lleva billetes de 5 dólares paga con 16 billetes, la persona que sólo tiene billetes de 10 dólares entrega ocho, la que lleva billetes de 20 dólares paga con cuatro, la persona que sólo tiene billetes de 50 dólares paga con un billete (ya que dos billetes excederían el precio y habría que darle cambio). Pero cualquiera que tenga un solo tipo de monedas o billetes, es decir, una sola unidad —un «paquete» mínimo de dinero— está por encima del pago requerido. Por lo tanto, las personas que están en este caso no pueden pagar al propietario, y éste, por consiguiente, en vez de recibir la cantidad infinita de dinero que esperaba, se tiene que marchar con la miserable suma de 690 dólares.