El valle de los caballos (11 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: El valle de los caballos
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Los hombres corrieron en pos de ellos. El semental, al ver que la yegua gris se rezagaba, le mordisqueó los flancos para espolearla. Los hombres gritaban y agitaban los brazos, pero esta vez el semental les hizo frente, corriendo entre la yegua y los hombres, manteniendo a éstos a distancia a la vez que intentaba incitar a la yegua a que corriera. Ella dio unos cuantos pasos vacilantes más y se detuvo cabizbaja. La lanza de Thonolan sobresalía de uno de sus costados, hilillos de sangre brillante chorreaban por su pelaje y se sumían entre pelos enmarañados formando gruesas gotas.

Jondalar se acercó, apuntó y arrojó su lanza. La yegua tuvo un sobresalto, tropezó y cayó, con la segunda asta temblando en su grueso cuello debajo de las tiesas crines. El semental se le acercó, la tocó con el hocico, se encabritó y con un grito desafiante, galopó tras su manada para proteger a los ejemplares vivos.

–Voy a buscar las cosas –dijo Thonolan, mientras ambos se acercaban a todo correr al animal caído–. Será más fácil traer agua hasta aquí que llevarnos un caballo al río.

–No tenemos que secarlo todo. Nos llevaremos al río lo que nos haga falta, así no tendremos que traer agua.

–¿Por qué no? –dijo Thonolan encogiéndose de hombros–. Voy por un hacha para romper los huesos –y se fue hacia el río.

Jondalar sacó de la funda su cuchillo con mango de hueso y practicó un profundo corte en el cuello del animal. Sacó las lanzas y vio cómo la sangre se acumulaba en un charco alrededor de la cabeza de la yegua.

–Cuando vuelvas a la Gran Madre Tierra –dijo al caballo muerto– dale las gracias –metió la mano en su bolsa y acarició la figurilla de piedra que representaba a la Madre, en un gesto inconsciente. «Zelandoni tiene razón», pensó. «Si los hijos de la Tierra llegan a olvidar quién les da el sustento, podemos despertar algún día para descubrir que no tenemos hogar.» Entonces aferró el cuchillo y se preparó a coger su parte de las provisiones de Doni.

–He visto una hiena al regresar –dijo Thonolan cuando estuvo de vuelta–. Parece que se va a alimentar alguien más, no sólo nosotros.

–A la Madre no le gusta el despilfarro –dijo Jondalar, bañado en sangre hasta los codos–. Todo retorna a Ella de un modo u otro. Anda, ayúdame.

–Ya sabes que es peligroso –dijo Jondalar, echando otro leño a la pequeña hoguera. Unas cuantas chispas flotaron hacia arriba con el humo y desaparecieron en el aire nocturno–. ¿Qué haremos cuando llegue el invierno?

–Falta mucho para eso; seguro que antes nos encontraremos con alguna gente –contestó Thonolan.

–Si volvemos ahora sobre nuestros pasos, es indudable que sí. Podríamos llegar por lo menos hasta los Losadunai antes de lo más crudo del invierno –se volvió a mirar a su hermano–. Ni siquiera sabemos cómo son los inviernos de este lado de las montañas. Es más descampado, hay menos protección y menos árboles para encender fuego. Tal vez deberíamos haber intentado dar con los Sarmunai. Podrían habernos dado alguna idea de lo que nos espera, de la gente que vive por ahí.

–Puedes volver cuando quieras, Jondalar. Para empezar, yo iba a hacer este Viaje solo..., no es que tu compañía no me guste...

–No sé..., tal vez debiera –respondió éste volviéndose hacía el fuego–. No me había dado cuenta de lo largo que es el río. Míralo –hizo un gesto hacia el agua rielante que reflejaba el claro de luna–. Es la Gran Madre de todos los ríos, igualmente impredecible. Cuando partimos, corría hacia el este. Ahora va hacia el sur y se divide en tantos canales que a veces me pregunto si será siempre el mismo río. Supongo que no imaginé que fueras a seguirlo hasta el final, cualquiera que fuese su longitud, Thonolan. Además, suponiendo que encontrásemos a otras personas, ¿cómo sabes que serían amistosas?

–Precisamente, de eso se trata en un Viaje. Descubrir lugares nuevos, gente nueva. Hay que arriesgarse. Mira, hermano mayor, regresa si quieres. Lo digo en serio.

Jondalar miraba el fuego, golpeando rítmicamente con un palito la palma de su mano. De repente se puso en pie de un salto y lanzó el palito al fuego, provocando otro surtidor de chispas. Dio unos pasos y miró las cuerdas de fibras retorcidas, fijas entre estaquillas clavadas en tierra, sobre las que se secaban finas tiras de carne.

–¿Hay algo a lo que tenga yo que regresar? Al fin y al cabo, ¿qué es lo que me espera?

–El siguiente recodo del río, la siguiente salida del sol, la próxima mujer con quien te acuestes –dijo Thonolan.

–¿Y eso es todo? ¿No deseas algo más de la vida?

–¿Hay algo más? Naces, vives lo mejor que puedes mientras estás aquí, y algún día vuelves a la Madre. Después de eso, ¿quién sabe?

–Debería haber algo más, alguna razón para vivir.

–Si llegas a descubrirla, avísame –dijo Thonolan, con un bostezo–. Por el momento, lo que estoy esperando es la próxima salida del sol, pero uno de los dos debería quedarse despierto a menos que encendamos más fogatas para alejar el peligro de que los ladrones de cuatro patas nos dejen sin carne.

–Vete a dormir, Thonolan, yo vigilaré; de todos modos, no tengo sueño.

–Jondalar, te preocupas demasiado. Despiértame cuando estés cansado.

Ya había despuntado el día cuando Thonolan salió a gatas de la tienda, se frotó los ojos y se desperezó.

–¿Has estado despierto toda la noche? Te dije que me despertaras.

–Estaba reflexionando y no tenía ganas de acostarme. Hay un poco de infusión de artemisa si te apetece, está caliente.

–Gracias –dijo Thonolan sacando líquido humeante con una taza de madera. Se acuclilló frente al fuego, con la taza entre las manos. El aire mañanero era todavía fresco, la hierba estaba cubierta de rocío y él sólo llevaba puesto un taparrabos. Vio pajarillos que, en medio de ruidosos trinos, revoloteaban y se abalanzaban hacia los escasos arbustos y árboles próximos al río. Una bandada de grullas, que anidaba en una isla de sauces en mitad de un canal, estaba desayunándose con pescado–. Bueno, ¿lo lograste? –preguntó por fin.

–¿El qué?

–Encontrar el significado de la vida. ¿No era eso lo que te tenía preocupado cuando fui a acostarme? Aunque no entiendo por qué tenías que mantenerte despierto la noche entera sólo por eso. Ahora bien, si hubiera una mujer por ahí... ¿Tienes alguna de las bendecidas por Doni oculta entre los sauces...?

–¿Crees que te lo diría si así fuera? –dijo Jondalar con una sonrisa pícara. Después, su sonrisa se suavizó–. No tienes que hacer chistes malos para seguirme la corriente, hermanito. Iré contigo todo el camino hasta el final del río, si así lo quieres. Sólo que, entonces, ¿qué piensas hacer?

–Todo depende de lo que encontremos allí. Anoche pensé que lo mejor sería acostarme. No eres buena compañía para nadie cuando te asalta una de esas rachas. Me alegro de que hayas decidido seguir adelante. Ya estoy más o menos acostumbrado a ti y a tus arrebatos de mal humor.

–Ya te lo dije: alguien tiene que sacarte de apuros.

–¿A mí? En este preciso momento me vendría bien algún problema. Siempre sería mejor que estarme sentado todo el día esperando que se seque esa carne.

–Sólo serán unos cuantos días, si el tiempo aguanta. Pero ya no sé si debo decirte lo que acabo de ver –y los ojos de Jondalar chispearon.

–Vamos, hermano, ya sabes que de todos modos vas a...

–Thonolan: en ese río hay un esturión muy grande... Pero no hay razón para tratar de pescarlo: no querrás esperar a que también el pescado se seque.

–¿Cómo es de grande? –preguntó Thonolan poniéndose de pie y mirando con ansiedad en dirección al río.

–Tan grande que no estoy seguro de que pudiéramos manejarlo entre los dos.

–No hay ningún esturión tan enorme.

–El que yo he visto, sí.

–Enséñamelo.

–Oyeme: ¿quién crees que soy? ¿La Gran Madre? ¿Acaso crees que puedo conseguir que salga un pez y haga cabriolas delante de ti? –y como Thonolan parecía apenado, Jondalar agregó–: Pero te lo enseñaré tan pronto como lo vuelva a ver.

Los dos hombres caminaron hasta la orilla del río, quedándose de pie junto a un árbol caído que se extendía en parte sobre el río. Como si quisiera provocarlos, una forma grande y oscura avanzó silenciosamente y se detuvo bajo el árbol cerca del lecho del río, ondulando ligeramente en la corriente.

–¡Debe de ser el abuelo de todos los peces! –susurró Thonolan.

–Pero ¿crees que será posible sacarlo?

–Podemos intentarlo.

–Bastaría para alimentar toda una Caverna y más. ¿Qué haríamos con él?

–¿No fuiste tú quien decía que la Madre no permite que nada se desperdicie? Hienas y lobos podrán tener su parte. Vamos por las lanzas –dijo Thonalan, deseoso de entrar en acción.

–Las lanzas no servirán, necesitamos arpones.

–Para cuando terminemos de hacer los arpones, el esturión ya se habrá ido.

–Si no los hacemos, jamás podremos sacarlo a tierra. Se zafará de una lanza..., necesitamos algo que sirva de garfio. No se tarda demasiado en hacer uno. Mira ese árbol que está ahí. Si cortamos el ramaje por debajo de la horquilla más fuerte..., no tendremos que preocuparnos por reforzarla, sólo la usaremos una vez –y Jondalar acentuaba su descripción con movimientos de las manos–. Cortamos la rama y la afilamos: así obtendremos un garfio.

–Pero ¿de qué servirá si el pez se ha ido antes de que lo hayamos hecho? –interrumpió Thonolan.

–Lo he visto dos veces..., parece que es un lugar donde le agrada descansar. Lo más probable es que regrese.

–Pero quién sabe cuánto tardará.

–¿Tienes algo mejor que hacer por el momento?

–Está bien, tú ganas –contestó Thonolan con una sonrisa torcida–. Vamos a hacer garfios.

Se dieron media vuelta para regresar, pero se detuvieron en seco, sorprendidos. Varios hombres les habían rodeado y su actitud era claramente hostil.

–¿De dónde han salido? –preguntó Thonolan en un susurro ronco.

–Habrán visto nuestro fuego. Quién sabe cuánto tiempo llevan aquí. Me he pasado la noche vigilando por si había merodeadores. Pueden haberse quedado esperando hasta que incurriéramos en un descuido, por ejemplo, dejándonos ahí las lanzas.

–No parecen muy sociables; ninguno de ellos ha hecho la menor señal de bienvenida. Y ahora, ¿qué hacemos?

–Dedícales tu sonrisa más amplia y amistosa, hermanito, y encárgate de hacer el gesto.

Thonolan trató de mostrar seguridad en sí mismo y sus labios dibujaron lo que esperaba fuera una sonrisa llena de confianza. Extendió ambas manos y echó a andar hacia ellos.

–Soy Thonolan de los Zelan...

Su avance fue interrumpido por una lanza que osciló a sus pies clavada en la tierra.

–¿Alguna buena sugerencia más, Jondalar?

–Creo que ahora les toca a ellos.

Uno de los hombres dijo algo en un lenguaje desconocido, y otros dos corrieron hacia los hermanos. Con las puntas de las lanzas los empujaron hacia delante.

–No tienes que ponerte así, amigo –rezongó, al sentir una fuerte punzada–. Iba precisamente en esa dirección cuando me interrumpiste.

Los llevaron de regreso a su campamento y de un empujón los dejaron frente al fuego. El que había hablado anteriormente gritó otra orden. Varios hombres entraron a gatas en la tienda y sacaron todo lo que había dentro. Quitaron las lanzas de las mochilas y el contenido de éstas fue derramado por el suelo.

–¿Qué se creen que están haciendo? –gritó Thonolan, enderezándose. Le recordaron por la fuerza que debía sentarse, notó que un hilo de sangre le corría por el brazo.

–Calma, Thonolan –le recomendó Jondalar–. Parecen furiosos. No creo que estén de humor para soportar objeciones.

–¿Es éste el modo de tratar a los Visitantes? ¿No conocen los derechos de paso de quienes realizan un Viaje?

–Tú lo dijiste, Thonolan.

–¿Qué dije?

–Que corres tus riesgos, que eso forma parte de los Viajes.

–Gracias –dijo Thonolan, tocándose el corte que le ardía en el brazo y mirando sus dedos cubiertos de sangre–. Eso era precisamente lo que deseaba oír.

El que parecía ser el jefe escupió unas cuantas palabras más y los dos hermanos fueron puestos en pie. Thonolan, con su taparrabos, sólo fue honrado con una mirada, pero Jondalar fue registrado y le quitaron su cuchillo de pedernal con mango de hueso. Un hombre echó mano de la bolsa que le colgaba de la cintura y Jondalar quiso sujetarla. Al momento sintió un fuerte dolor en la nuca y se desplomó.

Quedó sin conocimiento sólo unos instantes, pero cuando se le aclararon las ideas, se encontró tendido en el suelo y mirando a los ojos de Thonolan que mostraban gran preocupación; tenía las manos atadas con correas a la espalda.

–Tú lo dijiste, Jondolar.

–¿El qué?

–Que no están de humor para soportar objeciones.

–Gracias –contestó Jondalar haciendo una mueca, dándose cuenta de que tenía un fuerte dolor de cabeza–, eso es precisamente lo que deseaba oír.

–¿Qué crees que harán con nosotros?

–Seguimos con vida. Si fueran a matarnos ya lo habrían hecho, ¿no?

–Quizá nos reserven para algo especial.

Los dos hombres estaban tendidos en el suelo, mientras oían voces y observaban a los extraños que iban y venían por su campamento. Olieron a comida, y sus estómagos gruñeron. A medida que el sol subía, el calor intenso convirtió la sed en un problema peor aún. A medida que transcurría la tarde, Jondalar se quedó dormido, pues empezaba a acusar la noche que había pasado en vela. Se despertó sobresaltado al oír gritos y alboroto. Alguien acababa de llegar.

Los pusieron de pie, y ambos se quedaron boquiabiertos de asombro al ver que un hombre fornido se dirigía hacia ellos a grandes zancadas llevando a la espalda a una anciana canosa y enteca. El hombre se puso a gatas y entre varios ayudaron a la mujer a bajar de su cabalgadura humana, con una deferencia evidente.

–Sea quien fuere, parece ser muy importante –dijo Jondalar. Un golpe en las costillas le hizo callar.

La mujer avanzó hacia ellos apoyándose en un bastón nudoso con un florón labrado. Jondalar la miraba, seguro de no haber visto en su vida nada tan viejo. La anciana tenía la estatura de un niño, encogida por la edad, y el color sonrosado de su cuero cabelludo podía verse entre sus canas ralas. Tenía tan arrugado el rostro que apenas si parecía humano, pero sus ojos estaban curiosamente fuera de lugar. Jondalar había esperado ver unos ojos mortecinos, pitarrosos y seniles en una persona tan entrada en años. Pero los de ella brillaban de inteligencia y chispeaban de autoridad. Jondalar se sintió embargado de respeto hacia la diminuta mujer y algo temeroso en cuanto al destino que les esperaba, a Thonolan y a él. Aquella mujer no habría ido hasta allí de no tratarse de algo importante.

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