El Valle del Issa (4 page)

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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

BOOK: El Valle del Issa
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Señor patrón, déme la cuenta

ya no quiero trabajar

déme lo que he ganado,

pues me voy a marchar.

la última palabra se cantaba alargándola mucho para indi­car que se iba a ir muy lejos.

Mi maleta preparada

junto a la puerta,

He besado a mi Kasienka

que llora, despierta.

Había otros cantos más alegres, como:

Con su copa y su botella

a Grynkiszek se marchó

se buscó una joven bella

de Grynkiszek a Wajwod.

Corre, corre caballito,

a la iglesia he de llegar.

Sólo con mi Miguelito

me querré casar.

O bien:

Jovencitas, si bailáis,

los zapatos destrozáis.

—Mi hermano Conrado

los arreglará.

Tengo un perro lanudo,

me los buscará.

Cuando se predice el futuro por el sistema de derretir cera, el momento de mayor emoción es cuando la cera líquida cae chisporroteando en el agua fría y toma la forma de las figuras del Destino. Luego se la observa, dándole vueltas, hasta que los allí reunidos exclaman: ¡Oh! ¡Ah!, al descubrir formas de coronas, animales, cruces y montañas. Por san Andrés, Tomás pasó mucho miedo por culpa de esos augurios. Sólo a las chicas les está permitido mirarse al espejo, pero formalmente: en cerrándose en su habitación a las doce de la noche. Él intentó hacerlo en broma, delante de todos, pero acabó llorando porque vio el reflejo de unos cuernos rojos. Tal vez fueron los bordados de alguna blusa que pasó un momento a sus espaldas, pero tampoco estaba seguro de que fuera así y, durante mucho tiempo, evitó toda clase de espejos.

Cierto invierno (cada uno de ellos tiene esa primera mañana en que se pisa la nieve caída durante la noche), Tomás vio un armiño, o una comadreja, junto al Issa. El hielo y el sol, las varas de los arbustos en la ladera inclinada del otro lado, parecían ramos de oro con pinceladas, aquí y allá, grises y azules. Y, de pronto, apareció aquella bailarina increíblemente ligera y graciosa, una blanca hoz que se doblaba y enderezaba. Tomás la con templaba con los labios entreabiertos, como petrificado, pero lleno de deseo. ¡Poseer! Si tuviera en la mano una escopeta, dispararía, porque uno no puede quedarse así, cuando la admiración te ordena que aquello que la produce sea tuyo para siempre. ¿Pero qué ocurriría entonces? No quedaría ni la comadreja, ni la admiración, sólo un ser sin vida en tierra; es mejor que sólo los ojos se salgan de las órbitas y que no se pueda hacer nada más que esto.

En primavera, cuando florecen las lilas, los niños se quitaban las botas y caminaban torciendo los pies, porque cada piedrecilla pinchaba como un clavo. Pero, enseguida, la piel se endurecía y, hasta los primeros hielos, Tomás correteaba descalzo por los senderos; los domingos, los zapatos le apretaban y se los quitaba en seguida después de la misa.

7

No todos tienen la suerte de ser los héroes de una aventura como la que protagonizó Pakienas. Tomás siempre se acercaba a él con veneración. Pakienas, parecido a una perca, con una nariz afilada que siempre brillaba, tejía en un gran telar y se ocupaba de la prensa en la que se introducía el tejido, entre dos cartones que se habían ennegrecido por el uso y la absorción de colorantes. La gente del vecindario traía a menudo sus tejidos a la casa del señor, para prensarlos y plancharlos. Aunque la historia que estamos relatando ocurrió hace tiempo, la gente aún la recuerda y quedó el testimonio vivo de que no se trataba de una cosa que sólo se oye contar, pues Pakienas podía confirmarla en cualquier momento (aunque le disgustaba hacerlo).

La historia estaba relacionada con el bosquecillo, un lugar cercano al Issa en el que crecía un grupo de pinos. En ellos, anidaban grajos que sobrevolaban los árboles graznando. El bosquecillo tenía mala fama. Habían enterrado en él a un mayoral que se había atragantado con un trozo de queso. «¿Cómo se atragantó?», preguntaba To más. Pues sí, se atragantó mientras estaba comiendo en el prado, y quizá a causa de esta muerte extraña no quisieron enterrarlo en el cementerio. Además, en el bosquecillo, había también un cofre enterrado por las tropas de Napoleón. Dicen que, mientras estaban cavando el agujero para enterrar al mayoral, dieron con la azada en la tapa metálica del cofre. Pero, si era así, ¿por qué no lo habían abierto? Las respuestas no quedaban claras (que si no habían logrado abrirlo, que si les habían faltado fuer zas y tiempo).

Cierta noche, cerca de las doce, Pakienas volvía de una fiesta al aire libre, al otro lado del río. Encontró la canoa que había dejado antes oculta entre los arbustos y cruzó con ella hasta la otra orilla. Pero, apenas hubo dado unos pasos en tierra firme, vio cómo se le acercaba, del lado del bosquecillo, algo como una columna de vapor. Empezó a andar aprisa, pero la columna le siguió. Se le pusieron los cabellos de punta y echó a correr, pero la columna seguía guardando siempre la misma distancia. Pakienas corrió como un liebre hasta el parque y, gritando como loco, empezó a aporrear la puerta del señor Szatybelko en busca de ayuda.

El pudor con el que Pakienas recordaba aquel suceso, quedaría quizás explicado con lo ocurrido en la fiesta campestre. En la aparición del espíritu del mayoral, Pakienas buscaba un castigo y un signo, lo cual quiere decir, en una palabra, que era supersticioso. Seguramente si, como su hermano, hubiera emigrado a América y estuviera como él planchando pantalones en un establecimiento junto a una anodina calle de Brooklyn, el recuerdo de aquella noche se le hubiera ido borrando lentamente: primero, hubiera dejado de contarlo a los demás y, luego, a sí mismo. También lo habría olvidado si le hubieran admitido en el ejército. Pero eran las copas de aquellos árboles, que veía cada día cuando iba de su vivienda junto al granero al taller donde tenía el telar, las que mantenían en su memoria aquel recuerdo. De todos modos, recordemos que el cronista no está obligado a proporcionar todos los detalles acerca de los personajes que aparecen en su campo visual. Nadie es capaz de penetrar en aquella vida, y aquí se la cita tan sólo para dejar constancia de que Pakienas existió alguna vez, en algún tiempo, pero mucho más tarde que muchos sabios cuyos largos escritos trataban de demostrar la inexistencia de fantasmas y dioses. Baste aquí la información de que los escrúpulos y la timidez le impidieron casarse y, cuando las mozas y Antonina le reconvenían por su soltería, se limitaba a rascarse la nariz sin contestar.

En el chaleco, el triángulo blanco de la camisa terminaba por arriba con un cuello bordado en rojo, una expresión ausente en el rostro y cierto nerviosismo en las manos cuando se le rompía alguna hebra del telar. Puede añadirse también que tenía en su poder la enorme llave del granero. Al salir, la guardaba en una rendija del umbral de madera. Dentro —cuando Tomás aprendió a abrir la gran puerta claveteada con tachas de hierro—, se caminaba sobre una alfombra de grano desparramado y negros excrementos de rata; uno se sentaba sobre el trigo fresco y podía cubrirse las piernas con él. En el desván, a través de una pequeña ventana (se llegaba a ella por un túnel, debido al grosor de los muros), se podía contemplar todo el paisaje hasta muy lejos, todo el valle. En la habitación de Pakienas, había sacos de harina, una cama, sobre ella un crucifijo con un recipiente de plomo para el agua bendita y un hisopo puesto detrás de un brazo del crucifijo.

Cuando iba a jugar con Józiuk y Onuté al campo don de pacían las ocas, Tomás llegaba a veces hasta el linde del bosquecillo: rumor del viento en lo alto, graznidos, silencio entre los troncos y una desagradable atmósfera de misterio. Una vez, infundiéndose mutuamente valor, llegaron hasta la tumba del mayoral. Crecían sobre ella tupi dos arbustos de frambuesas y ortigas. ¡Conque de aquella vegetación salía la columna blanquecina, atraída por la luz de la luna, y daba vueltas entre los árboles! Entonces, Tomás no estaba muy seguro de que las hojas de las ortigas se movieran o no.

8

Se iba a la iglesia por la Muralla Sueca. Vestido con su chaqueta de paño grueso, que le picaba a través de la camisa, Tomás observaba los movimientos de los monaguillos con sus roquetes. Les estaba permitido subir por las escaleras hasta el mismo altar que brillaba como si fuera de oro, balanceaban los incensarios, contestaban sin miedo al sacerdote y le acercaban jarritas con picos que recordaban la luna nueva. ¿Cómo podían ser los mismos chicos que gritaban en el agua cuando pescaban cangrejos, se tiraban de los pelos y recibían imponentes palizas de sus padres? Les tenía envidia por ser, una vez a la semana, tan distintos, debido tan sólo al hecho de que todos les estaban mirando.

Varias veces al año, había en Ginie un mercado. Los vendedores de la ciudad montaban abajo sus tenderetes de tela, junto a la carretera, al lado del camino que baja desde los robles del cementerio. Vendían roscos en forma de corazón y pitos de barro en forma de gallitos, pero lo que más atraía la atención de Tomás eran los cuadraditos de color violeta, rojo y negro de los escapularios y los manojos de rosarios, así como la gran variedad de objetos menudos.

Pero ninguna fiesta podía igualarse a la de Pascua, no sólo porque entonces se machacaba el grano de adormi­dera en los almireces y se arrancaba las nueces de las tartas. En Semana Santa, en la iglesia, donde todas las imágenes estaban tapadas con crespones negros y, en vez de campanas, se oía el ruido seco de las carracas, se visi­taba el sepulcro de Jesucristo. Ante la gruta, estaba la guardia, con sus yelmos plateados adornados con plumas y penachos, armada con picas y alabardas. Jesús yacía sobre un túmulo: era el mismo del gran crucifijo, sólo que los brazos de la cruz se tapaban con hojas de hierba doncella.

Se esperaba con impaciencia el espectáculo del Sábado Santo. Mozalbetes de quince a dieciséis años, que, en días anteriores, se habían reunido para prepararlo todo, entraban en la iglesia gritando y agitando unos palos de cuyos extremos pendían cornejas muertas. Las viejas beatas, que rezaban durante horas enteras, bajaban cada vez más la cabeza, debilitadas por el estricto ayuno; los mozos las despertaban pasándoles la corneja por la cara, o bien pegaban con ellas a las personas que traían los huevos para bendecir envueltos en pañuelos. Representaban obras teatrales en la hierba, frente a la entrada. La que más le gustaba a Tomás era la del martirio de Judas. Trataba de huir como podía, lo perseguían en círculo cubriéndolo de insultos hasta que se colgaba, sacando la lengua: al descolgarlo del árbol era cadáver, pero ¿es que a un hombre así se le puede permitir que escape tan fácilmente? Lo tumbaban boca abajo, lo pellizcaban; él gemía lastimeramente hasta que, por fin, le quitaban los pantalones, y uno de los chicos le metía una pajuela en el trasero: a través de esta paja le insuflaban el alma, hasta que Judas se levantaba de un brinco gritando que volvía a estar vivo.

Cuando Tomás fue un poco mayor, iba con Antonina y la abuela Surkont a celebrar la fiesta de la Resurrección. Después de tristes cánticos y letanías, estallaba el coro: ¡Aleluya!, empezaba la procesión. La gente se agolpaba junto a las puertas, afuera aún era de noche y el viento hacía bailar las llamas de las velas. En lo alto, se movían las ramas de los árboles, hacía frío, empezaba a amanecer. El vaivén de pañuelos multicolores de las mujeres y las cabe zas descubiertas de los hombres, la procesión alrededor de la iglesia a lo largo del muro de piedra: todo esto acabó significando para Tomás el comienzo de la primavera.

Luego, llegaban las soñolientas conversaciones de los días festivos, el empalago de los dulces y las carreras de huevos. Los niños construían la pista con tiras de césped, ligeramente inclinada por la parte interior, recubierta con trozos de hojalata para aumentar la velocidad. No hay dos huevos que rueden de la misma manera y, por su forma, hay que saber adivinar cómo irá si se lo coloca en el extremo del canal, por la derecha, o si es mejor ponerlo a la izquierda, o mejor aún en el centro. Aquí va bien, sigue bien, ya está alcanzando los demás huevos que han que dado desparramados como un rebaño de vacas, ahora parece que va a chocar, pero no, tambaleándose, como si siguiera una especie de impulsos íntimos, pasa de largo casi rozando al otro, o bien se detiene justo antes de tocarlo.

Para la festividad del Corpus, adornaban la iglesia con guirnaldas de hojas de arce y roble. Colgaban desde las vigas del techo hasta casi rozar las cabezas de los fíeles. Ya desde principios de mayo, colocaban flores debajo de la imagen de la Virgen, y luego cubrían también todo el altar. Los niños iban a la sacristía, donde les daban cestitos con pétalos de rosas o peonías. La abuela Surkont deseaba que Tomás tomara parte en la procesión. Se caminaba de espaldas delante del palio, debajo del cual el sacerdote llevaba la custodia, y había que andar con cuidado para no tropezar con una piedra y caerse. En Corpus, casi siempre hace calor, todos están sudados y emocionados por llevar sus pendones y banderas. Pero es una festividad alegre, llena de claridad, crisar de golondrinas, tintineo de campanillas, blancura, púrpura y oro.

9

En el mundo había estallado una guerra muy grande, y la Región de los Lagos dejó de pertenecer desde un prin­cipio al emperador ruso, cuyos ejércitos fueron derrota dos. Tomás vio a los alemanes una sola vez. Iban tres, montados en soberbios caballos. Entraron en el patio de la mansión: Tomás estaba sentado junto a Grzegorzunio quien, demasiado viejo para trabajar, se dedicaba a la cestería. El oficial más joven, estrecho de talle, sonrosado como una señorita, saltó del caballo, le dio unas palmaditas en el cuello y se bebió una pinta de leche. En seguida se vio rodeado por las mujeres de la servidumbre; tan sólo Grzegorzunio no se movió, ni apartó la navaja de la varita de mimbre. Les parecía muy raro a todos que un hombre vistiera un traje verde como la hierba. Llevaba en el cinto una pistola muy grande en una funda de piel, de la que sobresalía la culata metálica y el largo cañón por de bajo. Tomás casi se enamoró de su soltura y de algo más que no hubiese sabido definir. El oficial devolvió la pinta, saltó sobre el caballo, saludó y se marchó con sus soldados, pasando junto a los establos por la alameda de tilos.

Nos quedaría todavía algo por decir acerca de su des tino, pero nunca pasará de ser una mera suposición. Dio una vuelta alrededor de la iglesia de Ginie y, apoyado en el muro, se dedicó a dibujar en una libreta. A lo mejor recordaba otras iglesias parecidas, de madera, que había visto antes de la guerra, en Noruega. Y, mientras se levan­taba y sentaba, apoyado en los estribos, acompañado del crujido del correaje, aspiraba el perfume de los prados junto al Issa y pensaba en la tierra destrozada del frente occidental, en Francia, donde hacía poco aún estaba lu­chando. Pero él no se fijó en Tomás entonces, ni (¿por qué iba a ser imposible?), veinte años más tarde, cuando, instalado en un coche de general, lleno de mantas y termos, apoyando su abundante barbilla sobre el cuello del uniforme, atravesaba las calles de una ciudad de Europa Oriental, que acababa de ser tomada por el ejército del Führer. Tomás (admitámoslo), apretaba los puños dentro de sus bolsillos y no reconoció en el vencedor a su efímero amor.

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