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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (34 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Se puso las botas, bostezando. A su alrededor, otros durmientes roncaban, se revolvían y rezongaban sobre las desvencijadas camas. Estaba en uno de los grandes cobertizos que rodeaban la ciudadela en el extremo sur del dique de Ormann, pues muchos de ellos, construidos para albergar las provisiones de la guarnición, estaban vacíos y se habían transformado en dormitorios donde los refugiados menos resistentes podían dormir a cubierto de la lluvia.

Pero él ya no era un refugiado. Volvía a llevar el uniforme de «sangre y moratones», con la faja de alférez bajo el cinturón y media armadura guardada bajo la cama. Lo habían asignado al personal de Pieter Martellus como una especie de asesor. Parecía que le hubieran ascendido, y la idea hizo que la boca se le torciera en una sonrisa amarga.

Cargó con la armadura y avanzó ruidosamente hacia uno de los parapetos, para respirar el aire y ver qué les deparaba el día.

Amanecía. El sol se elevaba en un cielo inmaculado. Si daba la espalda a la luz del cielo en el este casi podía distinguir la línea blanca del horizonte que era la cordillera de las Címbricas, a ochenta leguas al suroeste. Más allá de las Címbricas estaba Perigraine, más allá de Perigraine las montañas de Malvennor, más allá Fimbria y finalmente el mar Hebrio. Normannia, la tierra de la fe, como la llamaban los clérigos a veces. No parecía tan grande cuando uno la consideraba de aquel modo, cuando un hombre podía imaginar que era capaz de abarcar todo el reino de Torunna de un solo vistazo a la luz del alba.

Dirigió la mirada a lugares más cercanos, contemplando la línea iluminada por el sol del río Searil y la extensión de la fortaleza que corría junto a él. Millas de dique, murallas, empalizadas y revestimientos a prueba de artillería. Las murallas zigzagueaban para que los artilleros pudieran cubrir las vías de acceso con fuego cruzado si el enemigo llegaba a atravesar el Searil y asaltaba el propio dique. Su aspecto era extraño y poco natural a la luz de la mañana, y las torres de ángulos agudos, que interrumpían su longitud cada trescientas yardas, parecían monumentos a los caídos en alguna batalla titánica e inmemorial.

Al este, al otro lado del Searil, la barbacana oriental se extendía sobre la tierra como una estrella oscura. Sus murallas se abrían en puntas afiladas, y, en su interior, las hogueras de los refugiados de Aekir empezaban a parpadear y ahuyentar las sombras. Tras ella, una colección de murallas y torres menos fuertes y altas protegían el acceso al puente principal, y al otro lado del Searil se encontraba la isla, llamada así porque estaba rodeada por el río al este y por el dique al oeste. Allí se elevaba otra fortaleza en miniatura, conectando el puente sobre el Searil con el que cruzaba el dique. Había otros dos puentes de madera más pequeños, fácilmente destruibles, que cruzaban el dique al norte y al sur del puente principal. Servían para colaborar en el despliegue de tropas durante las salidas, o para permitir que los defensores de la isla se retiraran con más rapidez si ésta era arrollada.

Al oeste del dique se encontraba la fortaleza propiamente dicha. Las Murallas Largas se extendían durante una legua entre las grietas y acantilados de las elevaciones que rodeaban el Searil por el norte y el sur. La ciudadela donde se encontraba Corfe estaba construida sobre un saliente de una de aquellas colinas. Allí tenía Martellus su puesto de mando. Un general situado en aquel punto podía contemplar todo el campo de batalla y distribuir a sus hombres como piezas sobre un tablero de juego, observando sus marchas y contramarchas bajo sus pies.

Finalmente, más al oeste, más allá de los edificios y complejos de la fortaleza, la sombra oscura del principal campo de refugiados cubría la tierra, y de ella emanaba una niebla como el calor corporal de un animal durmiente. Casi doscientas mil personas estaban acampadas allí, aunque día tras día se marchaban por millares para continuar su éxodo hacia el oeste. Martellus había conseguido reclutar a unos cuatro mil voluntarios entre los más jóvenes de la multitud, pero eran hombres sin entrenar y desmoralizados. No se podría confiar demasiado en ellos.

Un hombre por cada pie de muralla a defender, aconsejaban los manuales militares. Aunque un hombre ocupaba en realidad una yarda de muralla, el segundo actuaría como reserva y el tercero permanecería a un lado para una posible salida. Martellus no tenía hombres para permitirse aquellos lujos.

Tres mil hombres en la barbacana oriental. Dos mil en la isla. Cuatro mil en las Murallas Largas. Mil en la ciudadela. Dos mil más reservados para una posible salida. Los cuatro mil voluntarios civiles estarían preparados tras las murallas del oeste. Los enviarían a las almenas en cuanto el asalto empezara a devorar defensores.

Era imposible. El dique de Ormann era considerado la fortaleza más resistente del mundo, pero necesitaba una guarnición adecuada. Lo que tenían era un esqueleto, una fuerza de mantenimiento, nada más. Con un general como Shahr Baraz al mando de los atacantes, cabían pocas dudas sobre el resultado de la batalla que se avecinaba.

«Pero esta vez», se dijo a sí mismo Corfe, «no huiré. Caeré con el dique, cumpliendo con mi deber como debí hacer en Aekir.»

Corfe desayunó en uno de los refectorios, una comida frugal compuesta de galleta militar, queso duro y cerveza aguada. No había problemas con las líneas de aprovisionamiento del dique (la ruta hacia Torunn continuaba abierta), pero Martellus también tenía que alimentar a los refugiados tan bien como pudiera. Corfe consideraba que aquél era el motivo de que tantos de ellos permanecieran en los alrededores de la fortaleza. De haber estado al mando, Corfe habría dejado de repartirles raciones días atrás para que se marcharan, pero ya no respondía a los mismos impulsos que había sentido antes de la caída de Aekir. Martellus el León era un hombre compasivo, pese a la dureza de su exterior.

«Y eso es una suerte para mí», pensó Corfe. «Los demás oficiales me habrían colgado allí mismo por desertor.»

Se unió a su general sobre las Murallas Largas, donde lo rodeaban un grupo de oficiales de estado mayor y asistentes, todos ellos vestidos con media armadura y mirando al este, hacia el Searil y la tierra de la otra orilla. Habían instalado una mesa cubierta de mapas y listas, con piedras para proteger los pergaminos de la fuerza de la brisa. Era una hermosa mañana, y el sol doraba la antigua piedra de las almenas, lanzando largas sombras desde los extremos más lejanos. El resplandor prendía en los charcos esparcidos por el campo y los iluminaba como monedas.

—Allí —dijo Martellus, señalando al otro lado del río.

Corfe miró en aquella dirección. Pudo ver una hilera de jinetes descendiendo por una de las colinas más lejanas, con sus pendones al viento y los exploradores en los flancos y la retaguardia. Habría unos doscientos.

—El perro insolente —dijo con calor uno de los oficiales.

—Sí. Le encanta cabalgar bajo nuestras narices. Un personaje presumido, ese comandante merduk. Pero esto es sólo una fuerza de exploración. Caballería ligera, ¿veis? Ni un destello de metal o malla, y caballos sin protección. Ha venido a echarnos un vistazo.

Hubo un estampido hueco que sobresaltó la mañana, una columna de humo blanco en la barbacana oriental, y un momento después la erupción de una flor de fuego en la ladera, por debajo de los jinetes, que se detuvieron. Martellus sonrió como un gato al ver al ratón.

—El joven Andruw siempre ha sido muy nervioso.

—¿Preparamos una salida para ahuyentarlos? —preguntó uno de los oficiales.

—Sí. No tengo ganas de facilitarles las misiones de inteligencia. Di a Ranafast que prepare dos escuadrones, nada más. Y que trate de capturar algún prisionero. Nos hace falta información, tanto como a ellos.

—Se lo diré —dijo Corfe de inmediato y, antes de que nadie pudiera responderle, bajó corriendo de las almenas.

Ranafast era el comandante de los quinientos jinetes que poseía la guarnición. Un cuarto de hora después de que Corfe llegara junto a él, estaban saliendo de la barbacana oriental al frente de dos escuadrones. Ciento sesenta hombres con media armadura, portando lanzas y pistolas de mecha lenta. Iban montados en los gruesos caballos de guerra torunianos, de capas negras y oscuras, mucho mayores que las bestias de los jinetes merduk, que preferían los pequeños ponis de las estepas y montañas para su caballería ligera.

Los dos escuadrones se abrieron en abanico, vitoreados por los ocupantes de la barbacana oriental, y ascendieron por las laderas del otro lado del río a un trote rápido y agotador.

Corfe llevaba mucho tiempo sin montar a caballo. Originalmente, había pertenecido a la caballería pesada, cuando el asedio de Aekir aún no había vuelto inútiles a los jinetes de la ciudad. Volver a formar parte de un escuadrón en movimiento, bajo el estruendo de los pendones de las lanzas, lo retrotrajo a su vida anterior.

—Quédate cerca de mí, alférez —gritó Ranafast.

Era un hombre maduro de aspecto demacrado, cuyo rostro aguileño quedaba casi oculto por el yelmo de caballería toruniano.

—¡Pistolas fuera! —ordenó el comandante de caballería, y las lanzas se encajaron en las sillas y las ranuras de los estribos. Los hombres sacaron las pistolas, ya humeantes, de las fundas de las sillas—. ¡Hacia el este, muchachos! Primero nos acercaremos. ¡Hay que asegurarse de que están a tiro!

La línea de jinetes avanzó con firmeza, aunque a los caballos les costaba un poco luchar contra la pendiente. Cintas de humo de pólvora flotaban colina abajo en incontables hileras desde las relucientes mechas lentas de las pistolas. La caballería merduk parecía algo desordenada. Había grupos avanzando en distintas direcciones, como si no tuvieran un curso de acción definido.

Los torunianos se acercaron con estrépito, hombres pesados sobre caballos pesados, una masa de hierro y músculos. Ranafast levantó la voz.

—¡Corneta, toca a la carga!

El corneta se llevó a los labios el corto instrumento y tocó una serie de siete notas, cada vez más agudas, que erizaron el vello de la nuca de Corfe. Los escuadrones pasaron al medio trote.

En la cima de la colina, los merduk seguían moviéndose con lo que a Corfe le pareció una confusión inexplicable, hasta que oyó los estampidos por encima del ruido del avance toruniano, y distinguió las explosiones que pinchaban las laderas detrás del enemigo. Los artilleros de la fortaleza tenían a los merduk a tiro y disparaban más allá de modo deliberado, impidiendo a los veloces jinetes huir ante la llegada de la caballería toruniana.

Corfe desenvainó el sable, pues no llevaba lanza ni pistolas, y se inclinó sobre la silla para evitar las afiladas lanzas merduk.

Estaban en la cima. Los merduk se alejaban desordenadamente por un terreno lleno de agujeros humeantes, caballos muertos y hombres heridos. Los artilleros del fuerte estaban desplazando sus disparos hacia el este, siguiendo la huida del enemigo.

Y los torunianos les cayeron encima. Los cañones habían retenido al enemigo el tiempo suficiente para que llegaran los caballos más pesados. Los torunianos dispararon sus pistolas, entre un gran estruendo, humareda y llamas, y luego se lanzaron al galope con las lanzas en ristre.

No hubo sensación de impacto, ningún choque demoledor. Los torunianos se fundieron con la retaguardia de los merduk y empezaron a alancearlos desde atrás. Corfe eligió a un hombre montado en un caballo herido, pasó al galope junto a él y se llevó gran parte de su cabeza con un golpe de sable brutal y satisfactorio. Se echó a reír, buscando una nueva presa, pero su caballo ya se estaba fatigando. Consiguió cortar los cuartos traseros de un poni merduk y derribar a su jinete de la silla, pero cuando miró a su alrededor vio que los escuadrones torunianos estaban al otro lado de la colina. Había perdido de vista la fortaleza, y la caballería estaba desperdigada, con cada uno de sus hombres absorto en sus persecuciones privadas. Ranafast y su corneta se habían detenido y tocaban a reformar, pero los excitados hombres sobre sus fatigadas monturas tardaron en responder. Era la primera oportunidad para muchos de ellos de infligir algo de daño al enemigo tras varias semanas, y querían aprovecharla al máximo.

Una línea de caballería merduk, de quinientos hombres, apareció sobre la cresta de la colina más cercana.

—¡Sangre del Santo! —jadeó Corfe.

Los torunianos más alejados fueron rodeados por pequeños grupos mientras la línea merduk se acercaba al medio galope. El corneta tocaba a retirada frenéticamente, y otros jinetes empezaron a volverse y huir por donde habían venido.

—¡Una maldita emboscada! —gritó Ranafast. Había perdido el yelmo y parecía casi enloquecido de ira.

—Si volvemos al otro lado de la colina, los artilleros del fuerte podrán cubrirnos la retirada —le dijo Corfe.

—No lo conseguiremos; al menos, no todos juntos. Sálvese quien pueda. Regresa al río, alférez. Ésta no es tu guerra.

Corfe se irritó.

—¡Es tan mía como de cualquier otro!

—Entonces salva el pellejo para volver a luchar. No hay vergüenza en huir de esta batalla.

Reunieron a los hombres que pudieron y libraron una batalla de retaguardia ascendiendo la ladera por la que habían bajado al galope unos minutos antes. Por suerte, los merduk no tenían armas de fuego, de modo que los torunianos podían volverse en la silla y disparar ráfagas con las pistolas de vez en cuando para hostigar al enemigo y entorpecer la persecución. En cuanto el dique de Ormann volvió a estar a la vista, se lanzaron al galope hacia la puerta este mientras los artilleros abrían fuego contra la caballería merduk que los perseguía. Lo consiguieron por muy poco, y Ranafast regresó a la fortaleza con apenas cien hombres, una pérdida que no podían permitirse. En cuanto los merduk vieron que la caballería toruniana volvía a estar tras las murallas del dique, detuvieron la persecución y salieron del alcance de los cañones.

Ranafast y Corfe desmontaron tras cruzar los puentes hacia las Murallas Largas. Los torunianos supervivientes estaban taciturnos y pensativos tras su difícil escapatoria.

—Bueno, ahora sabemos el número de la fuerza de reconocimiento enemiga —gruñó Ranafast—. Me han pillado como a un novato, maldita sea. ¿Cómo te llamas, alférez?

—Corfe.

—¿De modo que perteneces al personal de Martellus? Bueno, si alguna vez quieres volver a la silla, házmelo saber. Lo has hecho bien ahí fuera, y me faltan oficiales. —Y el comandante de caballería se alejó, guiando a su exhausto caballo. Corfe se lo quedó mirando, estupefacto.

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