El Valle del Issa (29 page)

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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: El Valle del Issa
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51

Se necesita mucho oficio para colocar las gavillas en el largo carro de adrales, casi como para construir una casa. Cuando el edificio está terminado, se pasa el nudo corredizo de una cuerda por el extremo de una viga, que los años han vuelto lisa y escurridiza. Sirve para prensar la carga con el fin de evitar que se caiga cuando el carro se ladea. Generalmente, dos hombres tiran de la cuerda por atrás para que la viga se apoye con firmeza; es peligroso, porque, si la viga se les escapara, podría romperles el lomo a los caballos. Finalmente, el carretero se coloca arriba de todo; al conducir, ve ante sí los caballos pequeños como ardillas. Al entrar por la puerta del troje, el conductor se acuesta encima de las gavillas: es la única manera de pasar. Esos fajos rectangulares y amarillos se balanceaban todo el día a lo largo de la alameda y, cuando rozaban los avellanos, dejaban tras de sí, colgadas de sus ramas, largas briznas de paja. El aire era pesado, y las nubes bajas se hinchaban; antes del anochecer, empezó a llover. La lluvia fue aumentando en intensidad y, toda la noche, no cesó el aguacero.

Tomás notó que, en la casa, reinaba cierta impaciencia. La abuela Misia y Antonina se turnaban junto a la cama de la enferma y, sin confesárselo, sentían las dos una especie de enojo contra ella. La piedad hacia alguien que grita y llora de dolor, unida al propio cansancio y al sueño, despiertan el deseo de que todo se termine cuanto antes. Pero la tormenta pasó, el aire volvió a vibrar de calor y tuvieron que administrar a la enferma más inyecciones de morfina. Tomás pensaba en Borkuny, pero no sabía cuándo podría volver allí. Para ventilar la habitación, abrieron las contraventanas y la ventana: entró volando una golondrina que empezó a dar vueltas por la habitación.

Tres días después de la visita del sacerdote, Antonina lo llamó desde el porche, con voz irritada: ¡«Tomás!». Se levantó de un salto del césped. No le gustó que lo hubiera encontrado allí, como si estuviera esperando. En la penumbra, encontró a la abuela Misia luchando con la tapa del cofre del que tan a menudo la abuela Dilbin había sacado sus regalitos. Encima, había dejado un cirio: «Cuando muera recordad que está ahí».

La mirada de la enferma, vacilante y relajada, recordaba el chirrido de su voz en los últimos tiempos. Antonina se arrodilló y se puso a leer letanías en lituano. El morrito de la abuela Surkont, parecido al de una rata grande, se inclinaba sobre la cabecera de la cama; caminaba de un lado para otro a pasos menudos, sosteniendo un cirio en la mano.

Tomás, cerca de la ventana, frotaba sus pies desnudos uno contra otro en los cálidos rayos de sol que bañaban las tablas del suelo, pintadas de marrón. Se sentía a sí mismo con inusitada precisión. Su corazón latía y su mirada captaba todos los detalles; le habría apetecido estirarse, levantar los brazos y aspirar profundamente el aire. Aquel hundimiento de la abuela le producía una sensación de triunfo, que le pareció monstruosa y que quedó de pronto truncada por un breve sollozo. El pecho de la abuela luchaba por respirar una vez más; la vio pequeña, indefensa frente a aquel horror indiferente que la aplastaba, y Tomás se lanzó hacia la cama, gritando: «¡Abuelita! ¡Abuelita!», arrepentido de sus culpas hacia ella.

Pero ella, aparentemente consciente, no se percataba de la presencia de nadie. De modo que Tomás se levantó y, tragándose las lágrimas, trató de retener para siempre cada uno de sus movimientos, cada estremecimiento. Sus dedos se abrían y se cerraban sobre el edredón. De sus labios salía un sonido ronco. Luchaba contra la huida de las palabras.

—Kon -stan -ty.

Se oyó el chasquido de una cerilla y, en el pabilo de la vela, apareció una tenue llamita. Comenzaba la agonía.

—Jesús! —dijo todavía claramente.

Y añadió muy bajito, aunque Tomás pudo oír perfectamente aquel susurro que se desvanecía:

—Ayú-da-me.

Si el padre Monkiewicz hubiera estado allí en aquel momento, habría podido comprobar que los Seres Invisibles habían sido derrotados. Pues a la ley según la cual todo lo que muere se convierte en polvo y desaparece para todos los siglos de los siglos, ella contraponía la única esperanza: la esperanza en aquél que puede romper la ley. Sin pedir pruebas, a pesar de las razones que de mostraban lo contrario, creía.

El blanco de los ojos inmóvil, el silencio, la mecha del cirio chisporroteaba. Pero no, su pecho aún se movía. Una inspiración profunda, y los segundos volvían a correr, y de pronto, la respiración de aquel cuerpo que parecía muerto, desconocido, sorprendía con aquellos estertores a intervalos irregulares. Tomás sentía un escalofrío de horror ante aquella lenta des-humanización. Aquello ya no era la abuela Dilbin, sino la muerte en general. Ya no contaban para nada la forma de su cabeza, ni el tono de su piel. Habían desaparecido el miedo que la habitaba, aquel miedo tan sólo suyo, y sus «ay de mí». Tras largos minutos, quizá media hora (aunque, según otra medida, era tanto como toda una vida), la boca quedó inmóvil a media inspiración, abierta.

—Que la luz eterna resplandezca sobre ella, amén —murmuró la abuela y, con el dedo, bajó delicadamente los párpados de la muerta. El abuelo se persignó lenta, solemnemente. Luego, empezaron a deliberar acerca de dónde la trasladarían. La cama había quedado tan hundida que el cuerpo se enfriaría en aquella posición, casi sentado. Decidieron entrar una mesa grande, y Tomás ayudó a pasarla por la puerta y a cubrirla con una manta oscura.

Ayudó también a trasladar a la abuela Dilbin de la cama a la mesa. Cuando alargó el brazo para levantarla, el camisón se subió y Tomás giró rápidamente la cabeza. En la sábana, cuando ya la sostenía en alto y Antonina la cogía por los brazos, advirtió una tira de excrementos, aplastados en el espasmo de la agonía.

Volvió cuando yacía, lavada ya y vestida. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, los pies tocándose por los talones y separados en la punta, y la mandíbula sostenida por un pañuelo atado a la cabeza. Por la ventana, ahora abierta, entraban los rumores del anochecer, los graznidos de los patos, el lento chirrido del carro, el relincho de un caballo. Todo aquello era tan distinto, tan alegre, que incluso dudaba de que realmente allí hubiera ocurrido aquello de lo que acababa de ser testigo.

Lo mandaron a casa del carretero, y su pena se disipó. El carretero vivía en la
kumietynia
(trabajaba a la vez para la casa grande y para la gente del pueblo). To más volvió con él y miró cómo tomaba las medidas. Por la noche, tardó mucho en dormirse, porque, detrás de la puerta, yacía un cadáver, mientras ella, penetrando en sus pensamientos desde otra esfera, extraterrestre, conocía ya su indignidad. Había encontrado placer en presenciar su muerte. Un placer áspero como el del gusto de esas bayas que queman la lengua, pero que incitan a seguir comiendo. Unas velas, en dos altos candelabros, se consumían ahora junto al catafalco; oía las oraciones, mientras ella vagaba sola en la noche oscura.

Al día siguiente por la mañana (en la arandela de cristal de uno de los candelabros, en la cera fundida, se habían hundido las alas de una mariposa nocturna: entre los párpados de la abuela brillaba una línea blanca), To más fue a casa del carpintero para ver cómo construía la caja. En el patio frente a la carpintería, apoyadas unas a otras, había ruedas sin llantas y tablones apilados. Conocía aquel banco con su superficie rugosa, llena de entalladuras y grietas, con las manijas de los tornillos a un lado, bailando sueltas en los orificios, y aquel olor a viruta bajo los pies. Podía pasar largo tiempo inmóvil, sentado en un tronco, fascinado por el movimiento del cepillo. Ahora también. «El pino no sirve, pondremos ro ble», decía el carpintero. (Kielpsz, por su nariz y los bultos de su cara, se parecía un poco a la abuela Misia.) Las venas surcaban sus manos, formando montes y valles. De la rendija del cepillo salía una cinta blanca, y daba gusto verle dominar la madera; si es posible pulir así una tabla, bien podría pulirse también todo lo que existe. ¿De modo que aquellos dibujos que diseñaban las vetas del tronco en el roble estarían ya para siempre junto a las mejillas de la abuela Dilbin? Otra vez le invadía aquel sueño sobre Magdalena. ¿Pueden los gusanos entrar en la caja a través de las grietas? Una calavera blanca, con profundas cavernas en los ojos, mientras las tablas seguirían perdurando. Era de suponer que la abuela había muerto de verdad. Ella le había contado terribles historias sobre casos de letargo, en los que, después de cerrar la caja, se oían golpes desde el interior; a veces incluso se oían ruidos una vez enterrado el cuerpo: en este caso quitaban la tierra, levantaban la tapa del ataúd y encontraban a una persona asfixiada, retorcida por el esfuerzo. Despertarse así y comprender —aunque sólo fuera por un cortísimo instante— que había sido enterrada viva era lo que ella más temía. Siempre repetía que lo mejor era lo que había mandado hacer alguien de su familia: romper a martillazos la cabeza del muerto para asegurarse de que no quedara en letargo.

La cruz también sería de roble. El carpintero sacó del bolsillo un lápiz grueso, lo ensalivó y dibujó sobre una plancha la forma que iba a tener. Le enseñó el dibujo, pidiéndole su opinión. Tomás volvió a sentir el privilegio de ser el nieto. Una especie de tejadito unía los brazos de la cruz. «¿Para qué sirve?», preguntó. «Así es cómo debe ser. Coger dos tablas y clavarlas no queda bonito. Además, la lluvia baja por aquí y entonces no se estropea.»

Según Antonina, el alma humana va dando vueltas durante mucho tiempo alrededor de la envoltura que ha abandonado. Da vueltas y observa cómo era antes, y se extraña de que hasta entonces no se conociera a sí misma sino unida al cuerpo. Hora tras hora, el rostro que había sido su espejo, va cambiando y pareciéndose más al moho de las piedras. Por la noche, Tomás observó que la abuela tenía un aspecto distinto que por la mañana, pero, de pronto, se apartó, presa del pánico, pues ella le había mirado. Saltó hacia la puerta dispuesto a gritar que estaba despertando del letargo. Pero no, no se había movido. Sólo los párpados se habían entreabierto un poco, y el reflejo de los cirios temblaba en la rendija blanca. El alma ya no habitaba aquel cuerpo. Si Antonina decía la verdad, tan sólo se paseaba por allí, tocando objetos familiares, a la espera de que terminase el entierro para poder marcharse tranquila, sin preocuparse ya de lo que, sin duda, era su propiedad.

52

Las nubes forman panzudas figuras, un dragón avanza por el cielo, con la cola torcida y las aletas erguidas, poco a poco su morro va dispersándose, estirándose siempre más, hasta que se desgaja de él un pequeño ovillo blanco empujado por su soplo. Por sobre el dragón, pasa una cruz de brazos finos, sostenida por el sacristán, al que sigue el párroco y el féretro, llevado por Baltazar, Pakienas, Kielpsz y el joven Sypniewski. Desde la Muralla Sueca, ante la que pasa el cortejo, se distinguen claramente unas figuritas que se mueven, entre las diminutas gavillas que puntean las inclinadas laderas de la otra orilla del Issa, y carros cargados de trigo.

Lucas Juchniewicz, quien había llegado el día anterior con Helena, corrió para reemplazar a Pakienas; se le abrieron los faldones del gabán, dejando al descubierto unos pantalones a cuadros oscuros. Al doblar la cabeza bajo el peso, el féretro se inclinó y se tambaleó; con sus menudos pasos, estorbó a los demás. De modo que, una vez más, Lucas demostraba que sólo sabía ponerse en ridículo, y Tomás se sintió decepcionado. Por lo menos, era tozudo, eso sí: hacía muecas como si estuviera a punto de llorar, pero seguía cargando con el ataúd. Szatybelko se había puesto su levita azul marino, y su mujer un pañuelo de seda con flores negras. En la iglesia, una vez que estuvieron todos sentados, Tomás trató de rezar, pero pensaba en la fosa, ya excavada. En el panteón familiar, habían quedado sólo dos sitios vacíos (el de la abuela Misia y el del abuelo), de modo que la enterrarían, en otro lugar, muy cerca de allí. Toparon con las raíces de un ro ble, lo cortaron con un hacha y ahora las blancas manchas de sus heridas sobresalían de la arcilla. Las raíces envolverían el ataúd, se introducirían quizá incluso en su interior, y la abuela quedaría atrapada como entre las garras de un pájaro.

Cuando los demás empezaron a salir de la iglesia, To más ya se había deslizado por entre las tumbas. Sí, era allí. Para poder enterrarla cerca de los Surkont, habían elegido un lugar al borde mismo del cementerio; apenas a unos pasos, lavada por las lluvias y cubierta de matas de hierba rala, se alzaba el pequeño túmulo de una persona a la que Tomás conocía muy bien, Magdalena. No es fácil imaginar lo que ocurre después de la muerte, pero él aseguraría que, de un modo o de otro, ellas dos se encontrarían. ¿Pero cómo? Se darían las manos, la cabeza cortada de Magdalena volvería a su cuello, y las dos mujeres se pondrían a llorar: ¿Por qué nos preocupábamos tanto? ¿Acaso valía la pena? ¿Por qué no nos conocíamos, y sufríamos, cada una por separado? «Habrías podido vivir conmigo», diría la abuela, «te habría encontrado un buen marido, y tú me habrías ayudado a vivir, porque eres valiente. Es triste que las personas se amen tan sólo después de la muerte. ¿Es difícil envenenarse? Me gustaría saber lo.» «Sí, es difícil», suspiraría Magdalena. «Recé para que Dios me perdonara y, así, de rodillas, me tragué el veneno, pero en seguida me asusté y pedí ayuda.» Las dos se rían jóvenes; la abuela estaría como en sus fotografías de antaño, cuando llevaba un vestido muy entallado. Y las dos se tutearían. «¿Pero por qué asustabas a la gente?», preguntaría la abuela. Magdalena sonreiría. «¿Por qué preguntas, si ahora ya lo sabes?» «Sí, es verdad, ahora ya losé.»

Tomás se negaba a situarlas en dos mundos distintos, porque le parecía imposible que Magdalena hubiera sido condenada. No pueden ser condenados sino aquellos que no despiertan en nadie ni piedad ni amor. Los demás se agrupaban alrededor de la tierra recién movida, mientras Tomás, allí, rezaba un Ave María, tratando de pronunciar las palabras con tanto ardor que hasta se clavaba las uñas en la piel de la mano. Confiaba Magdalena a la Virgen María.

Bajaron el féretro con la ayuda de unas correas; por unos instantes, quedó balanceándose, pues se había enganchado con una raíz cortada; luego, siguió hasta detenerse en el fondo, inmóvil; Tomás miró hacia abajo mientras el padre Monkiewicz rezaba. A los muertos los depositan así en la tierra, desde hace cientos, miles de años; si todos se levantaran de pronto, serían muchos millones y deberían quedar de pie, uno junto a otro, tan apretados que no cabría entre ellos ni una aguja. Todo ser humano sabe que va a morir; el abuelo decía que ya le esperaban las cadenas del panteón de los Surkont. Los hombres lo saben y lo soportan con indiferencia. Por supuesto no hay otra salida, pero, en realidad, deberían gritar, arrancarse los cabellos de desesperación. La muerte —el solo paso de una vida a otra— es terrible. Nada. Su calma, su «porque es así», tanto si se trataba de la muerte como de cualquier cuestión, era para To más totalmente incomprensible. Creía en un secreto que Dios revelaría a los hombres, si ellos lo desearan con todas sus fuerzas: que la muerte no es imprescindible y que todo es distinto a lo que ellos creen. ¿O acaso sabían más de lo que decían y, por eso, se comportaban con tan ta tranquilidad? Es decir, Tomás les concedía su confianza, como lo había hecho con Lucas, quien, si no ocultara en su ser a otro más inteligente, haría tambalear el orden de las cosas: los adultos, en tal caso, no serían más que unos niños disfrazados y grotescos. Lo que parece simple no puede ser tan simple.

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