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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (32 page)

BOOK: El valle de los caballos
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La yegua se metió entre Ayla y el fuego, pues ambos le inspiraban seguridad.

–Apártate, Whinney, me tapas el fuego.

Ayla se levantó y agregó otro palo al fuego, rodeó con el brazo el cuello del animal, al darse cuenta de que estaba nervioso. «Creo que pasaré la noche en vela ocupándome del fuego –pensó–. Lo que esté ahí se interesará mucho más por esos renos que por ti, amiga mía, mientras te mantengas cerca del fuego. Pero podría ser buena idea mantener una gran hoguera durante un buen rato.»

En cuclillas, miró las llamas y vio cómo las chispas se fundían con la oscuridad cada vez que agregaba otro tronco. Del otro lado del río le llegaron ruidos inequívocos de que un reno o dos habían caído probablemente en las garras de algún felino. Sus pensamientos giraron de nuevo en torno a cazar un reno para sí. En cierto momento empujó al caballo para ir por leña y, de pronto, se le ocurrió una idea. Más tarde, cuando Whinney estuvo más tranquila, Ayla se acomodó de nuevo en sus pieles de dormir dándole vueltas en la cabeza mientras la idea se perfeccionaba y desdoblaba en otras posibilidades. Cuando se quedó dormida, las principales líneas del plan estaban ya trazadas, aplicando un concepto tan increíble que no pudo por menos de sonreír ante la audacia que representaba.

Por la mañana, cuando cruzó el río, la manada de renos, con uno o dos ejemplares menos, había partido ya, pero Ayla había dejado de seguirla. Hizo que Whinney galopara de regreso hacia el valle; si quería estar preparada adecuadamente, tendría que ocuparse de infinidad de cosas.

–Así, Whinney, ya ves que no pesa tanto –alentó Ayla a la yegua, que arrastraba pacientemente una combinación de tiras de cuero y cuerdas sujetas alrededor del pecho, de las que colgaba un pesado tronco. Al principio, Ayla había puesto las correas que sostenían el peso alrededor de la frente de Whinney, a la manera de la correa que se ponía ella misma cuando tenía que transportar una pesada carga. Pronto se percató de que la yegua necesitaba mover libremente la cabeza y que tiraba mejor con el pecho y los hombros. De todos modos, la joven yegua esteparia no estaba acostumbrada a arrastrar peso, y el arnés le limitaba los movimientos. Pero Ayla estaba decidida; era la única manera en que podría funcionar su plan.

La idea había surgido mientras alimentaba el fuego para alejar a los depredadores. Había empujado a Whinney para recoger leña, pensando con afecto en la yegua adulta que, con toda su fortaleza, acudía a ella en busca de protección. Un pensamiento fugaz: «Ojalá tuviera yo tanta fuerza como ella», se convirtió de repente en una solución posible para el problema que había estado tratando de resolver. Tal vez la yegua pudiera sacar un venado de una zanja.

Entonces pensó en el tratamiento de la carne, y el nuevo concepto se fue afirmando. Si descuartizaba al animal en la estepa, el olor a sangre atraería carnívoros, inevitables y desconocidos. Tal vez no fuera un león cavernario el animal que atacó de noche a los renos, pero desde luego fue algún felino. Tigres, panteras y leopardos podrían tener sólo la mitad del tamaño de los leones cavernarios, mas, de todos modos, la honda no constituía una defensa contra ellos. Podría matar un lince, pero los gatos grandes eran otra cosa, especialmente en campo abierto. Sin embargo, cerca de su cueva, con la espalda protegida contra la pared, podría rechazarlos. Una piedra disparada con fuerza no sería fatal, pero acusarían el golpe. Si Whinney era capaz de arrastrar un reno fuera de la zanja, ¿por qué no a lo largo de todo el camino hasta la cueva?

Pero antes que nada tendría que convertir a Whinney en caballo de tiro. Ayla creía que bastaría con idear una manera de atar el reno con cuerdas y correas al caballo. No se le ocurrió que la yegua pudiera rebelarse. Aprender a montar había sido un proceso tan inconsciente, que no imaginó que sería preciso entrenarla para arrastrar cargas. Mas en cuanto le ajustó el arnés, lo comprobó. Después de varias tentativas, que la obligaron a hacer una revisión total del concepto y algunos ajustes, la yegua comenzó a captar la idea, y Ayla decidió que podría funcionar.

Mientras la joven veía a la yegua tirar del tronco, pensó en el Clan y meneó la cabeza. «Dirían que soy rara sólo porque vivo con una yegua. Conque si ahora supieran lo que me propongo..., no sé lo que comentarían los hombres. Pero ellos eran muchos y había mujeres para secar la carne y cargarla a la espalda. Ninguno de ellos tuvo nunca que intentarlo solo.»

Abrazó espontáneamente a la yegua apretando su frente contra el cuello del animal.

–¡Eres una ayuda tan grande! Nunca hubiera creído que podrías ayudarme tanto. No sé qué haría sin ti, Whinney. ¿Y si los Otros son como Broud? No puedo permitir que nadie te lastime. Ojalá supiera qué hacer.

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras estaba abrazada a la yegua; se las secó y retiró el arnés. «Al menos de momento sé perfectamente lo que voy a hacer: no perder de vista a esa manada de machos jóvenes.»

Los renos jóvenes no llevaban muchos días de retraso respecto de las hembras. Viajaban a paso lento. Una vez que Ayla los vio, no le costó mucho trabajo observar sus movimientos y confirmar que iban siguiendo la misma pista; recogió su equipo y galopó adelantándose a ellos. Estableció su campamento junto al río, más abajo del lugar por donde cruzaron las hembras. Entonces, llevándose el palo de cavar para ahuecar el terreno, el hueso afilado a modo de azada y pala, y el cuero de la tienda para transportar la tierra, se dirigió al punto elegido por las hembras para pasar al otro lado del río.

Dos veredas principales y dos sendas secundarias atravesaban la maleza. Escogió una de las veredas para su trampa, lo bastante cerca del río para que los renos la tomaran de uno en uno, aunque lo suficientemente lejos para poder cavar un hoyo profundo sin que éste se llenara de agua. Cuando terminó de cavar, el sol del atardecer estaba acercándose al final de la tierra. Silbó para llamar a la yegua y cabalgó de regreso para comprobar hasta dónde había avanzado la manada, calculando que llegarían al río en algún momento del siguiente día.

Cuando volvió al río, la luz estaba disminuyendo, pero el enorme hoyo abierto se veía claramente. Ninguno de aquellos renos iba a caer en semejante agujero; lo descubrirían y darían un rodeo, pensó Ayla, desalentada. «Bueno, de todos modos, es demasiado tarde para remediarlo. Quizá se me ocurra algo por la mañana.»

Pero la mañana no le levantó el ánimo ni le inspiró ideas brillantes. Por la noche el cielo estaba encapotado. Al despertar Ayla a causa de una salpicadura de agua en la cara, se encontró con un feo amanecer de luz difusa. No había montado el cuero como tienda de campaña la noche anterior, puesto que el cielo estaba claro al acostarse, y el cuero, húmedo y embarrado, lo dejó extendido allí cerca para que se secara, pero ahora estaba más empapado. La gota de agua en su cara sólo fue la primera entre otras muchas. Se envolvió en las pieles que usaba para dormir y después de rebuscar en los canastos, descubrió que había olvidado llevarse la capucha de piel de glotón; en vista de ello, se tapó la cabeza con un pico de las pieles y se arrebujó sobre los negros y húmedos residuos de su fuego.

Un destello brillante cruzó las planicies del este: un relámpago que iluminó la tierra hasta el horizonte. Al cabo de un rato, un retumbar lejano lanzó una advertencia. Como si hubiera sido una señal, las nubes que se cernían sobre ella desencadenaron un nuevo diluvio. Ayla cogió la tienda mojada y se cubrió con ella.

Poco a poco la luz del día enfocó mejor el paisaje, sacando sombras de las grietas. Una palidez gris empañó el verdor de las estepas en primavera, como si los nimbos chorreantes hubieran desteñido. Incluso el cielo tenía un matiz indescriptible que no era azul ni gris ni blanco.

El agua comenzó a hacer charcos a medida que se saturaba la delgada capa de suelo permeable por encima del nivel del permafrost subterráneo. Sin embargo, cerca de la superficie, la tierra helada que había debajo del mantillo era tan sólida como la muralla helada al norte. Cuando la subida de la temperatura derritiera el suelo a mayor profundidad, el nivel helado bajaría, pero el permafrost era impenetrable; no había drenaje. En determinadas condiciones, el suelo saturado se convertía en ciénagas de arenas movedizas tan traicioneras que, en ocasiones, se habían tragado hasta un mamut adulto. Y si esto sucedía cerca del límite de un glaciar, que avanzaba de manera impredecible, una congelación que se produjera de repente haría que el mamut se conservase intacto durante milenios enteros.

El cielo plomizo dejaba caer grandes salpicaduras en el charco negro que antes había sido una hoguera. Ayla las veía hacer erupción como cráteres, extenderse en anillos, y suspiraba por encontrarse en su cueva seca del valle. Un frío que la calaba hasta los huesos atravesaba sus abarcas de cuero a pesar de la grasa con que las había untado y la hierba de que estaban rellenas. El deprimente tremedal había enfriado su entusiasmo por la caza.

Pasó a una loma de terreno más alto cuando los charcos se desbordaron formando riachuelos de agua lodosa camino del río arrastrando ramitas, hierbas y hojas secas de la estación pasada. «¿Por qué no regreso?», pensó, llevándose consigo los canastos al cambiar de sitio. Levantó un poco las tapas para inspeccionar el interior: la lluvia corría por el trenzado y el contenido permanecía seco. «De nada sirve. Debería cargarlos en Whinney y marcharme. Nunca conseguiré un reno. Ninguno de ellos se va a meter de un brinco en esa zanja, sólo porque yo lo desee. Quizá pueda conseguir más adelante uno de los viejos rezagados. Pero su carne es dura y tienen la piel llena de cicatrices.»

Ayla lanzó un suspiro y se envolvió más apretadamente en sus pieles y el cuero de la tienda. «He estado haciendo planes y trabajando tanto que no puedo permitir que un poco de lluvia me detenga. Quizá no consiga un reno; no sería la primera vez que un cazador regresa con las manos vacías. Pero algo sí es seguro: no conseguiré uno si no lo intento.»

Escaló una formación rocosa cuando las aguas amenazaron con deshacer su montecillo y entornó los ojos para tratar de vislumbrar a través de la lluvia si ésta amainaba. No había refugio en la gran pradera descubierta, ni árboles grandes, ni farallones inclinados. Como la yegua empapada que tenía a su lado, Ayla estaba en medio del aguacero, esperando pacientemente que dejara de llover. Confiaba en que también los renos estuvieran esperando; no estaba preparada para recibirlos. Su decisión volvió a flaquear a media mañana, pero para entonces ya no le apetecía marcharse.

Con el humor por lo general caprichoso de la primavera, el cielo cubierto de nubes se despejó hacia mediodía, y un viento vivificante alejó la lluvia. Por la tarde no quedaba huella de nubes y los colores frescos y brillantes de la temporada relucían, recién lavados, bajo la gloriosa plenitud del sol. La tierra echaba humo en su entusiasmo por devolverle la humedad a la atmósfera. El viento seco que había hecho desaparecer las nubes la aspiraba con avaricia, como si tuviera conciencia de que debería entregarle su parte al glaciar.

Ayla sintió que volvía su determinación, aunque no su confianza. Se desprendió de su piel de bisonte empapada y la colgó de un alto matorral, esperando que esta vez se secara un poco. Tenía los pies húmedos pero no fríos, de modo que no les hizo caso –todo estaba húmedo– y se fue al cruce de los renos. Incapaz de descubrir su zanja, se desanimó. Al mirar más de cerca consiguió ver un charco desbordante de lodo y lleno de hojas, palos y desechos allí donde había cavado su zanja.

Apretando las mandíbulas, fue en busca de un canasto para agua con el fin de achicar el hoyo. Al regreso, tuvo que buscar cuidadosamente para ver la zanja desde lejos. Entonces, de pronto, sonrió: «Si yo tengo que buscarla, cubierta de hojas y ramitas como está, quizá un reno que vaya corriendo tampoco la vea. Pero no puedo dejar el agua dentro..., a lo mejor habría otra manera...

»Las varas de sauce serían lo bastante largas para pasar de un lado a otro. ¿Por qué no hacer una cubierta para la zanja con varitas de sauce y taparla con hojarasca? No sería lo suficientemente sólida para sostener un reno, pero sí ramas y hojas.» De repente soltó una carcajada; la yegua respondió con un relincho y se acercó a ella.

–¡Oh, Whinney!, a fin de cuentas es posible que esa lluvia no haya sido tan mala.

Ayla vació la zanja, sin importarle que la tarea fuera pesada y sucia. No era demasiado profunda, pero cuando trató de seguir cavando, advirtió que el nivel del agua estaba más alto: se volvía a llenar de agua. Cuando miró la corriente arremolinada y lodosa comprobó que el río estaba más crecido. Y aunque lo ignoraba, la lluvia tibia había aflojado un poco la tierra subterránea helada que constituía la base del subsuelo, de una dureza de roca.

Disimular el hoyo no era tan fácil como ella había creído. Tuvo que volver río abajo para recoger una buena brazada de varas largas del sauce retorcido, y completarlas con juncos. La amplia estera se hundió en el centro cuando la colocó sobre la zanja y tuvo que fijarla por los lados. Una vez recubierta de hojas y ramitas, le pareció demasiado visible; no estaba muy satisfecha, pero tenía la esperanza de que sirviera.

Cubierta de lodo, volvió río abajo, miró el agua con nostalgia y silbó para llamar a Whinney. Los renos no estaban tan cerca como ella pensaba; si la planicie hubiera estado seca, se habrían apresurado en llegar al río, pero con tantos charcos de agua y riachuelos fugaces, avanzaban más despacio. Ayla estaba segura de que la manada de machos jóvenes no llegaría al cruce del río antes de la mañana.

Regresó al campamento y, con gran satisfacción, se quitó manto y abarcas antes de meterse en el río. Estaba frío, pero se había acostumbrado al agua fría; tenía los pies blancos y arrugados por haberlos tenido metidos en cuero húmedo; hasta las plantas endurecidas se le habían ablandado. Agradeció el calor del sol sobre la roca, que, además, le serviría de base seca para encender fuego.

Por lo general, las ramas bajas y muertas de los pinos se mantienen secas a pesar de que llueva mucho, y, si bien reducidos al tamaño de arbustos, los pinos situados en las inmediaciones del río no eran una excepción. Ayla llevaba consigo yesca seca; gracias a su pirita y su pedernal, pronto comenzó a arder una pequeña fogata. La alimentó con ramitas y leña hasta que se secó la madera, más lenta en arder, formando pirámide sobre las tímidas llamitas. Podía iniciar y mantener un fuego prendido incluso bajo la lluvia..., mientras no fuese un aguacero. Era cuestión de encender uno pequeño y mantenerlo hasta que prendiera en trozos de madera lo bastante grandes para ir secándose mientras ardían.

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