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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, Infantil juvenil

El vampiro de las nieblas (23 page)

BOOK: El vampiro de las nieblas
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Entraron rápidamente y cerraron la puerta con estrépito. Lyria y otro mago procedieron a sellarla mágicamente mientras Gideon buscaba a la tímida sacerdotisa de Tymora.

—Me preguntaba cuándo llegaríais por fin, compañeros —saludó Trumper a Jander. El tono era ligero pero apretó con afecto la mano del elfo.

Tras una noche de vigilia y terror, Jander y sus compañeros comenzaron a perseguir vampiros tan pronto como el alba despuntó por el horizonte. Las gentes del pueblo, que culpaban en cierto modo a «Los seis de plata» por la repentina desgracia, entorpecían más que ayudar, aunque algunos clérigos y soldados lograron terminar con muchos muertos vivientes.

Trumper, ágil y de vista penetrante, localizaba los ataúdes de las criaturas; había algunos escondites muy evidentes donde buscar, como los cementerios y las criptas, repletos de cadáveres de boca ensangrentada y aspecto neófito. El halfling halló más en otros lugares insospechados, como la bodega de El Canto del Cisne.

—Un nombre muy apropiado —musitó el halfling mientras Jander clavaba una estaca en el corazón de una niña vampira. El elfo tuvo que tragarse la náusea y consolarse con la expresión de paz que adoptó el rostro de la pequeña al liberarse su alma.

Con un suspiro, el elfo se pasó el brazo por la sudada frente y se sentó en la piedra fría, con la espalda apoyada en una cuba de vino. Estaba agotado; entre los cuatro habían acabado con quince criaturas en el día.

—Me siento como si llevara un año haciendo esto —protestó—. En fin, ¿qué hora es?

Un vino de color sangre empapó al elfo cuando lo aferraron unos poderosos brazos blancos que surgieron de la cuba donde se apoyaba. Apenas tuvo tiempo de reaccionar mientras las gélidas manos del vampiro se cerraban en torno a su cuello. Se lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas, y el vampiro perdió el equilibrio y cayó al suelo arrastrado por él, entre las astillas del barril roto. Los afilados fragmentos de madera se clavaron en el vientre del monstruo, quien se retorció aullando y aflojó su presa por un momento.

Ese momento era lo único que necesitaba Gideon; el sacerdote de Ilmater apartó a su compañero con una mano, y con la otra empaló al vampiro contra el madero astillado. La criatura se ahogaba y se debatía mientras la sangre y el vino se mezclaban; tuvo una convulsión, escupió sangre y se quedó inmóvil.

Jander se abrazó a Gideon mientras ambos recobraban el aliento.

—Señores… —intervino Lyria, con la voz más afectada y aguda de lo habitual.

—¿Qué sucede, Lyria? —inquirió Gideon.

La bella maga, con el rostro pálido, señalaba al vampiro que acababa de sucumbir, y Jander cerró los ojos, acongojado, cuando reconoció el cadáver empapado en vino: era Kellian.

Aquella noche no tuvieron tiempo para llegar al templo. Gideon trazó un círculo donde podrían dormitar por turnos sin sobresaltos, y el día siguiente transcurrió como el anterior, aunque lucharon en frentes divididos. Lyria y Gideon se situaron en un extremo del pueblo y Jander y Trumper en el opuesto, aunque al elfo no le convencía la idea.

—La unión hace la fuerza, Lyria —objetó, pero los demás mostraron acuerdo con el plan.

Al anochecer, Trumper y Jander se encaminaron al templo de Tymora antes de la puesta del sol, y era casi medianoche cuando Lyria se reunió con ellos; llevaba el traje de color lavanda ensangrentado y destrozado y una expresión salvaje en los ojos.

—Han estado a punto de atraparnos esta vez —dijo entre jadeos mientras Jander la ayudaba a tenderse sobre las esteras y Trumper comenzaba a curarle las heridas con mano experta.

El elfo le miró con detenimiento la garganta y las muñecas, pero no parecía que la hubieran mordido. Lyria, totalmente exhausta, cerró los ojos y descansó en el regazo de Jander.

—¿Y Gideon? —preguntó el elfo. La guerrera abrió sus verdes ojos, y Jander percibió el temor que los empañaba.

—¿No está con vosotros?

Por una vez, Trumper guardó silencio y no levantó la mirada de los cortes y arañazos de Lyria. Jander empezó a temblar.

—No, aquí no está…

—Hay otras iglesias abiertas a los que buscan refugio —advirtió Lyria mientras su mano delgada y fuerte trataba de alcanzar la de Jander—. Estoy segura de que…

—¿Y si no fuera así? —exclamó el elfo con un grito de dolor, y varias cabezas se volvieron a mirarlo.

Pero no le importaba llamar la atención; Gideon y él eran amigos desde hacía más de diez años, y recordó los días en que luchaban juntos como caballeros de Elturel contra Tiamat en su propia guarida. Fue entonces cuando Ilmater se presentó a Gideon y el poderoso guerrero abandonó la espada de buen grado. Desde entonces habían sido compañeros inseparables y siempre acudían juntos allá donde fuera necesario. Jander no se dio cuenta de que había empezado a llorar en silencio y de que lágrimas cristalinas descendían por sus marcadas facciones; tampoco se percató de que Lyria lo abrazaba, le apoyaba la cabeza en su seno y lo acunaba hasta sumirlo en un sopor poblado de sangrientos atardeceres y cadáveres que no permanecían en sus tumbas.

No tuvieron tiempo de averiguar qué le había sucedido a Gideon, pues los tres extranjeros fueron expulsados a la mañana siguiente. Hacía menos de una semana, el pueblo cuyo nombre había sido sinónimo de hospitalidad durante siglos los había acogido como héroes. Jamás se había cerrado puerta alguna ni se había permitido que un extraño partiera hambriento, y ahora las gentes de Merrydale exiliaban rudamente a todos, excepto a sus propios hijos, para enfrentarse a solas con los peligros de la noche. Los que quedaban de «Los seis de plata», patéticamente reducidos a tres, se encaminaron hacia el pueblo vecino, donde tomaron caminos separados.

Merrydale había sufrido el acoso de una pandilla de vampiros maliciosos e inteligentes que se habían cebado deliberadamente en la reputación del valle. El pueblo jamás se recobró de la experiencia. Una enorme muralla fue levantada alrededor de la villa y, según supo Jander después, todas las fondas fueron quemadas como acto simbólico. A partir de entonces, los habitantes tomaron la costumbre de ir siempre armados con un puñal, hábito que dio mucho que hablar y que se convirtió en motivo de escarnio constante entre otros pueblos. De ese modo, Merrydale, la comunidad más acogedora de Faerun, pasó a ser la más cerrada y hostil, conocida con el nombre de Daggerdale
[1]
.

TRECE

A pesar de su miedo, Kolya se quedó dormido y roncaba sonoramente. También a Sasha se le caían los párpados, pero tenía la firme determinación de hacer guardia toda la noche; ya dormiría cuanto quisiera después de la salida del sol. No habían visto
nada
emocionante en toda la noche y que lo zurcieran si…; de pronto frunció el entrecejo. El círculo de piedras estaba situado en lo alto de un cerro, en un punto estratégico, y Sasha vio luz en el pueblo, donde a esas horas todo solía estar apagado.

La curiosidad espantó el fantasma del sueño y se puso en pie para ver mejor. Como aún no distinguía con claridad, trepó a lo alto de una peña con los brazos extendidos para mantener el equilibrio y escrutó la aldea. Sí, ahora estaba seguro: había una luz… y mucha gente levantada.

—¡Eh, Kolya! ¡Despierta!

—¿Qué dices? —balbuceó el muchacho.

—Está pasando algo en el pueblo —anunció sin molestarse en mirarlo, con los ojos clavados en el tumulto que se divisaba a lo lejos—. Vamos a ver qué sucede.

—¡Oh, no! —Completamente despierto ya, recordó dónde estaba y se negó a moverse—. Yo no me voy de aquí hasta por la mañana.

—Bien —repuso su amigo—. Pues yo me marcho. Quédate solo aquí toda la noche si quieres, Kolya
Cobardica
.

Sasha saltó de la roca y comenzó a guardar sus pertenencias en el saco; Kolya, murmurando en voz baja, hizo lo propio, y ambos se encaminaron hacia la villa. La noche no parecía tan hostil como antes, ahora que la curiosidad ocupaba los pensamientos de Sasha.

Cuando llegaron a la calle del mercado, había luces en las casas y gente en camisón corriendo por todas partes. Muchos acarreaban cubos de agua, y Sasha vio a Cristina, la costurera, abrir las contraventanas de par en par y decir algo a gritos a otra persona que tenía enfrente; el cabello castaño, normalmente recogido en la nuca en un moño tirante, le caía despeinado por los hombros, y su agresivo rostro reflejaba agitación. Algo no marchaba bien, y los dos chiquillos fueron en pos de los presurosos vecinos.

—¡La calle del Burgomaestre! —exclamó Sasha, y salió disparado hacia su casa; Kolya lo seguía con esfuerzo.

Aquellos trescientos metros que lo separaban del edificio en llamas fueron la distancia más larga que había recorrido en toda su vida; la imagen de las lenguas rojas y anaranjadas lamiendo las paredes de la estructura de dos pisos, como un perro que babosea un hueso, se alzaba ante él abrumadoramente. Sentía las piernas de goma y tenía la garganta ronca de gritar «¡Mamá, mamá!» mientras corría y rogaba por darse más prisa, sabiendo que ya no llegaría a tiempo de ninguna manera. Rastolnikov lo detuvo por un brazo.

—Tranquilo, chico, tranquilo —vociferó con la intención de hablarle en tono amable. Sasha lloraba de miedo, y a la vez por el humo negro y acre que le llenaba los ojos y los bronquios. Tosió como si los pulmones fueran a salírsele por la boca en cada acceso, y Rastolnikov le colocó un trapo en la boca—. Así no tragarás tanta ceniza —le explicó.

Se restregó los ojos con rabia, deseoso de ver con claridad qué pasaba. Habían dominado el fuego, pero gran parte de la casa estaba destruida.

—¿Dónde está mi familia? —inquirió, con la pretensión de imprimir autoridad a la voz, aunque sólo consiguió un tono de chiquillo atemorizado. Rastolnikov no respondió de inmediato.

—Nos… ocuparemos de ellos por la mañana, hijo. Son cosas de magia, muy poderosa, y nosotros no podemos enfrentarnos a ella esta noche —repuso crípticamente.

—¿Es ése el chico? —inquirió una voz dura y enfurecida; unas manos toscas lo aferraron y lo separaron del panadero—. ¡Es él! —Sasha se encontró de pronto frente a Andrei, el carnicero, que lo taladraba con una mirada de odio—. ¡Todo esto es culpa tuya!

El chico no era capaz de articular palabra.

—¡La venganza de los vistanis! —gritó una aguda voz femenina—. Kartov azotó a aquel gitano que estuvo con Anastasia, y ahora ¡mirad! ¿Os acordáis de que le lanzó una maldición? ¿Os acordáis? ¿Y veis lo que ha pasado ahora? ¡Dioses benditos, cómo tenían la garganta…! —La mujer rompió en sollozos.

La muchedumbre que rodeaba a Sasha empezó a apartarse musitando oraciones y haciendo gestos contra el mal de ojo. Sasha volvió la mirada hacia la casa quemada y se irguió un poco.

—Voy adentro —dijo a quien quisiera escuchar. Se dirigió hacia Kolya, que por fin había llegado—. ¿Vienes conmigo?

Kolya dirigió una mirada a Rastolnikov; el hombre negó con la cabeza y el muchacho se dirigió a su compañero de juegos con los ojos bajos.

—No, Sasha; soy un cobarde.

—Creo que sí, Kolya —repuso mirándolo fijamente, sin querer creerlo.

Se ató el pañuelo alrededor de la boca para protegerse del humo y tener las manos libres y se encaminó solo hacia los restos de su hogar. La multitud, embrutecida y temerosa, se apartó a su paso con un murmullo. El muchacho cruzó las verjas de hierro y el patio, empapado de agua, hasta alcanzar la puerta. La brigada contra incendios había entrado a golpes, y las llamas habían ennegrecido la gruesa madera. Pasó con cuidado por el agujero astillado que habían dejado, con la cabeza agachada para no arañarse en los tablones afilados; todo chorreaba agua pero aún se notaba el calor.

Miró al suelo nada más llegar al otro lado y enseguida localizó las huellas de color carmesí, que aparecían y desaparecían entre el humo negro que todavía flotaba en la habitación. Eran pisadas de bota, que bajaban la escalera y seguían hasta la puerta; la alfombra que tanto apreciaba su abuela se hallaba ahora manchada, y el corazón comenzó a latirle irregularmente impidiéndole casi respirar.

Allí había sucedido algo terrible y, mientras observaba el rastro sangriento, pensaba en su madre más que en ninguna otra cosa; quería abrazarla, sentir sus manos sobre la cabeza… Aspiró hondo, se enderezó y echó un vistazo alrededor.

Un sollozo le asaltó la garganta. Allí estaba su madre, sí, y también sus abuelos, prácticamente reducidos a cenizas, sobre un montón de madera que aún humeaba y despedía un olor nauseabundo de carne chamuscada. Las rodillas le flaquearon y apenas tuvo tiempo de quitarse el pañuelo antes de vomitar violentamente. Gritó y respiró con dificultad, y por fin logró controlarse un poco.

Tomó unas bocanadas del aire relativamente más fresco que circulaba a ras de suelo, se limpió la boca con la manga y volvió a ponerse el pañuelo alrededor de la cara. Entonces recordó unas palabras de su madre, que le sirvieron de oración y consuelo: «Perteneces a un linaje orgulloso; por una parte, eres nieto del gobernador de tu pueblo y, por otra, hijo de una raza fuerte, libre y mágica. Cuando los niños se burlen de ti a causa de tu nacimiento ilegítimo, sonríe por dentro y recuerda lo que te he dicho».

Aunque no deseaba hacerlo, dio unos pasos hacia los cadáveres humeantes. Estaba claro que habían asesinado a su familia, pero ¿quién lo había hecho? ¿Y cómo? Identificó sólo a tres: los dos de sus abuelos y el de su madre. La bilis se le subió de nuevo al paladar al ver las gargantas rebanadas, pero tragó con fuerza.

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