El vencedor está solo (41 page)

Read El vencedor está solo Online

Authors: Paulo Coelho

BOOK: El vencedor está solo
10.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No es bueno para tu salud —comenta la mujer cubierta de diamantes, cuerpo esquelético, con un vaso de zumo en la mano.

—Lo malo para la salud es estar vivo —responde—. Siempre acaba en muerte, tarde o temprano.

Los hombres se ríen. Las mujeres miran al recién llegado con interés. Pero en ese momento, en el pasillo en el que se encuentra, a unos pocos metros de distancia, los fotógrafos vuelven a gritar:

—¡Hamid! ¡Hamid!

Aunque de lejos, y con la vista entorpecida por la gente que circula por el jardín, puede ver al modisto entrando con su compañera, esa que en el pasado hizo el mismo recorrido con él, en otros lugares del mundo, esa que agarraba su brazo con cariño, delicadeza, elegancia.

Antes incluso de poder respirar aliviado, algo lo hace mirar hacia el lado opuesto: un hombre entra por el otro lado del jardín, sin que ninguno de los de seguridad se lo impida y mueve la cabeza en todas las direcciones: estaba buscando a alguien, y no era a un amigo perdido de la fiesta.

Sin despedirse del grupo, vuelve a la barandilla donde todavía están las dos chicas hablando y coge la mano de la actriz. Dice una oración silenciosa a la chica de las cejas espesas; le pide perdón por haber dudado, pero los seres humanos son impuros, incapaces de comprender las bendiciones que tan generosamente reciben.

—¿No crees que vas demasiado rápido? —preguntó la actriz, sin la menor intención de mover el brazo.

—Creo que sí. Pero por lo que me has contado, parece que hoy las cosas se aceleran mucho en tu vida.

Ella rió. La chica triste también rió. El policía pasó sin prestarles atención; sus ojos se detenían en los hombres de aproximadamente cuarenta años, de pelo grisáceo.

Pero que estaban solos.

21.20 horas

Los médicos observan las pruebas con resultados totalmente diferentes de aquello que creen que es la enfermedad, y entonces deben decidir si creer en la ciencia o en el corazón. Con el paso del tiempo prestan más atención a su instinto, y ven que los resultados mejoran.

Grandes hombres de negocios que estudian gráficos y más gráficos acaban vendiendo o comprando exactamente lo contrario a la tendencia del mercado, y se hacen más ricos.

Los artistas escriben libros o hacen películas de los que todo el mundo dice «eso no va a salir bien, nadie habla de esos temas», y acaban convirtiéndose en iconos de la cultura popular.

Líderes religiosos utilizan el miedo y la culpa en vez del amor, que teóricamente sería la cosa más importante del mundo; sus iglesias se llenan de fieles.

Todos contra la tendencia general, salvo un grupo: el de los políticos. Ésos quieren agradar a todos, y siguen el manual de actitudes correctas. Acaban teniendo que renunciar, disculparse, desmentir.

Morris abre una ventana tras otra en su ordenador. Y nada tiene que ver con la tecnología, sino con la intuición. Ha hecho lo mismo con el índice Dow Jones pero, aun así, no está contento con los resultados. Mejor concentrarse un poco en los personajes que han convivido con él durante gran parte de su vida.

Ve una vez más el vídeo en el que Gary Ridgway, el Asesino de Green River, cuenta con voz tranquila cómo mató a cuarenta y ocho mujeres, casi todas ellas prostitutas. No relata sus crímenes porque desea la absolución de sus pecados, o porque quiere aliviar el peso de su conciencia; el fiscal le ha ofrecido cambiar el riesgo de una condena de muerte por la cadena perpetua. Es decir, a pesar de haber actuado tanto tiempo con impunidad, no dejó pruebas suficientes que lo comprometan. Pero tal vez ya está cansado o aburrido de la tarea macabra que se propuso realizar.

Ridgway. Trabajo estable como pintor de carrocerías de camión, que sólo es capaz de recordar a las víctimas si las relaciona con sus días de trabajo. Durante veinte años, a veces con más de cincuenta detectives siguiendo sus pasos, siempre consiguió cometer otro crimen sin dejar firmas ni pistas.

«No era una persona muy brillante, dejaba mucho que desear en su trabajo, no tenía una gran cultura, pero era un asesino perfecto», dice uno de los detectives en el vídeo.

Es decir, nació para eso. Tenía domicilio fijo. Su caso llegó a ser archivado como irresoluble.

Ya ha visto ese vídeo cientos de veces en toda su vida. Normalmente suele inspirarlo para resolver otros casos, pero hoy no surte efecto. Cierra la ventana, abre otra, con la carta del padre de Jeffrey Dahmer, el Carnicero de Milwaukee, responsable de la muerte y descuartizamiento de diecisiete hombres entre los años 1978 y 1991: «Por supuesto que no me podía creer lo que la policía decía sobre mi hijo. Muchas veces me senté a la mesa que utilizó como lugar de descuartizamiento y altar satánico. Cuando abría su nevera, sólo veía algunas botellas de leche y latas de soda. ¿Cómo es posible que el niño que llevé en mis brazos tantas veces y el monstruo que salía en todos los periódicos pudieran ser la misma persona? Ah, si yo estuviera en el lugar de los otros padres que en julio de 1991 recibieron la noticia que más temían (sus hijos no sólo habían desaparecido, sino que habían sido asesinados). En ese caso, podría visitar la tumba en la que reposaban sus restos, guardar su memoria. Pero no: mi hijo estaba vivo, y era el autor de esos horribles crímenes.»

Altar satánico. Charles Manson y su «familia». En 1969, tres jóvenes entran en la casa de una celebridad del cine y matan a todos los que están allí, incluso a un muchacho que salía en ese momento. Otros dos asesinatos al día siguiente, esta vez, una pareja de empresarios.

«Yo solo podría asesinar a toda la humanidad», dice. Mira por enésima vez la foto del mentor de los crímenes sonriendo a la cámara, rodeado de amigos hippies, incluso un famoso músico del momento. Todos fuera de sospecha, siempre hablando de paz y amor.

Cierra todos los archivos abiertos en su ordenador. Manson es el más cercano a lo que está sucediendo ahora: cine, víctimas conocidas... Una especie de manifiesto político contra el lujo, el consumismo, la celebridad. A pesar de ser el mentor de los crímenes, nunca estuvo en el lugar en el que fueron perpetrados; utilizaba a sus adeptos para ello.

No, la pista no está ahí. Y, a pesar de los correos electrónicos que ha enviado explicando que no puede tener respuestas en tan poco tiempo, Morris empieza a notar que tiene los mismos síntomas que los demás detectives, en todas las épocas, han tenido respecto a los asesinos en serie: el caso pasa a ser algo personal.

Por un lado, un hombre que tal vez tiene otra profesión, debe de haber planeado los crímenes por las armas que usa, pero no conoce la capacidad de la policía local, actúa en un terreno totalmente desconocido. Un hombre vulnerable. Por otro lado, la experiencia de varios órganos de seguridad acostumbrados a lidiar con todas las aberraciones de la sociedad.

Aun así, incapaz de interrumpir la senda asesina de un simple aficionado.

No debería haber atendido la llamada del comisario. Decidió vivir en el sur de Francia porque el clima era mejor, la gente más divertida, el mar siempre está cerca, y esperaba que aún le quedasen muchos años por delante para disfrutar de los placeres de la vida.

Dejó su departamento en Londres cuando lo consideraban el mejor de todos. Y ahora, al dar un paso equivocado, su fallo llegaría a los oídos de todos sus colegas, y ya no podría disfrutar de la merecida fama alcanzada con mucho trabajo y dedicación. Dirán: «Intentó compensar sus deficiencias, ya que fue la primera persona en insistir para que instalasen los ordenadores en nuestro departamento. A pesar de toda la tecnología que tiene a su alcance, es viejo e incapaz de seguir los desafíos de los nuevos tiempos.»Presiona la tecla correcta: apagar. La pantalla se apaga tras mostrar el logotipo de la marca de software que utiliza. Dentro de la máquina, los impulsos electrónicos desaparecen de la memoria fija, y no dejan ningún sentimiento de culpa, remordimiento ni impotencia.

Pero su cuerpo no tiene botones semejantes. Los circuitos de su cerebro siguen funcionando, repitiendo siempre las mismas conclusiones, intentando justificar lo injustificable, provocando daños en su autoestima, convenciéndolo de que sus colegas tienen razón: puede que su instinto y su capacidad de análisis se hayan visto afectados por la edad.

Camina hasta la cocina, pone la cafetera, que le está dando problemas. Anota mentalmente lo que pretende hacer: como cualquier electrodoméstico actual, resulta más barato tirarla y comprar otra a la mañana siguiente.

Por suerte, esta vez funciona y se bebe el café sin prisa. Gran parte de su día consiste en presionar teclas: ordenador, impresora, teléfono, luz, fogón, cafetera, fax.

Pero ahora tiene que presionar la tecla correcta en su mente: «No merece la pena releer los documentos enviados por la policía. Piensa diferente. Haz una lista, aunque sea repetitiva»:

  1. el criminal tiene cultura y sofisticación suficientes, al menos, en lo que a armas se refiere. Y sabe cómo utilizarlas
  2. no es de la región, o habría escogido una época mejor y un lugar con menos policía;
  3. no deja una firma clara. Es decir, no quiere que lo identifiquen. Aunque eso parece obvio, las firmas en los crímenes son una manera desesperada del Médico para intentar evitar los males causados por el Monstruo, la manera de decirle el doctor Jekyll a mister Hyde: «Por favor, detenme. Soy un mal para la sociedad y no puedo controlarme»;
  4. como fue capaz de acercarse al menos a dos víctimas, mirarlas a los ojos, conocer un poco su historia, está acostumbrado a matar sin remordimientos. Por tanto, debió de participar en alguna guerra;
  5. debe de tener dinero, bastante dinero, no porque Cannes sea muy caro durante los días del festival, sino por el coste de la elaboración del sobre con cianuro. Morris calcula que habrá pagado alrededor de cinco mil dólares: 40 por el veneno, y 4.460 por la manera de acondicionarlo;
  6. no forma parte de las mafias de la droga, del tráfico de armas ni otras cosas por el estilo, o ya estaría controlado por la Europol. Al contrario de lo que piensan la mayoría de esos criminales, siguen en libertad porque todavía no ha llegado el momento adecuado de encerrarlos tras las rejas de una cárcel. En sus grupos hay agentes infiltrados de agentes pagados a precio de oro;
  7. como no quiere que lo detengan, toma todas las precauciones. Pero no puede controlar su inconsciente, y sigue —sin querer— unas pautas determinadas;
  8. es una persona absolutamente normal, incapaz de levantar sospechas, probablemente dulce y afable, capaz de ganarse la confianza de los que atrae a la muerte. Pasa algún tiempo con sus víctimas, dos de ellas del sexo femenino, mucho más desconfiado que los hombres,
  9. y no escoge a sus víctimas: pueden ser hombres, mujeres, de cualquier edad, de cualquier posición social.

Morris para un momento. Algo de lo que ha escrito no encaja muy bien con el resto.

Lo relee todo dos o tres veces. En la cuarta lectura, se da cuenta:

c. no deja una firma clara. Es decir, no quiere que lo identifiquen.

Entonces, el asesino no está intentando limpiar el mundo como Manson, no pretende purificar su ciudad como Ridgway, no quiere satisfacer el apetito de los dioses, como Dahmer. Gran parte de los criminales no desean que los detengan, pero sí que los identifiquen. Algunos, para salir en los titulares de los periódicos, conseguir la fama, la gloria, como el Asesino del Zodíaco o Jack el Destripador (puede que piensen que sus nietos se sentirán orgullosos de lo que han hecho al descubrir un diario lleno de polvo en el sótano de su casa). Otros tienen una misión que cumplir: sembrar el terror y acabar con las prostitutas, por ejemplo. Los psicoanalistas concluyen al respecto que los asesinos en serie que dejan de matar de un momento a otro actúan así porque el mensaje que pretendían enviar ya ha sido recibido.

Sí. Ésa es la respuesta. ¿Cómo no había pensado en eso antes?

Por una sencilla razón: porque lanzaría la búsqueda policial en dos direcciones opuestas: la del asesino y la de la persona a la que desea enviar el mensaje. Y en el caso de Cannes, mata con mucha rapidez: Morris está casi seguro de que desaparecerá en breve, en cuanto el mensaje sea entregado.

Como máximo, dos o tres días. Y, al igual que algunos de los asesinos en serie cuyas víctimas no tienen características en común, el mensaje debe de ir destinado a una persona.

Sólo a una persona.

Vuelve al ordenador, lo enciende otra vez y le envía un mensaje tranquilizador al comisario: «No se preocupe, los crímenes cesarán abruptamente, antes de que termine el festival.»

Sólo por el placer de correr riesgos, le envía una copia a un amigo de Scotland Yard para que sepa que Francia lo respeta como profesional: le han pedido ayuda y se la ha dado. Todavía es capaz de llegar a conclusiones profesionales que más adelante se verá que son acertadas. No es tan viejo como quieren hacerle creer.

Su reputación está en juego, pero está seguro de lo que acaba de escribir.

22.19 horas

Hamid apaga el móvil; no le interesa lo más mínimo lo que sucede en el resto del mundo. En la última media hora, su teléfono se ha visto inundado de mensajes negativos.

Todo eso es una señal para que deje de una vez esa idea absurda de hacer una película. Se ha dejado llevar por la vanidad, en vez de escuchar los consejos del jeque y de su mujer. Por lo visto, está perdiendo el contacto consigo mismo: el mundo del lujo y el glamour lo está envenenando, ¡a él, que siempre se creyó inmune a eso!

Basta. Mañana, cuando todo esté más tranquilo, convocará a la prensa mundial allí presente para decir que, a pesar de que ya ha invertido una cantidad razonable en la producción del proyecto, lo va a interrumpir porque «era un sueño común de todos los que estaban involucrados, pero uno de ellos ya no está entre nosotros». Seguramente algún periodista querrá saber si tiene otros proyectos en mente. Le responderá que todavía es pronto para hablar de eso, «tenemos que respetar la memoria del que se ha ido».

Es evidente que lamentaba, como cualquier ser humano con un mínimo de decencia, el hecho de que el actor que acababa de contratar hubiera muerto envenenado, y que el director que había escogido estuviera en el hospital, afortunadamente, sin que su vida corriera peligro. Pero ambas cosas contenían un mensaje bien claro: nada de cine. No es su sector, perdería dinero sin ganar nada a cambio.

Other books

Schrödinger's Gun by Ray Wood
An Undomesticated Wife by Jo Ann Ferguson
Deadly Consequences by Lori Gordon
Rival by Penelope Douglas
The Lady Is a Thief by Heather Long
Kentucky Hauntings by Roberta Simpson Brown
El arte de amargarse la vida by Paul Watzlawick