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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Año del Santo de 551. Normannia es un continente dividido. En oriente, las noticias no pueden ser peores: la ciudad de Aekir, centro espiritual de las Monarquías de Dios, ha caído ante los embates del sultán de Ostrabar y sus feroces merduk. El legendario comandante John Mogen ha perecido en la defensa, y el sumo pontífice de la fe ramusiana ha desaparecido y se presume que también ha muerto. Ahora sólo queda reagrupar a las fuerzas defensivas desbandadas, y elegir el lugar donde presentar la última resistencia. Mientras, en el otro extremo del continente, la represión religiosa de la orden inceptina siembra el terror en el próspero reino marítimo de Hebrion. Sus víctimas: aquéllos que practican las artes mágicas del dweomer o, simplemente, son extranjeros sospechosos de desafecto hacia la verdadera fe. En medio de este caos surge la figura de Richard Hawkwood, un experto marino curtido en mil travesías y elegido por el rey de Hebrion para capitanear una misión inaudita: navegar hacia el extremo oeste del mundo, en busca del fabuloso continente occidental, con un cargamentoPAUL KEARNEY de magos exiliados a bordo. El viaje promete ser inolvidable.

Paul Kearney

El viaje de Hawkwood

Las monarquías de Dios - 1

ePUB v1.1

libra_861010
12.06.12

Título original:
Hawkwood's Voyage

Paul Kearney, 1995.

Traducción: Nuria Gres

Ilustraciones: Alejandro Colucci

Diseño/retoque portada: Alejandro Terán

Editor original: libra_861010 (v1.1)

Reporte erratas: LENNY

Para el grupo de Museum Road: John, Dave,

Sharon, Félix y Helen; y para la doctora Marie

Cahir, mi compañera en todas las cosas.

Los que descienden al mar en naves,

para traficar en las aguas inmensas,

ellos han visto las obras del Señor,

y sus maravillas en las profundidades.

Salmos, 107:23-24

Prólogo

Año del Santo 422

La brisa del noroeste empujaba un barco de muertos hacia la costa, con las gavias izadas y las vergas aún preparadas para recibir el viento de mar abierto, perdido largo tiempo atrás. Los hombres de los chinchorros fueron los primeros en avistarlo, la víspera del día de San Beynac. Se escoraba pesadamente, incluso en el leve oleaje, y, al amainar la brisa, las velas que le quedaban se estremecieron y aletearon.

Era un día de un azul perfecto; el mar y el cielo eran reflejos mutuos, enormes y regulares. Unas cuantas gaviotas revoloteaban expectantes en torno a las redes llenas de plata que las tripulaciones de los chinchorros izaban tan rápido como podían, y un banco de oyvipos centelleantes jugueteaba a babor; un mal presagio. Se decía que en el interior de cada uno aullaba el alma de un hombre ahogado. Pero el viento era suave, y el bajío enorme y visible como una gran sombra bajo el casco, parpadeando de vez en cuando con el lomo brillante de algún pez. Los hombres llevaban allí desde la guardia de mañana, llenando sus redes gracias a la abundancia incierta del mar, con la línea oscura de la costa hebrionesa convertida en una leve insinuación tras su hombro derecho.

El capitán de un chinchorro se protegió los ojos, hizo una pausa y contempló el mar, con unos ojos como piedras azules centelleantes sobre cuero arrugado y la barbilla erizada de vello pálido como el tallo de una ortiga. El resplandor del agua se reflejó en las cuencas de sus ojos.

—Eso sí que es extraño —murmuró.

—¿Qué, padre?

—Un galeón, muchacho, y parece que procede de alta mar. Pero la lona está hecha trizas y colgada de las vergas, y veo una braza suelta. Y, si no me equivoco, va lleno de agua. Le ha ocurrido algo, desde luego. ¿Y su tripulación? Marineros de agua dulce.

—Tal vez estén muertos, o agotados —dijo su hijo, muy interesado.

—Tal vez. O puede que hayan enfermado de la plaga que dicen que asóla las tierras de oriente. La maldición de Dios sobre los infieles.

Los demás hombres del chinchorro hicieron una pausa al oírlo, contemplando con aire lúgubre el bajel que se acercaba. El viento viró un punto (notaron que se desviaba hacia un lado) y el extraño barco perdió velocidad. Podían ver su casco y sus castigados mástiles negros contra aquella incierta banda de horizonte que no es ni cielo ni mar. El agua goteaba de las manos de los hombres; los peces se sacudían débilmente en las redes, olvidados y moribundos. Las gotitas de sudor se acumulaban en las narices y escocían en los ojos; había sal por todas partes, incluso en la propia humedad corporal. Miraron a su capitán.

—Si toda la tripulación ha muerto, el barco y su contenido pertenecen a quien los encuentre —dijo un hombre.

—Es un barco de mal agüero, llegando así del oeste sin ningún signo de vida a bordo —murmuró otro—. Allí no hay nada más que miles de leguas de mar desconocido, y más allá el fin del mundo.

—Puede haber hombres vivos a bordo que necesiten ayuda —dijo el capitán con firmeza. Su hijo lo miró con los ojos muy abiertos. Durante un instante, las miradas de toda su tripulación permanecieron fijas en su rostro. El capitán las sintió como sentía el calor del sol, pero su rostro arrugado no reveló nada mientras tomaba su decisión.

—Nos acercaremos. Jakob, iza el trinquete para dar la vuelta. Gorm, recoge esas redes y avisa a los demás botes. Que se queden aquí. Es un buen bajío, demasiado bueno para dejarlo pasar.

La tripulación se dirigió a sus tareas; algunos hombres estaban enfurruñados y otros excitados. El chinchorro tenía dos palos, el de mesana a popa del timón. Tendría que barloventear hacia la brisa de tierra para abordar el galeón. Los hombres de los demás botes dejaron de recoger sus capturas para observar mientras el chinchorro se acercaba a su destino. El bajel recibía el oleaje de costado, inclinándose a estribor mientras las olas rompían en su lado de barlovento. Cuando el chinchorro se hubo aproximado lo suficiente, su tripulación empuñó los pesados remos mientras el capitán y algunos otros permanecían en la regala, listos para efectuar el peligroso salto hasta la borda del galeón.

El bajel se elevaba por encima de ellos, como un gigante amenazador, con el cordaje móvil suelto, la verga latina de su mesana convertida en un simple muñón, y las gruesas cintas que bordeaban su costado rotas y astilladas como si se hubiera deslizado por un lugar muy estrecho. No había señales de vida, y el saludo del capitán no recibió respuesta. Subrepticiamente, los remeros se detuvieron en su tarea para trazar el Signo del Santo sobre su pecho.

El capitán saltó, gruñó al recibir el impacto del costado del galeón, trepó sobre la barandilla y se detuvo, jadeante. Los demás lo siguieron, dos de ellos con los puñales entre los dientes como si esperaran tener que abrirse camino luchando. Y entonces el chinchorro se separó del barco, mientras el segundo de a bordo viraba a babor. Se pondría al pairo, manteniendo el viento en la amura de barlovento y aguantando la brisa. El capitán lo saludó con la mano mientras se alejaba.

El galeón estaba algo hundido en el agua y el viento castigaba los castillos de proa y popa. No había más sonido que el siseo y los lamidos del mar, el crujido de la madera y las sogas, y los golpes de un barril desfondado que rodaba adelante y atrás en los imbornales. El capitán levantó la cabeza al captar el hedor de la corrupción. Sus ojos encontraron la mirada experta del viejo Jakob. Intercambiaron una señal de asentimiento. Había muerte a bordo, cadáveres pudriéndose en algún lugar.

—Que el bendito Ramusio nos proteja, espero que no sea la plaga —dijo un hombre con voz ronca, y el capitán hizo una mueca.

—Cierra la boca, Kresten. A ver qué podéis hacer Daniel y tú para ponerlo viento en popa. Creo que las junturas estarán sufriendo con este oleaje. Veremos si podemos llevarlo a Abrusio antes de que escupa las estopas y se le hunda la proa.

—¿Vas a llevarlo a tierra? —preguntó Jakob.

—Si puedo. Pero tendremos que mirar abajo, a ver si se ha asentado. —El movimiento del barco lo hizo tambalearse un poco—. El viento está arreciando. Eso es bueno, si podemos hacerlo virar. Ven, Jakob.

Abrió una de las puertas del castillo de popa y penetró en la oscuridad. La luz brillante y azul desapareció. Podía oír a Jakob andando descalzo y respirando pesadamente tras él en las repentinas tinieblas. Se detuvo. El barco se sacudió como un moribundo bajo sus pies, y el hedor a putrefacción, mucho más intenso, cubrió incluso los aromas familiares a sal, alquitrán y cáñamo. Contuvo la náusea mientras sus manos encontraban otra puerta.

—¡Dulce Santo! —dijo, y la abrió de un empujón.

La luz del sol, intensa y brillante, entraba a raudales por las destrozadas ventanas de popa. Un gran camarote, una mesa larga, el destello de unos sables cruzados en un mamparo, y un hombre muerto contemplándolo sentado.

El capitán se obligó a avanzar.

Había agua a sus pies, agitándose con el movimiento del barco. Parecía que el mar hubiera entrado por las ventanas; en el extremo delantero del camarote había una maraña de ropa, armas, cartas de navegación y un pequeño cofre con incrustaciones de cobre, muy maltrecho. Pero el muerto estaba sentado muy erguido en su silla, dando la espalda a las ventanas de popa, y su piel bronceada se tensaba como un pergamino sobre las líneas de su cráneo. Sus manos eran garras encogidas. Las ratas lo habían roído. Su silla estaba fijada a la cubierta con correderas de madera, y el hombre estaba atado a la silla con múltiples hileras de cuerda empapada. Parecía que se hubiera atado a sí mismo; tenía los brazos libres. En uno de sus puños descompuestos apretaba un pedazo de papel medio roto.

—Jakob, ¿qué es lo que estamos viendo?

—No lo sé, capitán. Algo diabólico ha actuado en este barco. Este hombre era el capitán, ¿ves las cartas?, y también hay una ballestilla rota. Pero ¿qué debió ocurrirle para hacer esto?

—No tiene explicación, al menos de momento. Tenemos que ir abajo. Mira a ver si puedes encontrar una linterna, o una vela. He de echar un vistazo a la bodega.

—¿La bodega? —El hombre pareció dudoso.

—Sí, Jakob. Hemos de ver cuánta agua está entrando, y qué cargamento lleva.

La luz abandonó las ventanas y el movimiento del barco se hizo más suave cuando los hombres de cubierta lo pusieron viento en popa. Jakob y su capitán dieron un último vistazo al hombre muerto y a la expresión de su rostro, y salieron. Ninguno de los dos comentó lo que estaba pensando: aquel hombre había terminado sus días en el mundo con el rostro desfigurado por el terror.

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