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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (29 page)

BOOK: El valle de los caballos
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También Ayla empezaba a comprender el lenguaje de Whinney. La yegua no necesitaba emplear palabras para expresarse; la mujer estaba acostumbrada a distinguir finos matices de significado en imperceptibles signos de la expresión o el gesto. Los sonidos habían representado siempre una forma secundaria de comunicación en el Clan. Durante el prolongado invierno que había impuesto una asociación muy íntima, la mujer y el equino habían establecido un cálido nexo de afecto y logrado un alto nivel de comunicación y comprensión. Por lo general, Ayla sabía cuándo Whinney se sentía feliz, contenta, nerviosa o molesta, y respondía a las señales de la yegua siempre que ésta necesitaba ser atendida: alimento, agua, afecto. De todos modos, fue la mujer quien adoptó el papel dominante de manera intuitiva; había comenzado a trasmitir señales y directrices a la yegua con un propósito concreto y el animal respondía.

Ayla estaba de pie justo a la entrada de la cueva, examinando su trabajo de reparaciones y el estado del cuero del rompevientos. Había tenido que hacer nuevos orificios a lo largo del borde superior, debajo de los que se habían rasgado, y pasar por ellos una nueva correa para colocar nuevamente la pieza de cuero en el travesaño superior. De repente sintió algo húmedo en la nuca.

–Whinney, no... –se dio media vuelta, pero la yegua no se había movido; otra gota la salpicó. Miró a su alrededor y alzó la vista hacia un largo carámbano colgado del orificio para el humo. La humedad de sus guisos y de la respiración, elevada por el calor de la lumbre, al encontrarse con el aire frío que penetraba por el agujero, formaba hielo. Pero el viento seco absorbía justo la humedad suficiente para impedir que ese hielo aumentara demasiado. Durante la mayor parte del invierno, sólo unos flecos de hielo habían decorado la parte superior del agujero. A Ayla la sorprendió ver el carámbano largo y sucio, lleno de hollín y ceniza.

Una gota de agua se desprendió de la punta y le cayó en la frente antes de que hubiera tenido tiempo de rehacerse de su sorpresa para apartarse; se secó la frente y entonces lanzó un grito triunfal.

–¡Whinney! ¡Whinney! ¡Ya llega la primavera! El hielo empieza a fundirse –corrió hacia la yegua y rodeó con sus brazos el cuello peludo, calmando la súbita intranquilidad que ésta manifestaba–. ¡Oh, Whinney!, pronto empezarán a tener yemas los árboles, las primeras plantas comenzarán a brotar. ¡No hay nada tan bueno como los primeros vegetales de la primavera! Espera a probar la hierba de primavera. ¡Te encantará!

Ayla dejó la cueva y se precipitó al amplio saliente como si esperara contemplar un mundo verde en vez de blanco. El viento frío la hizo regresar a toda prisa, y su excitación ante las primeras gotas de agua de fusión se convirtió en desaliento al presenciar la peor tormenta de nieve de la temporada, la cual se desató días después por el desfiladero del río. Pero a pesar de la capa de hielo glacial, la primavera siguió inexorablemente pisándole los talones al invierno, y el hálito tibio del sol derritió la costra helada que aprisionaba la tierra. Las gotas de agua habían anunciado realmente la transición del hielo al agua en el valle... y más de lo que Ayla hubiera imaginado.

Las primeras gotas tibias de fusión fueron seguidas muy pronto por lluvias primaverales que ayudaron a suavizar y barrer la nieve y el hielo acumulados, trayendo la humedad de la estación a la seca estepa. Sin embargo, hubo algo más que una acumulación local. El manantial del río del valle consistía en agua de fusión del glaciar mismo, la cual, en primavera, recibía afluentes a lo largo de su recorrido, incluidos muchos que no existían cuando Ayla llegó al valle.

Súbitas crecidas de lechos anteriormente secos cogían por sorpresa a animales desprevenidos y los transportaban brutalmente río abajo. En aquella turbulencia alocada, cadáveres enteros eran desgarrados, golpeados, aplastados y convertidos en osamentas limpias. En ocasiones, los ríos existentes eran ignorados por la corriente. El agua de fusión abría nuevos canales, arrancaba de raíz arbustos y árboles que habían luchado por crecer durante años en un entorno hostil, y los arrasaba. Piedras y rocas, incluso enormes bloques, que el agua volvía brillantes, eran arrastrados, empujados entre los desechos a toda velocidad.

Las angostas paredes del desfiladero, río arriba de la cueva de Ayla, encerraban el agua violenta que caía desde la alta cascada. La resistencia fortalecía la corriente y, según iba aumentando el volumen, subía el nivel del río. Las zorras habían abandonado su guarida bajo el montón de desechos del año anterior, mucho antes de que la playa pedregosa al pie de la cueva quedara anegada.

Ayla no soportaba quedarse dentro de la cueva. Desde el saliente observaba los remolinos y torbellinos espumosos del río, que crecía día a día. Abalanzándose desde el angosto desfiladero –Ayla podía ver cómo se precipitaba el agua al verse libre–, golpeaba contra el muro saliente y depositaba parte de los desechos que transportaba al pie de éste. Fue entonces cuando Ayla comprendió cómo se había alojado allí aquel montón de huesos, madera de flotación y bloques erráticos que tan útiles le habían resultado, y se dio cuenta de la suerte que había tenido al encontrar una cueva tan arriba.

Podía notar cómo se estremecía el saliente cuando un bloque rocoso grande o un árbol chocaba contra su base. Eso la asustaba, pero ya había llegado a considerar la vida de manera fatalista: si había de morir, moriría; de todos modos, había sido maldita y se suponía que ya estaba muerta. Sin duda existían fuerzas más poderosas que ella misma para controlar su destino, y si la muralla había de ceder mientras ella se encontraba arriba, nada podía hacer para impedirlo. La violencia desenfrenada de la naturaleza la tenía fascinada.

Todos los días presentaban un aspecto nuevo. Uno de los altos árboles que crecían junto a la muralla opuesta cedió al empuje de la riada. Cayó contra el saliente, pero no tardó en ser barrido por el crecido río. Ayla vio cómo desaparecía en el recodo, arrastrado por la corriente, que se extendía por la pradera más baja, en forma de un largo y estrecho lago, e inundaba la vegetación que otrora había bordeado la ribera de aguas tranquilas. Ramas de árboles y maleza enmarañada que se aferraban a la tierra por debajo del río turbulento, retuvieron y trataron de sujetar al gigante derribado, pero el árbol fue arrancado de sus garras o ellas fueron arrancadas de la tierra.

Ayla tuvo constancia del día en que el invierno perdió su dominio sobre las cascadas de hielo: un fragor cuyo eco retumbó a lo largo del cañón anunció la aparición de témpanos de hielo flotando en el río, oscilando y vacilando a capricho de la corriente. Se precipitaron todos juntos contra la muralla, después la rodearon y perdieron su forma y su definición al ser arrastrados.

La familiar playa había cambiado de aspecto cuando las aguas retrocedieron por fin lo suficiente para que Ayla pudiera bajar por el abrupto sendero hasta la orilla del río. El montón enfangado de desechos que se acumulaba al pie de la muralla había adquirido dimensiones nuevas, y entre los huesos y la madera de río se veían cadáveres y árboles. La forma del pequeño terreno pedregoso había cambiado y habían desaparecido árboles familiares; pero no todos. Las raíces se hundían en las profundidades de un terreno esencialmente seco, sobre todo la vegetación que crecía lejos de la orilla; árboles y arbustos estaban acostumbrados a la inundación anual, y la mayoría de los que habían sobrevivido a varias estaciones estaban firmemente arraigados. Cuando comenzaron a aparecer las primeras yemas verdes de las matas de frambuesas, Ayla empezó a pensar en el próximo año. No tenía ningún sentido recoger bayas que no madurarían antes del verano. Ella no estaría ya en el valle, por supuesto que no, si había de reanudar la búsqueda de los Otros. Los primeros estremecimientos de la primavera le habían impuesto la necesidad de tomar una decisión: cuándo abandonar el valle. Era más difícil de lo que parecía.

Estaba sentada en el extremo más alejado del saliente, en un lugar de su predilección. En el lado que daba al prado había un sitio llano donde podía sentarse, y justo a la distancia precisa enfrente, otro punto donde apoyar los pies. No podía ver el agua procedente del recodo ni la playa pedregosa, pero divisaba perfectamente todo el valle, y si volvía la cabeza podía ver el desfiladero río arriba. Había estado observando a Whinney en el prado y la había visto emprender el camino de regreso. La yegua se había ocultado a su vista mientras rodeaba la punta saliente de la muralla, pero Ayla podía oír que subía por el sendero y esperaba que apareciera de un momento a otro.

La mujer sonrió al ver la ancha cabeza de caballo estepario con sus orejas oscuras y sus crines tiesas. Mientras se acercaba, Ayla se dio cuenta de que el pelaje amarillo y despeinado de la yegua amarilla estaba desapareciendo para ser sustituido por la raya salvaje, de un pardo oscuro, que se extendía por su lomo hasta terminar en una larga cola de crines también oscuras. Había un leve indicio de rayas del mismo color en las patas delanteras, más arriba de la articulación inferior. La yegua miró a la mujer y relinchó suavemente para ver si quería algo de ella; entró en la cueva. Aunque no había terminado de engordar, la yegua de un año había alcanzado ya su tamaño de adulta.

Ayla volvió al paisaje y los pensamientos que habían estado anidando en su mente días enteros, quitándole el sueño por las noches. «No puedo marcharme ahora..., primero tengo que cazar un poco y tal vez esperar que maduren algunas frutas. ¿Y qué voy a hacer con Whinney?» Ahí estaba el meollo del problema. No quería seguir viviendo sola, pero no sabía nada de la gente a la que el Clan llamaba «los Otros», salvo que era una de ellos. «¿Y si me encuentro con gente que no me deje tenerla? Jamás me habría permitido Brun tener un caballo adulto, especialmente tan joven y afectuoso. ¿Y si quieren matarla? Ni siquiera se le ocurriría huir, se quedaría quieta y les dejaría hacer. Y si les dijera que no, ¿me prestarían atención? Broud la mataría sin importarle lo que dijera yo. ¿Y si los hombres de los Otros son como Broud?, ¿o peores? Al fin y al cabo, mataron al hijo de Oga, aunque no lo hicieran a propósito.

»Tengo que encontrar a alguien un día u otro, pero puedo pasar aquí un poco más de tiempo. Por lo menos hasta que cace algo y pueda recoger algunas raíces. Eso es lo que haré. Me quedaré hasta que las raíces estén a punto para arrancarlas.

Se sintió mejor una vez tomada la decisión de aplazar la partida y sintió ganas de hacer algo. Se levantó y fue hasta el otro lado del saliente. El olor de la carne en putrefacción subía desde el nuevo montón al pie de la muralla; advirtió movimiento más abajo y observó una hiena que partía con poderosas mandíbulas la pata delantera de lo que probablemente era un venado. Ningún otro animal, depredador o aficionado a la carroña, tenía semejante fuerza concentrada en mandíbulas y cuartos delanteros, lo que proporcionaba a la hiena una estructura desproporcionada, completamente desgarbada.

La primera vez que vio una de espaldas, con sus cuartos traseros bajos y sus patas ligeramente zambas, rebuscando en el montón, se tuvo que dominar; pero al ver que sacaba un trozo de osamenta a medio pudrir, la dejó tranquila, agradeciendo por una vez el servicio que prestaban. Las había estudiado y había observado también otros animales carnívoros. A diferencia de lobos o felinos, no necesitaban fuertes patas traseras para lanzarse al ataque. Cuando cazaban, buscaban las vísceras, el bajo vientre, blando, y las glándulas mamarias. Pero su dieta habitual era la carroña... en cualquier estado.

La corrupción las deleitaba. Ayla las había visto hurgar en montones de basura humana, desenterrando cadáveres que no estaban bien sepultados; incluso comían excrementos, y olían tan mal como su dieta. Su mordedura, si no era inmediatamente mortal, solía causar la muerte por infección, y cazaban crías.

Ayla hizo una mueca y se estremeció de asco. Las odiaba y tenía que dominar el impulso de perseguir con la honda a las que estaban abajo. Era una actitud irracional, pero no podía remediar la repulsión que le inspiraban los animales moteados. Para ella no tenían una sola característica aceptable. Otros buscadores de carroña no la molestaban tanto, aunque con frecuencia olían igual de mal.

Desde la posición ventajosa que le proporcionaba el saliente, vio un glotón que perseguía abiertamente a una liebre. El glotón parecía un osezno de rabo largo, pero ella sabía que se asemejaban más a las comadrejas, y que sus glándulas de almizcle eran tan atosigantes como las de las mofetas. Los glotones eran comedores de carroña con malos instintos, capaces de asolar cavernas o parajes abiertos sin la menor necesidad. Pero eran animales inteligentes, belicosos, depredadores absolutamente ajenos al miedo, que atacaban lo que fuera, hasta un reno gigantesco, aunque también podían conformarse con ratones, pájaros, ranas, pescado o bayas. Merecían respeto, y su pelaje tenía una calidad única –no dejaba que se congelara el aliento– que lo hacía valioso.

Observó una pareja de milanos rojos que salía volando de su nido, muy alto en un árbol que se alzaba al otro lado del río, y se elevaba rápidamente en el cielo; las aves extendieron sus amplias alas rojizas y colas partidas, y se dejaron caer en dirección a la playa pedregosa. También los milanos se alimentaban de carroña, pero, al igual que otras rapaces, cazaban igualmente pequeños mamíferos y reptiles. La joven no estaba tan familiarizada con las aves de presa, pero sabía que las hembras solían ser más grandes que los machos, y que daba gusto mirarlas.

Ayla podía tolerar a los buitres, a pesar de su horrorosa cabeza calva y de su olor tan desagradable como su aspecto. Su pico en forma de gancho era afilado y fuerte, apropiado para desgarrar y desmembrar animales muertos, pero en sus movimientos había majestuosidad. Ver a uno de ellos deslizándose y cerniéndose sin esfuerzo, cabalgando las corrientes del aire con las alas muy abiertas y, de repente, al vislumbrar alimento, dejarse caer a tierra y correr hacia el cadáver con el cuello tendido y las alas semirrecogidas, resultaba un espectáculo fantástico.

Los animales de presa que había allá abajo se estaban dando un auténtico banquete; también había cuervos que participaban en el festín, y Ayla estaba encantada. Con el olor de los cadáveres en putrefacción tan cerca de su cueva, podía tolerar hasta a las odiadas hienas. Cuanto antes limpiaran todo aquello, más contenta estaría. De repente se sintió abrumada por el hedor inaguantable; necesitaba una bocanada de aire no contaminado por emanaciones pestilentes.

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