El vampiro de las nieblas (12 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

BOOK: El vampiro de las nieblas
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Realmente impresionaba; las gigantescas puertas principales se hallaban cerradas y estaban cubiertas de elaborados grabados, escenas de caza tan realistas que parecían dotadas de movimiento. El vaciado de la madera era un trabajo tan delicado y expresivo que quedaba fuera de lugar en aquella fortaleza tenebrosa y descuidada. Dos antorchas, una a cada lado, ardían al viento, y las aldabas de bronce, opacas y mugrientas, habrían resplandecido magníficamente si hubieran estado pulidas; tenían forma de cabeza de cuervo y sus ojos eran joyas brillantes. Jander vaciló un momento antes de asir un llamador y golpear tres veces.

El sonido resonó grave y hueco, y quedó suspendido en el aire. Durante unos tensos minutos no se produjo respuesta, y sólo oyó el viento a su espalda. Se esforzó por conservar la calma, pero el nerviosismo aumentaba a cada segundo.

Entonces, con un chirrido grave y profundo, los portones se abrieron despacio, acusando cada milímetro de terreno cedido, y una luz cálida llegó al patio. Jander se quedó fuera, con los rayos de la luna plateándole el dorado cabello.

—¿Conde? —llamó con voz trémula y asustada. Se reprendió mentalmente—. Excelencia, soy Jander Estrella Solar —anunció, procurando engrosar la voz con determinación—. He acudido en respuesta a vuestra invitación, pero no entraré a menos que me deis licencia.

El silencio acogió sus palabras, pero sabía que éstas habían sido escuchadas. Un sonido profundo y melifluo emanó de las entrañas del vestíbulo iluminado por antorchas, y la voz más hermosa y terrorífica que había escuchado jamás le acarició los oídos, a pesar de que era consciente del peligro que encerraba.

—Entrad, Jander Estrella Solar. Tenéis licencia. Soy el conde Strahd von Zarovich y os doy la bienvenida.

SIETE

La voz de Strahd lo dejó inmóvil unos instantes, pero de inmediato se sacudió la parálisis, malhumorado. Respiró hondo con el pensamiento, se olvidó de lo que le esperaba dentro y cruzó el umbral del castillo de Ravenloft.

El suelo era de pulida piedra gris, al parecer tallado en la roca viva de la montaña, y estaba desgastado en el centro por el paso de generaciones de habitantes en el pasado. En el aire húmedo, las antorchas alineadas en los colosales muros proyectaban haces de luz incierta sobre las armaduras que, como centinelas oxidados, estaban apostadas debajo. Al no ver a su anfitrión, Jander recorrió los rincones con la mirada.

—¿Conde von Zarovich? —llamó de nuevo.

—Entrad, amigo mío —respondió la hermosa y fatal voz.

Había avanzado unos siete metros por el vestíbulo cuando otras puertas se abrieron ante él; hizo una pausa y siguió adelante. Se asustó al captar un movimiento por el rabillo del ojo y siseó, enseñando los largos colmillos, que habían surgido bruscamente. Enseguida se dio cuenta, con cierta vergüenza, de que era sólo un efecto de la luz. Cuatro funestas estatuas de dragones lo observaban desde lo alto, y sus ojos de piedras preciosas, como los de los aldabones, habían reflejado las llamas de las antorchas.

Se tranquilizó un poco a medida que avanzaba. Atravesó unas terceras puertas que se abrieron al tocarlas y entró en una amplia sala, de donde partía una espaciosa escalera hacia la oscuridad del piso superior. La bóveda del techo estaba ribeteada por un círculo de gárgolas iguales a las que lo habían saludado antes. Miró hacia la cúpula que guardaban y, por un instante, todos sus escrúpulos se desvanecieron ante la belleza de lo que contempló.

La techumbre estaba cubierta de magníficos frescos, y la mirada de Jander volaba de las escenas de caza a las de batallas, de las de justas a las de caballeros armados… Por desgracia, las pinturas estaban en proceso de desaparición y, al parecer, el señor del castillo no se preocupaba en absoluto por mantener en condiciones la construcción ni los tesoros que albergaba. El elfo volvió a concentrarse en localizar a su anfitrión.

Ante él se hallaban dos pórticos de bronce cerrados. Dio un paso hacia ellos, y la sedosa voz dijo:

—Me alegra que hayáis venido. Sed bienvenido a mi casa.

Jander se dio la vuelta y vio a su anfitrión, que descendía por la escalera alfombrada con un candelabro en la fuerte mano.

El conde Strahd von Zarovich era de talla considerable, más de un metro ochenta centímetros de flexible y poderosa complexión. Vestía convencionalmente: pantalones y chaqueta negros, y chaleco y camisa blancos. Un lazo carmesí se destacaba en torno al cuello como una pincelada de sangre, a juego con una enorme joya roja que adornaba el nudo. Tenía la piel extremadamente pálida, casi del color de los huesos; sus ojos, oscuros y penetrantes en contraste, no omitían ni un solo detalle en su escrutinio curioso de Jander, hasta que se encontraron con la plateada mirada del elfo al mismo nivel. El cabello, espeso y bien peinado, no ocultaba del todo las puntiagudas orejas del conde, que lo miraba con expresión de agrado, aunque su sonrisa de acogida parecía un arma de doble filo. Jander inclinó la cabeza cuando Strahd se aproximó.

—Os agradezco la invitación, conde. Es un gran honor ser recibido por el señor de Barovia.

La sonrisa se amplió y se tiñó de una provocativa malicia.

—Me complace que os sintáis así, Jander Estrella Solar. Son pocos los que consideran mi castillo un lugar atractivo.

—Tal vez porque no fueron convocados tan gentilmente.

Ante la osadía del comentario, los negros ojos del conde lanzaron un intenso destello rojo; sonrió y asintió como aceptando la mordaz observación.

—Muy cierto, realmente; no sois de los que se esconden tras falsas cortesías, por lo que veo, y me agrada. Verdaderamente he solicitado vuestra presencia por motivos personales e imagino que habéis acudido por los vuestros propios. No obstante, sois acogido sinceramente, podéis darlo por seguro. —Sostuvieron la mirada con firmeza, exactamente como dos lobos desconocidos dando vueltas en círculo, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a admitir la derrota—. Llamadme Strahd —añadió por fin—. Ignoro vuestro linaje, pero no dudo que os halláis más cerca de mí que esos odiosos aldeanos o mis negligentes criados. Seguidme, por favor; estaremos más cómodos en otra parte. Y, además —sonrió fríamente—, recibo tan escasas visitas que me complacería mostraros parte de la magnificencia de mi hogar. —Se dio la vuelta y comenzó a ascender la escalinata—. Supongo que os preguntaréis cómo supe dónde encontraros.

—En absoluto. Es evidente que estáis aliado con los vistanis.

—Sí, mis queridos compatriotas gitanos; una gente enteramente superior a los aldeanos. —Llegaron a un rellano, y Jander admiró el entorno, donde otra serie de magníficos frescos similar a la anterior representaba un ataque a la montaña sobre la que se elevaba el castillo; no obstante, se hallaba en el mismo lamentable estado. Leyó lo que quedaba en una inscripción: E_ REY _OBL_N_UYE AN_E E_ _OD_R D__ SA__O S_M_O__DEL L_____D__CU___O. Siguió al conde, que ya comenzaba a subir el tramo siguiente—. ¿Observasteis la niebla al venir hacia aquí? —inquirió.

—Sí, el anillo que rodea la aldea resulta curioso.

—Es una gran suerte que no necesitéis respirar, amigo mío. Esas brumas obedecen mis órdenes, y son venenosas. He concedido a los gitanos, a cambio de sus servicios, el secreto de una poción que les permite atravesarla sin sufrir daño alguno. Ellos sacan buen provecho vendiéndola, y yo tengo las despensas bien provistas; un negocio redondo, ¿no os parece?

Llegaron a un amplio vestíbulo. Desde una ventana que se abría a la derecha, la luz de la luna se derramaba por el suelo. La estancia estaba vacía, y eso la hacía parecer mucho más espaciosa. En el otro extremo se elevaba un trono solitario.

—Esta era la sala de audiencias en otro tiempo y, como supondréis, actualmente apenas se utiliza.

Prosiguieron y cruzaron las puertas profusamente grabadas que daban a un pequeño corredor, donde dos armaduras completas vigilaban en solitario desde sus garitas, sumidas casi en total oscuridad. Strahd se dirigió a una de ellas, y, con un movimiento de los dedos que Jander no captó en detalle, el contorno de una puerta se hizo visible; la empujó con suavidad y la hoja cedió.

Jander se puso en tensión, al ver que los rumores sobre Strahd se confirmaban: practicaba la magia. Se tragó la aversión y siguió a su anfitrión obedientemente hacia otro tramo más de escalones. Se sentía ya un poco despistado con aquel laberinto. —¿Vivís solo aquí, Strahd?

—¡Oh, no! Tengo criados, de una clase determinada, y los aldeanos me proporcionan todo lo que pueda necesitar o desear. Los habitantes del pueblecillo son dóciles y, como ya os he dicho, mantengo un pacto con los gitanos. Me alegro de que hayáis preferido no hacerles daño y debo recomendaros que os refrenéis debidamente.

—¿Por qué habría de hacerles daño?

Strahd se detuvo en seco y se giró para mirar a Jander directamente. Esbozó una sonrisa de complicidad que le estiró los rojos labios sobre los blancos dientes, y Jander se sorprendió al ver crecer dos colmillos afilados.

—El deseo de beber resulta imperioso, ¿no es cierto, Jander Estrella Solar?

El elfo no apartaba la vista de él. ¡Ahora comprendía por qué lo había llamado Strahd! ¡Ahora comprendía también por qué el pueblo vivía atemorizado y asediado! El conde seguía mirándolo; complacido por la reacción de perplejidad de su invitado. Satisfecho por haber colocado al impertinente elfo en su lugar, se giró de nuevo con un revuelo de la chaqueta y siguió subiendo.

Las escaleras terminaron, y Jander se encontró en un amplio rellano. La luz pálida de la luna entraba por un resquicio del techo e iluminaba una larga hilera de estatuas.

—Mis nobles antepasados —dijo Strahd secamente—, a todos los cuales he procurado enojar, despreciar o enfrentarme como mejor he podido. Algunos se han… ido del todo, ¿comprendéis? —Jander percibió la expresión angustiada de algunas esculturas, aunque otras, claro está, no eran más que pura piedra. A una le faltaba la cabeza y, empujado por la curiosidad, trató de descifrar el nombre inscrito en el pedestal—. ¡Jander! —tronó el conde imperiosamente, y el elfo se apresuró a darle alcance. Pasaron un corto corredor, y el anfitrión abrió la puerta de una estancia que poco tenía en común con la decadencia general del castillo—. Mi estudio —dijo Strahd con mayor calidez en la voz que hasta el momento.

El fuego ardía agradablemente en la chimenea y su resplandor rojizo esparcía luz y cordialidad. Cientos de libros se alineaban en las paredes, y Jander captó el olor de piel bien cuidada. Sin duda, Strahd apreciaba mucho su biblioteca. Entró tras el otro vampiro en la estancia bellamente alfombrada, donde no se veían paredes desnudas. El conde se dirigió a una silla grande, tapizada en tono escarlata, e indicó a Jander que se sentara también.

—Tomad asiento, por favor. Esta es mi habitación predilecta. Tengo mucho tiempo para la reflexión y la contemplación. —Jander se sentó obedientemente y ambos permanecieron unos instantes en silencio, disfrutando del ambiente acogedor—. Tengo entendido —dijo Strahd por fin— que rescatasteis a un vistani anoche. —Jander asintió con un gesto—. Sois una especie de buen samaritano, ¿no es así? —La voz sugestiva del vampiro tenía un matiz de desprecio.

—¿Hay sangre élfica en vuestro linaje, Strahd? —inquirió Jander con brusquedad—. Vuestras orejas son puntiagudas.

El conde levantó una mano como para llevársela a la oreja, pero después la unió a la otra con un gesto deliberado.

—En realidad no —admitió—, aunque a veces permito que se extienda el rumor. —Estrechó los ojos, y, cuando habló de nuevo, sus palabras parecían despreocupadas, aunque su intención era inequívoca—. Nadie salvo mis criados y algunos vistanis conoce mi verdadera naturaleza. Es mi deseo que continúe siendo así y me disgustaría profundamente que el secreto fuera violado. He decidido compartirlo con vos porque presiento que podemos aprender mucho el uno del otro.

«Llegamos al verdadero propósito de la invitación», pensó Jander. Toda la conversación, mantenida en términos tan estrictamente formales, y el laberíntico paseo no habían sido más que una diversión someramente disfrazada para ponerlo a prueba; ahora, sin duda, comenzaría el verdadero examen. Cambió de postura, se arrellanó cómodamente y sostuvo la mirada de Strahd sin titubeos.

—Los secretos son peligrosos —dijo Jander—, y en manos inapropiadas se convierten en objeto de negocio.

—Espero —replicó lentamente, con la voz vibrante de amenazas sin paliativos— que las vuestras no lo sean.

—Imaginad que lo fueran —se permitió sugerir sonriente—, imaginad que revelara vuestra condición de no-muerto; nosotros, los
akara
, no somos muy sociables. ¿Qué haríais conmigo entonces?

—Os destruiría —contesó Strahd sin el menor asomo de cortesía y la mirada chispeante.

—¿Cómo lo conseguiríais? ¿Convirtiéndome en esclavo vuestro? —Jander enderezó la espalda y acercó los codos a las rodillas—. No estoy aquí para presentaros batalla. Al contrario, creo que podemos compartir muchas cosas y espero que establezcamos una alianza. No soy un insensato aldeano ni uno de vuestros dóciles sirvientes. Aunque vos seáis el señor de la tierra…

—¡Yo
soy
la tierra!

La voz profunda de Strahd rugió como un trueno, y el destello rojo de sus ojos despidió iracundos rayos. Jander se preguntó si habría llegado demasiado lejos y si Strahd poseería algún poder misterioso capaz de exterminarlo.

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