El valle del Terror. Sherlock Holmes (11 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
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—Es mejor de esta manera, Jack —su esposa repitió—; estoy segura de que será mejor.

—Cierto, sí, Mr. Douglas —insinuó Sherlock Holmes—, estoy seguro que lo encontrará mejor.

El hombre permaneció parpadeando viéndonos con la deslumbrada mirada de alguien que pasa de la oscuridad a la luz. Era una asombrosa cara, osados ojos grises, un fuerte, recortado y pardusco bigote, un cuadrado y proyectante mentón, y una boca caprichosa. Nos dio una buena mirada a todos, y luego ante mi asombro avanzó y me dio un montón de papeles.

—He oído de usted —dijo en una voz que no era ni tan inglesa ni tan americana, sino juntas suave y complacientemente—. Usted es el historiador de este grupo. Bueno, Dr. Watson, nunca tuvo un relato tal como el que pasé a sus manos, y deposito hasta mi último dólar en eso. Cuéntelo a su manera; pero ahí están los hechos, y no puede perder público mientras tenga aquello. He estado encerrado dos días, y he usado las horas de la luz del día, tanta como pude obtener en esa ratonera, en poner el asunto en palabras. Ahí está la historia del Valle del Terror.

—Eso es el pasado, Mr. Douglas —detalló Sherlock Holmes quietamente—. Lo que deseamos ahora es escuchar su narración del presente.

—Lo tendrá, señor. ¿Puedo fumar mientras hablo? Bien, gracias, Mr. Holmes. Es usted mismo un fumador, si mal no recuerdo, e imaginará lo que es estar dos días sentado con tabaco en el bolsillo y estar asustado de que el olor lo delate —se recostó contra la repisa y tomó el cigarro que Holmes le había alcanzado—. He oído de usted, Mr. Holmes. Nunca pensé que lo conocería. Pero antes de que comience —apuntó a mis papeles— dirán que les he traído algo nuevo para estudiar.

El inspector MacDonald había estado observando al recién llegado con el más grande asombro.

—¡Bueno, esto sí que me atonta! —bramó por fin—. ¿Si es usted Mr. John Douglas de Birlstone Manor, entonces la muerte de quién hemos estado investigando por estos dos días, y cómo demonios sale de la nada? Me pareció verlo venir del suelo como un muñeco de una caja sorpresa.

—Ah, Mr. Mac —dijo Holmes agitando un dedo índice reprobatorio—, usted no leyó esa excelente compilación local que describía el ocultamiento del rey Carlos. La gente no se escondía en esos días sin excelentes guaridas, y el escondrijo que fue usado una vez pudo ser usado nuevamente. Me había persuadido a mí mismo que deberíamos encontrar a Mr. Douglas bajo este techo.

—¿Y cuánto tiempo ha estado jugando con este truco, Mr. Holmes? —profirió el inspector furiosamente—. ¿Cuánto tiempo nos permitió desgastarnos en una búsqueda que sabía que era absurda?

—Ni un solo instante, mi querido Mr. Mac. Solamente anoche formé mis vistas del caso. Y como no podían ser puestas a prueba hasta esta noche, lo invité a usted y su colega a tomar un descanso durante el día. ¿Algo más pude hacer? Cuando hallé el montón de ropas en el foso, inmediatamente me vino a la mente que el cuerpo que habíamos encontrado no podría haber sido el de Mr. Douglas, sino el del ciclista de Tunbridge Wells. Ninguna otra conclusión era posible. Por lo tanto, debía determinar dónde Mr. John Douglas en sí mismo debía estar, y el balance de probabilidad era que con el consentimiento de su esposa y su amigo estuviera oculto en una casa que tenía muchos convenientes para un fugitivo, y que esperara tiempos más tranquilos para realizar su escape final.

—Bueno, se lo figuró muy bien —dijo Douglas con tono aprobatorio—. Pensé que debería esquivar su ley británica; porque no estaba seguro de cómo me situaba ante ella, y también vi mi oportunidad de quitarme a esos cazadores de una vez y por todas de mi pista. Debe saber, que desde el principio al final no tengo nada de qué avergonzarme, y nada que no volvería a hacer; pero ustedes me juzgarán por ustedes mismos cuando escuchen mi historia. No se preocupe en advertírmelo, inspector: Estoy listo plantarme para contar la verdad.

No voy a empezar desde el inicio. Está todo allí —indicó mi montón de papeles— y un poderosamente extraño cúmulo es. Pero todo se reduce a esto: Que hay ciertos hombres que tienen una buena causa para odiarme y darían hasta su último dólar para saber que me han terminado. Por eso mientras yo esté vivo y ellos estén vivos, no hay seguridad en este mundo para mí. Me siguieron desde Chicago hasta California, y luego me persiguieron fuera de América; pero cuando me casé y me establecí en este calmado lugar pensé que mis últimos años los pasaría en paz.

Nunca le expliqué a mi esposa cómo estaban las cosas. ¿Por qué debería meterla en esto? Nunca volvería a estar sosegada otra vez; sino siempre imaginaría peligro. Conjeturé que ella sabía algo, por lo que le dejé algunas palabras por aquí y por allá; pero hasta ayer, después de que ustedes caballeros la hayan visto, nunca supo la verdad del problema. Les refirió todo lo que conocía, y también Barker lo hizo; pues en la noche cuando esto ocurrió hubo verdaderamente poco tiempo para explicar los hechos. Ella lo sabe todo ahora, y hubiera sido un hombre más sabio si se lo hubiera dicho antes. Pero era una difícil situación, querida —tomó su mano por un instante con la suya— y actué por lo mejor.

Bueno, caballeros, el día anterior a esos acaecimientos estuve en Tunbridge Wells, y le di un vistazo al hombre en la calle. Sólo fue un vistazo; pero tengo un ojo rápido para estas cosas, y no dudé acerca de quién era. Era el peor enemigo que tenía de entre todos, uno que ha estado a por mí como un lobo hambriento por un caribú en estos años. Me percataba que había peligro inminente, y me vine a casa listo para él. Pensé que me abriría paso entre todo ello, mi suerte era proverbial en los Estados Unidos en el ’76. Nunca dudé de que siguiera conmigo aún.

Estuve en guardia todo el siguiente día, y nunca anduve fuera del parque. Estuvo bien, porque de otro modo me hubiera disparado con esa arma de perdigones antes que lo sujetase. Luego de que el puente estuviera elevado, mi mente estaba más descansada cuando el puente estaba arriba durante las noches, puse el asunto fuera de mi cabeza. Nunca soñé de su llegada a la mansión y su espera por mí. Pero cuando hacía mi ronda con mi batín, como era mi hábito, no había ni entrado al estudio cuando olí amenaza. Aventuro que cuando un hombre ha vivido con riesgos toda su vida, y he tenido más que suficientes en mi existencia, hay una especie de sexto sentido que alza la bandera roja. Vi la señal claramente, y aún así no puedo decirles por qué. Al siguiente instante distinguí una bota bajo la cortina de la ventana, y ahí vi evidentemente todo.

Sólo tenía la vela que estaba en mi mano; pero había una buena luz de la lámpara del vestíbulo a través de la puerta abierta. Dejé la vela y salté por un martillo que había abandonado en la mesilla. En ese momento se impulsó hacia mí. Vi el destello de un cuchillo, y le fustigué con el martillo. Le di en alguna parte, pues el cuchillo tintineó en el piso. Me esquivó gracias a la mesa tan rápido como una anguila, y un momento después había sacado su arma de su abrigo. Lo oí percutiéndola; pero la tenía agarrada antes de que pudiera disparar. La así por el cañón, y la forcejeamos por un minuto o más. Era la muerte para el hombre que perdiera su empuñadura.

Nunca perdió su asidero; pero retrocedió por un largo momento. Quizás fui yo quien jaló el gatillo. Tal vez la hicimos disparar entre los dos. De cualquier forma, le dieron los dos cañones en la cara, y ahí estaba, observando todo lo que quedaba de Ted Baldwin. Lo había reconocido en el pueblo, y de nuevo cuando saltó hacia mí; pero su propia madre no lo reconocería como lo vi en ese entonces. Estoy acostumbrado a fuertes trabajos, pero realmente me enfermé con su visión.

Pendía de un lado de la mesa cuando Barker vino apresuradamente. Escuché a mi esposa viniendo, y corrí a la puerta a detenerla. No era un espectáculo para una mujer. Prometí que regresaría con ella pronto. Le dije una palabra o dos a Barker, lo vio todo con una ojeada, y esperamos que el resto viniera. Pero no había signos de ellos. Entonces entendimos que no habían oído nada, y que todo lo sucedido era sólo conocido por nosotros.

Fue en ese instante que la idea vino a mí. Estaba verdaderamente deslumbrado por la brillantez de la misma. La manga del hombre estaba deslizada hacia arriba y ahí estaba la marca de la logia en su antebrazo. ¡Vean esto!

El hombre que conocíamos como Douglas se quitó su propio abrigo y el puño de la camisa para mostrar un triángulo marrón con un círculo exactamente como el que habíamos visto en el cadáver.

—Fue la visión de eso lo que me impulsó en ella. Lo vi todo claro de una ojeada. Estaban su altura, su cabello, su figura, casi la misma que la mía. Nadie podía identificar su rostro, ¡pobre diablo! Le saqué este juego de ropas, y en un cuarto de hora Barker y yo le habíamos puesto mi batín y yació tal y como lo encontraron. Amarramos todas estas cosas en un fardo, y las hicimos pesar con la única pesa que pude encontrar y lo colocamos fuera de la ventana. La tarjeta que tenía pensado poner sobre mi cuerpo estaba junto al suyo.

Mis anillos fueron puestos en su dedo; pero cuando llegamos al anillo de bodas —lo mostró en su musculosa mano— pueden ver por ustedes mismos que llegué a mi límite. No me lo había quitado desde el día en que me casé, y hubiera necesitado una lima para sacármelo. No sé, a todas luces, si hubiera debido separarme de él; pero aún si lo hubiera querido no podía. Así que dejamos ese detalle para que se cuide por sí mismo. Por otra parte, llevé un poco de yeso y lo puse donde yo estaba teniendo uno en ese momento. Se tropezó allí, Mr. Holmes, inteligente como usted mismo; pues si hubiera tenido la ocurrencia de sacar ese yeso hubiera encontrado que no había corte bajo él.

Bueno, ésa era la situación. Si me podía ocultar por un momento y luego reunirme con mi “viuda”, tendríamos la oportunidad de vivir en paz por el resto de nuestras vidas. Estos demonios no me darían descanso mientras siguiera sobre la tierra; pero si veían en los periódicos que Baldwin había acabado con su hombre, habría un final para todas mis preocupaciones. No tenía mucho tiempo para exponerlo todo a Barker y a mi esposa; pero entendían lo suficiente para ayudarme. Sabía todo sobre este escondite, así también como Ames; pero nunca le entró en su cabeza conectarlo con el asunto. Me retiré a él, y estaba en Barker hacer el resto.

Me imagino que se habrán imaginado lo que hizo. Abrió la ventana y diseñó la marca en el umbral para dar una idea de cómo el asesino había escapado. Era una exagerada orden, aquella; pero como el puente estaba elevado no había otra forma. Luego, cuando todo ya estaba arreglado, hizo sonar la campanilla porque él era responsable en la escena. Lo que aconteció después ya lo saben. Y así, caballeros, pueden hacer lo que les plazca; pero les he dicho la verdad, y la pura verdad, ¡ayúdame Dios! ¿Lo que les pregunto ahora es cómo me mantengo frente a la ley inglesa?

Hubo un silencio que fue roto por Sherlock Holmes.

—La ley inglesa es en el fondo una justa ley. No recibirá nada peor que lo que se merece por ello, Mr. Douglas. Pero me gustaría preguntar ¿cómo este hombre supo que vivía aquí, o cómo llegar hasta su casa, o dónde esconderse para sorprenderlo?

—No sé nada de eso.

La cara de Holmes estaba muy blanca y grave.

—La historia no está terminada, me temo —dijo—. Podría encontrar peores peligros que la ley inglesa, o incluso que sus enemigos de América. Veo problemas para usted, Mr. Douglas. Tome mi consejo y manténgase en guardia.

Y ahora, mis pacientes lectores, les pediré que vengan conmigo por un tiempo, lejos de la Manor House de Birlstone en Sussex, y lejos del año de gracia en el que hicimos nuestro memorable viaje que terminó con el extraño relato del hombre conocido como John Douglas. Les pido que regresen unos veinte años al pasado, y al oeste unos miles de millas en espacio, para contarles una narración singular y terrible, tan singular y terrible que juzgarán difícil de creer que tal y como lo cuento sucedió.

No piensen que introduzco una historia antes de que otra sea finalizada. Mientras lean se darán cuenta de que no es así. Y cuando haya detallado aquellos distantes eventos y hayan resuelto esos misterios del pasado, nos encontraremos de nuevo en las habitaciones de Baker Street, donde ésta, como otras muchas maravillosas aventuras, encontrarán su final.

Segunda parte. Los Scowrers
1. El hombre

Era el 4 de febrero del año 1875. Había habido un severo invierno, y la nieve yacía profundamente en los desfiladeros de las Gilmerton Mountains. Los arados a vapor habían, sin embargo, mantenido los rieles abiertos, y el tren de la tarde que conecta la larga línea de campamentos de minería de carbón y extracción de hierro estaba lentamente sonando en su camino por las empinadas pendientes que llevan de Stagville en la planicie a Vermissa, el municipio central que permanece a la cabeza de Vermissa Valley. Desde este punto el camino desciende a Bartons Crossing, Helmdale, y el puramente agrícola condado de Merton.

Era un riel con una sola ruta; pero a cada desviador, y eran numerosos, largas líneas de camiones llenos de carbón y mineral de hierro hablaban de la riqueza escondida que había traído una vigorosa población y una vida trajinante a la más desolada esquina de los Estados Unidos de América.

¡Realmente era desolado! Poco podía el pequeño pionero que lo haya atravesado imaginar que las más despejadas praderas y las dehesas de la más lozana agua no tenían valor comparadas con esta sombría tierra de despeñaderos y enmarañados bosques. Sobre los oscuros y comúnmente escasos sotos en sus flancos, las altas, desnudas cimas de las montañas, blanca nieve, y melladas rocas descolladas a cada lado, dejaban un largo, rico en minerales y sinuoso valle en el centro. Encima de éste el pequeño tren se arrastraba lentamente.

Las lámparas de aceite recién se habían encendido en el primer vagón de pasajeros, gastado carro en el que unas veinte o treinta personas estaban sentadas. La mayoría de estos eran obreros retornando de su faena del día en la parte baja del valle. Por lo menos una docena, por sus sonrientes rostros y las linternas de seguridad que portaban, dijeron ser mineros. Estos se sentaron a fumar en un grupo y conversaron a baja voz, mirando ocasionalmente a dos hombres en el lado opuesto del carro, cuyos uniformes y medallas les anunciaban que eran policías.

Varias mujeres de la clase proletaria y uno o dos viajeros quienes pudieran haber sido locales pequeños tenderos hacían el resto de la compañía, con la excepción de un joven hombre en la esquina solo. Es este hombre el que nos concierne. Denle una buena vista, pues vale la pena hacerlo.

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