El vencedor está solo (34 page)

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Authors: Paulo Coelho

BOOK: El vencedor está solo
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Le mandó uno, dos, tres mensajes, pero Ewa no reaccionó. Sería muy fácil para ella intentar averiguar dónde se hospedaba. Cinco o seis llamadas a los hoteles no resolverán la situación, ya que se había registrado con un nombre y una profesión diferentes; pero el que busca encuentra.

Leyó las estadísticas: Cannes tiene solamente setenta mil habitantes; esa cifra generalmente se triplica durante el período del festival, pero las personas que llegan van siempre a los mismos lugares. ¿Dónde estaba ella? Hospedada en el mismo hotel que él, frecuentando el mismo bar, porque los había visto a los dos la noche anterior. Aun así, Ewa no caminaba por la Croisette en su busca. No llamaba a los amigos comunes, intentando saber dónde estaba él; al menos, uno de ellos tenía todos los datos, ya que Igor pensó que la que creía que era la mujer de su vida se pondría en contacto con él al saber que estaba tan cerca.

El amigo tenía instrucciones de decirle cómo podían verse, pero hasta el momento, absolutamente nada.

Se quita la ropa y entra en la ducha. Ewa no merecía todo aquello. Está casi seguro de que la verá esa noche, pero a cada momento que pasa eso parece perder importancia. Puede que su misión sea mucho mayor que simplemente recuperar el amor de la persona que lo ha traicionado, que dice cosas negativas sobre él. El espíritu de la chica de las cejas espesas hace que recuerde la historia contada por un viejo afgano en medio de una batalla.

La población de una ciudad en lo alto de una de las montañas desiertas de Herat, después de muchos años de desorden y malos gobernantes, está desesperada. No puede abolir la monarquía de repente y, al mismo tiempo, ya no soporta las muchas generaciones de reyes arrogantes y egoístas. Reúne a la Loya Jirga, como se denomina al consejo de sabios del lugar.

La Loya Jirga decide entonces que cada cuatro años elegirán a un rey, que tendrá el poder total y absoluto. Podría aumentar los impuestos, exigir obediencia total, escoger a una mujer diferente todas las noches para llevarla a su cama, beber y comer hasta más no poder. Se vestiría con las mejores ropas, montaría los mejores animales. En fin: cualquier orden, por absurda que fuese, sería acatada sin que nadie pudiera cuestionar su lógica ni su justicia.

Sin embargo, al final de esos cuatro años, sería obligado a renunciar al trono y a abandonar el lugar, llevando consigo sólo a su familia y la ropa que llevase puesta. Todos sabían que eso significaba la muerte en tres o cuatro días como máximo, ya que en ese valle no había nada salvo un inmenso desierto, congelado en invierno e insoportablemente caluroso en verano.

Los sabios de la Loya Jirga imaginan que nadie se atreverá a tomar el poder y podrán volver al antiguo sistema de elecciones democráticas. La decisión fue promulgada: el trono del gobernante estaba vacío, pero las condiciones para ocuparlo eran duras. En un primer momento, varias personas se animaron con la posibilidad. Un viejo con cáncer aceptó el desafío, pero murió de su enfermedad durante el mandato, con una sonrisa en la cara. Lo sucedió un loco, pero, debido a su estado mental, se fue cuatro meses después (lo había entendido mal) y desapareció en el desierto. A partir de entonces, empezaron a correr rumores de que el trono estaba maldito y nadie más decidió arriesgarse. La ciudad se quedó sin gobernante, se instaló la confusión, los habitantes comprendieron que había que olvidar las tradiciones monárquicas para siempre, y se prepararon para cambiar sus usos y sus costumbres. La Loya Jirga celebra la sabia decisión de sus miembros: no han obligado al pueblo a hacer una elección; sencillamente, eliminaron la ambición de aquellos que deseaban el poder a toda costa.

En ese momento aparece un joven, casado y padre de tres hijos.

—Acepto el cargo —dice.

Los sabios intentan explicarle los riesgos del poder. Le dicen que tiene familia, que aquello no era más que una invención para desanimar a los aventureros y a los déspotas. Pero el hombre se mantiene firme en su decisión. Y como es imposible volver atrás, la Loya Jirga no tiene más remedio que esperar otros cuatro años antes de llevar sus planes adelante.

El chico y su familia se convierten en excelentes gobernantes; son justos, distribuyen mejor la riqueza, bajan el precio de los alimentos, dan fiestas populares para celebrar los cambios de estación, estimulan el trabajo artesanal y la música. Sin embargo, todas las noches, una gran caravana de caballos deja el lugar arrastrando pesadas carretas cuyo contenido va cubierto por tejidos de yute, de modo que nadie puede ver lo que va dentro.

Y nunca regresan.

Al principio, los sabios de la Loya Jirga piensan que están saqueando el tesoro. Pero al mismo tiempo se consuelan con el hecho de que el chico nunca se haya aventurado más allá de las murallas de la ciudad; si lo hubiera hecho, si hubiera subido la primera montaña, habría descubierto que los caballos morían antes de llegar muy lejos (están en medio de uno de los lugares más inhóspitos del planeta). Se reúnen de nuevo, y dicen: «Dejemos que haga lo que quiera. En cuanto termine su reinado, vamos hasta el lugar en el que los caballos hayan caído exhaustos y los caballeros muertos de sed y lo recuperaremos todo.»Dejan de preocuparse y aguardan con paciencia.

Al final de los cuatro años, el chico es obligado a bajar del trono y a abandonar la ciudad. La población se rebela: ¡Hacía mucho tiempo que no tenían un gobernante tan sabio y tan justo!

Pero deben respetar la decisión de la Loya Jirga. El chico se dirige a su mujer y a sus hijos y les pide que lo acompañen.

—Lo haré —dice su mujer—, Pero al menos deja que nuestros hijos se queden aquí; podrán sobrevivir y contar tu historia.

—Confía en mí.

Como las tradiciones tribales son estrictas, la mujer no tiene más alternativa que obedecer a su marido. Montan en sus caballos, se dirigen a la puerta de la ciudad y se despiden de los amigos que han hecho mientras gobernaban el lugar. La Loya Jirga está contenta: incluso con todos esos aliados, el destino debe cumplirse. Nadie más se arriesgará a subir al trono, y las tradiciones democráticas serán por fin restablecidas.

En cuanto puedan, recuperarán el tesoro que para entonces debe de estar abandonado en el desierto, a menos de tres días de allí.

La familia se dirige en silencio hacia el valle de la muerte, los niños no entienden lo que pasa, y el joven parece estar sumido en sus pensamientos. Suben una colina, pasan todo el día cruzando una vasta planicie, y duermen en lo alto de la colina siguiente.

La mujer se despierta de madrugada: quiere aprovechar sus últimos dos días de vida para admirar las montañas de la tierra que tanto ama. Va hasta la cima y mira hacia abajo, hacia lo que cree que es una planicie absolutamente desierta. Y se lleva un sobresalto.

Durante cuatro años, las caravanas que partían por la noche no llevaban joyas ni monedas de oro.

Llevaban ladrillos, semillas, madera, tejas, especias, animales, objetos tradicionales para perforar el suelo y encontrar agua. Ante sus ojos hay otra ciudad, mucho más moderna y hermosa, funcionando.

—Éste es tu reino —le dice el joven, que se ha despertado y se ha reunido con ella—. Desde que conocí el decreto, sabía que era inútil corregir en cuatro años lo que siglos de corrupción y mala administración habían destruido. Pero estaba seguro de algo: era posible empezar de nuevo.

Está empezando de nuevo mientras el agua resbala por su cara. Por fin lo comprende porque la primera persona con la que realmente habló en Cannes está ahora a su lado, corrigiendo su camino, ayudándolo a hacer los ajustes necesarios, explicándole que su sacrificio no fue en balde ni tampoco innecesario. Por un lado, le hizo comprender que Ewa siempre fue una entidad perversa, a la que sólo le interesaba ascender socialmente, aunque eso significase abandonar a su familia.

«Cuando vuelvas a Moscú, intenta hacer deporte. Mucho deporte. Eso te ayudará a liberarte de las tensiones.»

Puede ver su rostro en las nubes de vapor generadas por el agua caliente. Nunca ha estado tan cerca de alguien como lo está ahora de Olivia, la chica de las cejas espesas.

«Sigue adelante. Aunque no estés convencido, sigue adelante; los designios de Dios son inescrutables, y a veces el camino no se ve hasta que uno echa a andar.»

Gracias, Olivia. ¿Está allí para mostrarle al mundo las aberraciones del presente, de las que Cannes es la suprema manifestación? No está seguro. Pero sea lo que sea, está allí por alguna razón, y esos dos años de tensión, planificación, miedo e inseguridades por fin tienen sentido.

Se imagina cómo será el siguiente festival: la gente va a necesitar tarjetas magnéticas incluso en las fiestas de la playa, habrá francotiradores en todos los tejados, cientos de policías de paisano mezclándose con la multitud, detectores de metal en las puertas de los hoteles, donde los grandes hijos de la Superclase tendrán que esperar hasta que la policía revise sus bolsas, les hagan quitarse los zapatos, les pidan que vuelvan porque han olvidado algunas monedas en el bolsillo y el dispositivo pita, les ordenen a los señores de pelo gris que levanten los brazos y los registren como a un vulgar criminal, lleven a las mujeres a la única caseta de lona instalada en la entrada —desentonando totalmente con la elegancia de siempre—, donde deberán esperar pacientemente en una fila para que las cacheen, hasta que la policía femenina descubra qué es lo que ha hecho que sonase la alarma: los aros metálicos de los sujetadores.

La ciudad mostrará su verdadero rostro. El lujo y el glamour serán sustituidos por la tensión, los insultos, las miradas indiferentes de los policías y el tiempo perdido. Un aislamiento cada vez mayor, esta vez, provocado por el sistema, no por la arrogancia de los elegidos. Costes prohibitivos que deberán afrontarlos contribuyentes por culpa de las fuerzas militares desplazadas a un simple balneario con el único objetivo de proteger a gente que trata de divertirse.

Manifestaciones. Trabajadores honestos protestando contra aquello que creen absurdo. El gobierno hace una declaración diciendo que empieza a considerar la posibilidad de cargarles los costes a la organización del festival. Los patrocinadores —que podrían correr con esos gastos— ya no están interesados, porque uno de ellos fue humillado por un agente de quinta categoría, que le mandó guardar silencio y respetar el sistema de seguridad.

Cannes se muere. Dos años más tarde se dan cuenta de que todo lo que han hecho para mantener la ley y el orden ha merecido la pena: ningún crimen durante el festival. Los terroristas ya no siembran el pánico.

Quieren volver atrás, pero es imposible; Cannes sigue muriendo. La nueva Babilonia es destruida. La Sodoma de los tiempos modernos desaparece del mapa.

Sale del baño con una determinación: cuando vuelva a Rusia, les dirá a sus empleados que averigüen el nombre de la familia de la chica. Les hará donaciones anónimas a través de bancos fuera de sospecha. Mandará a un escritor de talento que escriba su historia, y correrá con los gastos de las traducciones al resto del mundo.

«La historia de una chica que vendía objetos de artesanía, maltratada por su novio, explotada por sus padres, hasta que un día le entregó su alma a un desconocido y eso cambió una parte del planeta.»Abre el armario, coge la camisa inmaculadamente blanca, el esmoquin bien planchado, los zapatos hechos a mano. No tiene problemas con el nudo de la pajarita, lo hace al menos una vez a la semana.

Pone la televisión: es la hora de las noticias locales. El desfile por la alfombra roja ocupa gran parte del telediario, pero hay un breve reportaje sobre una mujer que ha sido asesinada en el muelle. La policía ha acordonado la zona, el chico que ha presenciado la escena (Igor presta atención, pero no tiene el más mínimo interés en vengarse de nada) dice que vio a una pareja de novios sentarse a hablar, el hombre sacó un pequeño estilete de metal y empezó a pasarlo por el cuerpo de la víctima. La mujer parecía contenta, por eso no llamó en seguida a la policía: estaba convencido de que era un juego.

«¿Cómo era?»

Blanco, de aproximadamente cuarenta años, con tal y tal ropa, de maneras delicadas.

No hay por qué preocuparse. Abre su portafolios de cuero y saca dos sobres. Una invitación para la fiesta que empezará dentro de una hora (aunque, realmente, todos saben que habrá un retraso de al menos noventa minutos) y donde sabe que se encontrará con Ewa: si ella no fue hasta él, paciencia, ahora es tarde. En cualquier caso, él irá a su encuentro. Menos de veinticuatro horas fueron suficientes para comprender con qué tipo de mujer se había casado y cómo había sufrido inútilmente durante dos años.

El otro es un sobre plateado, herméticamente cerrado, en el que se lee «Para ti» con una bonita caligrafía, que tanto podría ser femenina como masculina.

Los pasillos están vigilados por cámaras de vídeo, como es habitual en la mayoría de los hoteles hoy en día. En algún sótano del edificio hay una sala oscura, llena de monitores, donde un grupo de personas atentas anotan cada detalle de lo que sucede. Sus energías están puestas en todo lo que se salga de lo normal, como el hombre que hace unas horas subía y bajaba la escalera del hotel: enviaron a un agente para saber qué pasaba y recibieron como respuesta «ejercicio gratis». Como se hospedaba allí, el agente le pidió disculpas y se alejó.

Por supuesto, no se interesan por los huéspedes que entran en las habitaciones de otros y no salen hasta el día siguiente, generalmente después del desayuno. Eso es normal. No les interesa.

Los monitores están conectados a sistemas especiales de grabación digital; todo lo que ocurre en las dependencias públicas del hotel se almacena durante seis meses en un archivo del que sólo los gerentes tienen la llave. Ningún hotel del mundo quiere perder a su clientela porque algún marido celoso, con bastante dinero, ha conseguido sobornar a alguna de las personas que vigilan el movimiento de determinado ángulo del pasillo, y cedió (o vendió) el material a una revista de escándalos, tras presentar las pruebas ante la justicia y evitar que su mujer se beneficie de parte de su fortuna.

Si algún día sucediera algo así, sería un trágico golpe para el prestigio del establecimiento, que se distingue por su discreción y su habilidad. La tasa de ocupación sufriría inmediatamente un descenso radical; después de todo, si una pareja elige ir a un hotel de lujo es porque sabe que sus empleados nunca ven más allá de aquello para lo que están educados para ver. Si alguien pide que le lleven algo a la habitación, por ejemplo, el camarero entra con los ojos clavados en el carrito, tiende la cuenta para que se la firme la persona que ha abierto la puerta, y nunca, nunca, mira directamente a la cama.

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