El valle del Terror. Sherlock Holmes (22 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
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Era posible que llegaran demasiado tarde y que el trabajo ya haya sido hecho. Si ése era el caso, por lo menos tendrían su venganza con el hombre que lo había hecho. Pero estaban esperanzados en que nada de gran importancia había llegado al conocimiento del detective, o de otra forma, argüían, no se habría molestado en escribir toda esa trivial información que McMurdo afirmaba haberle dado. Sin embargo, todo esto lo sabrían de sus propios labios. Una vez en su poder, hallarían la manera de hacerlo hablar. No era la primera vez que habían operado a un testigo renuente.

McMurdo se encaminó a Hobson’s Patch como fue acordado. La policía parecía haber tomado un particular interés en él esa mañana, y el capitán Marvin, aquél que había mencionado su viejo conocimiento mutuo con él en Chicago, le dirigió la palabra mientras esperaba en la estación. McMurdo se despidió de él y se rehusó a hablar con él. Estaba de vuelta de su misión en la tarde, y se encontró con McGinty en la Union House.

—Él va a venir —declaró.

—¡Bien! —opinó McGinty.

El gigante estaba con su camisa con mangas, con cadenas y sellos fulgurando a través de su amplio chaleco y un diamante destellando por los lados de su erizada barba. La bebida y la política habían hecho al jefe un hombre tan rico como poderoso. Lo más terrible, por lo tanto, parecía ser esa visión de la prisión o la horca que se le habían aparecido la noche anterior.

—¿Presumes que sepa bastante? —formuló ansiosamente.

McMurdo sacudió su cabeza sombríamente.

—Ha estado a aquí algún tiempo, seis semanas por lo menos. Creo que no vino a estas partes para ver el panorama. Si ha estado trabajando entre nosotros ese tiempo con el dinero de las compañías ferrocarrileras a sus espaldas, supongo que ha obtenido resultados, y que se los ha enviado.

—No hay ni un hombre débil en la logia —vociferó McGinty—. Leales como el acero, todos ellos. ¡Y aún así, por el Señor! Está ese canalla de Morris. ¿Qué hay sobre él? Si algún hombre nos delata, sería él. He pensado en enviar un par de los muchachos antes de la noche para darle una paliza y ver qué le pueden sacar.

—Bien, no habría daño alguno en ello —contestó McMurdo—. No negaré que tengo una simpatía por Morris y lamentaría que lo golpearan. Me ha hablado una o dos veces sobre problemas de la logia, y aunque no se parezca a usted o a mí, no me parece ser de la clase que delate. Pero nuevamente no es para mí el introducirme entre él y usted.

—¡Le daré su merecido al viejo diablo! —pronunció McGinty con un juramento—. He tenido puesto mi ojo en él todo este año.

—Bueno, usted sabe más sobre eso —respondió McMurdo—. Pero lo que sea que haga debe hacerlo mañana; pues debemos permanecer por lo bajo hasta que este asunto de Pinkerton esté solucionado. No debemos lograr que la policía esté husmeando, hoy más que todos los días.

—Tienes razón —mencionó McGinty—. Y percibiremos del mismo Birdy Edwards de dónde obtuvo sus noticias aunque tengamos que despedazar su corazón antes. ¿Él pareció presentir una trampa?

McMurdo se rió.

—Creo que lo agarré en su punto débil —dijo—. Si pudo seguir tan bien el rastro de los Scowrers, está listo para seguirlo hasta el infierno. Tomé su dinero —McMurdo esbozó una sonrisa maliciosa a la par que sacaba un manojo de dólares en billetes—, y conseguiré más cuando él haya visto todos mis papeles.

—¿Qué papeles?

—Bueno, no hay papeles. Pero lo llené de palabras sobre constituciones y libros de reglas y formularios de membresía. Él espera llegar hasta el fondo de todo antes de irse.

—Tengamos fe, él estará justo ahí —afirmó McGinty toscamente—. ¿No te preguntó por qué no le llevaste los papeles?

—Como si yo fuera a cargar tales cosas, y yo siendo un hombre sospechoso, y el capitán Marvin tras de mí hablándome el mismo día en el depósito.

—Sí, escuché sobre eso —insinuó McGinty—. Me imagino que lo más pesado de este negocio está recayendo en ti. Lo podríamos poner en un viejo respiradero cuando hayamos terminado con él; pero como sea que trabajemos no podremos ocultar el hecho de que el hombre esté viviendo en Hobson’s Patch y tú hayas estado allí hoy.

McMurdo se encogió de hombros.

—Si lo manejamos bien, nunca podrán probar el homicidio —reconoció—. Nadie lo podrá ver ir a la casa después del anochecer, y yo me encargaré de que nadie lo vea salir. Ahora vea, Concejal, le enseñaré mi plan y le pediré que meta a los demás en esto. Todos vendrán a la hora prevista. Muy bien. Él llega a las diez. Golpeará tres veces la puerta, y yo se la abriré. Entonces me pondré detrás de él y la cerraré. Será nuestro hombre entonces.

—Es todo fácil y simple.

—Sí; pero el siguiente paso requiere consideración. Es un difícil blanco. Está fuertemente armado. He jugado con él apropiadamente, y parece estar bien en guardia. Suponga que lo meto dentro de un cuarto con siete hombres en él cuando esperaba hallarme solo. Va a haber un tiroteo, y alguien resultará herido.

—Así es.

—Y el ruido traerá a todos los malditos policías del municipio al lugar.

—Creo que está en lo correcto.

—Así es como obraré. Todos ustedes estarán en el gran aposento, el mismo que vio cuando tuvo una conversación conmigo. Le abriré la puerta, lo conduciré por el salón más allá de la puerta, y lo dejaré allí a la par que busco los papeles. Eso me dará la ocasión de decirle cómo están yendo las cosas. Entonces regresaré con él con algunos papeles falsificados. Mientras esté leyendo saltaré sobre él y sujetaré el brazo con el que agarraría su pistola. Me oirán llamarlos y ustedes se apresurarán dentro. Cuanto más rápido mejor; pues es un hombre tan fuerte como yo, y puede ser que yo tenga más de lo que pueda contener. Pero les garantizo que lo detendré hasta que hayan llegado.

—Es un buen plan —enunció McGinty—. La logia le estará en deuda después de esto. Creo que cuando me mueva de esta presidencia ya podré poner el nombre del hombre que viene después de mí.

—Seguro, Concejal, soy poco más que un recluta —aseguró McMurdo; pero su semblante demostraba lo que pensaba del cumplido del gran hombre.

Cuando hubo retornado a su hogar hizo sus propias preparaciones para la dura noche que estaba ante él. Primero se aseó, aceitó, y cargó su revólver Smith & Wesson. Luego examinó la estancia en la que el detective iba a ser atrapado. Era un extenso apartamento, con una larga mesa en el centro, y la gran estufa a un lado. A cada uno de los demás flancos había ventanas. No había postigos en ésas; sólo delgadas cortinas que las cubrían a través. McMurdo las inspeccionó atentamente. Sin duda le debe haber impactado que el cuarto sea muy expuesto para una reunión tan secreta. Aún así su distancia de la carretera la hacía de menos consecuencias. Finalmente discutió el problema con su amigo inquilino, Scanlan, aunque era un Scowrer, era un inofensivo hombrecito que era demasiado débil para estar en contra de la opinión de sus camaradas, estaba discretamente horrorizado por los actos sangrientos a los que ciertas veces había sido forzado a asistir. McMurdo le contó escasamente lo que pretendía hacer.

—Y si yo fuera tú, Mike Scanlan. Me pasaría la noche fuera para salir de esto. Habrá un trabajo sangriento aquí antes de la mañana.

—Bueno, así será, Mac —respondió Scanlan—. No es la voluntad sino los nervios lo que me estremecen. Cuando vi al gerente Dunn morir en aquellas hulleras fue más de lo que pude resistir. No estoy hecho para esto, no como tú o McGinty. Si la logia pensara lo peor de mí, únicamente haría como me aconsejaste y los dejaría a ustedes esta noche.

Los hombres llegaron a la hora planeada. Eran aparentemente ciudadanos respetables, bien vestidos y limpios; pero un juez de rostros habría leído muy poca esperanza para Birdy Edwards en esas tiesas bocas y crueles ojos. No había hombre en la habitación cuyas manos no se hayan enrojecido una docena de veces antes. Estaban tan endurecidos con respecto al homicidio como un carnicero con las ovejas.

Primero, por supuesto, tanto en apariencia como en delito, estaba el formidable jefe. Harraway, el secretario, era un hombre enjuto y severo con un cuello largo y descarnado y nerviosas y defectuosas extremidades, un hombre de fidelidad incorruptible donde concernían las finanzas de la orden, y sin ninguna noción de justicia u honestidad a nadie más allá de eso. El tesorero, Carter, era un tipo de mediana edad, con una expresión impasible, mejor dicho malhumorada, y una piel amarillo pergamino. Era un organizador capaz, y los propios detalles de casi todas las barbaries habían salido de su cerebro conspirador. Los dos Willaby eran hombres de acción, muchachos altos y delgados con talantes determinados, a la vez que su compañía, el Tigre Cormac, un fuerte y atezado joven, era temido incluso por sus propios camaradas por la ferocidad de su disposición. Estos eran los hombres que se reunieron aquella noche bajo el techo de McMurdo para matar al detective de Pinkerton. Su anfitrión había colocado whisky sobre la mesa, y se habían apresurado a prepararse para el oficio que tenían por delante. Baldwin y Cormac ya estaban medio borrachos, y el licor había sacado toda su violencia. Cormac puso sus manos en la estufa por un instante, había sido encendida, pues las noches aún eran frías.

—Esto lo hará —comentó, con un juramento.

—Sí —expresó Baldwin entendiendo su significado—. Si es atado a eso, tendremos la pura verdad de él.

—Tendremos la verdad de él, no teman —articuló McMurdo. Tenía nervios de acero, este hombre; pues aunque todo el peso del asunto estaba en él sus modales estaban tan relajados e indiferentes como siempre. Los demás lo notaron y lo aclamaron.

—Serás tú el que lo entretenga —afirmó el jefe en tono aprobatorio—. Ninguna advertencia tendrá hasta que tu mano esté en su garganta. Es una pena que no halla postigos en las ventanas.

McMurdo se encaminó hacia una y otra y las cerró más herméticamente.

—Ahora nadie puede ya espiarnos. La hora se acerca.

—Tal vez no vendrá. Tal vez tuvo un sentimiento de peligro —dijo el secretario.

—El vendrá, no teman —replicó McMurdo—. Está tan ansioso por venir como ustedes lo están por verlo. ¡No olviden eso!

Todos se sentaron como figuras de cera, algunos con sus anteojos arrastrados a medio camino de sus labios. Tres fuertes golpes sonaron en la puerta.

—¡Silencio! —McMurdo alzó su mano para indicar precaución. Una exultante mirada pasó alrededor de aquel círculo, y las manos fueron colocadas en las armas escondidas.

—¡Ni un solo sonido, por sus vidas! —musitó McMurdo, mientras salía del cuarto, cerrando la puerta cuidadosamente detrás de él.

Con los oídos atentos esperaron los asesinos. Contaron los pasos de su compañero por el pasillo. Lo escucharon abrir la puerta exterior. Hubo pocas palabras bienvenida. Entonces se percataron de unas extrañas pisadas dentro y de una voz no familiar. Un instante después vino el portazo y la vuelta de la llave en el cerrojo. Su presa estaba a salvo dentro de la trampa. El Tigre Cormac se rió horriblemente, y el jefe McGinty cerró su boca con su gran mano.

—¡Estate quieto, idiota! —murmuró— ¡Lo echarás a perder todo!

Hubo una conversación en susurro en la habitación contigua. Parecía ser ininteligible. Entonces la puerta se abrió, y McMurdo apareció, con su dedo sobre sus labios.

Fue hasta el final de la mesa y los miró a todos. Un sutil cambio le había sobrevenido. Sus maneras eran las de alguien que tenía un gran trabajo por hacer. Su semblante se había afirmado como el granito. Sus ojos brillaban con una furiosa excitación detrás de sus lentes. Se había convertido en un líder visible de hombres. Clavaron su mirada en él con apremiante interés, pero no dijo nada. En cambio con la misma mirada observó a cada uno de los hombres.

—¡Bueno! —gritó McGinty por fin—. ¿Está aquí? ¿Está Birdy Edwards aquí?

—Sí —McMurdo respondió lentamente—. Birdy Edwards está aquí. ¡Yo soy Birdy Edwards!

Transcurrieron diez segundos luego de esa breve conversación durante el cual el aposento parecía estar vacío, pues tan profundo era el silencio. El siseo de una caldera sobre la estufa se agudizó y se volvió estridente para el oído. Siete rostros pálidos, todos dirigidos a este hombre que los dominaba, estaban inmóviles de absoluto terror. Entonces, con un repentino rompimiento de cristales, una gran cantidad de resplandecientes cañones de rifle irrumpieron a través de cada ventana, a la par que las cortinas eran apartadas de sus pendientes.

Ante esa visión el jefe McGinty dio un rugido de oso herido y se lanzó a la puerta semiabierta. Un revólver apuntado lo encontró con los decididos ojos azules del capitán Marvin de la Policía Minera centelleando detrás de él. El jefe retrocedió y cayó en su silla.

—Estará más seguro allí, Concejal —reconoció el hombre que habían conocido como McMurdo—. Y usted, Baldwin, si no retira su mano de su pistola, le ahorrará un trabajo al verdugo. Sáquela, o por el Señor que me hizo... así, eso está bien. Hay cuarenta hombres armados en torno a esta casa, y se pueden figurar por ustedes mismos qué oportunidades tienen. ¡Coja sus pistolas, Marvin!

No había posible resistencia bajo la amenaza de esos rifles. Los hombres fueron desarmados. Hoscos, tímidos, y sorprendidos, todavía estaban sentados alrededor de la mesa.

—Me gustaría decirles unas palabras antes que nos separemos —mencionó el hombre que los había entrampado—. Me parece que no nos volveremos a ver de nuevo hasta que me vean comparecer en el tribunal. Les daré algo para que piensen por un largo tiempo. Me conocen ahora por lo que soy. Por lo menos puedo poner mis cartas sobre la mesa. Soy Birdy Edwards de la oficina de Pinkerton. Fui escogido para desarmar su banda. Tenía un juego difícil y peligroso ante mí. Ni un alma, ni una sola alma, ni siquiera mis más cercanos o más queridos, sabían que lo estaba jugando. Sólo el capitán Marvin aquí y mis empleadores lo sabían. ¡Pero ha terminado esta noche, gracias a Dios, y yo soy el ganador!

Las siete pálidas caras rígidas lo observaron. Había un odio inimaginable en sus ojos. Él leyó la implacable amenaza.

—Quizás piensen que el juego no ha terminado aún. Bueno, acepto mis riesgos por eso. De cualquier forma, algunos de ustedes dejarán de respirar, y hay sesenta además de ustedes que verán la cárcel esta noche. Les diré esto, que cuando fui puesto en este trabajo nunca creí que hubiera una sociedad tal como la suya. Pensé que eran habladurías de los periódicos, y que lo probaría por mí mismo. Me dijeron que tenía que ver con los Freemen; por lo que fui a Chicago y me hice uno. Entonces estuve más seguro que nunca que no eran más que exageraciones de los diarios; pues no hallé daño alguno en la sociedad, sino una comunidad caritativa.

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