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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (7 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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Aquello significaría renunciar al sueño de encontrar alguna vez a su esposa.

«Está muerta, Corfe, es un cadáver de mirada perdida en alguna alcantarilla de Aekir.»

Rezaba porque fuera cierto.

Hubo una conmoción en las tinieblas iluminadas por el fuego, cierto movimiento. Su mano se dirigió al sable mientras aparecía una larga hilera de siluetas montadas. Jinetes, cubiertos de luces y sombras mientras se abrían camino entre las hogueras. La gente levantaba las manos hacia ellos cuando pasaban. Era media tropa que se dirigía al este, a reunirse con los combatientes de Lejer, sin duda. Lo tendrían muy difícil para abrirse paso a través de la caballería merduk.

Algo en Corfe cobró vida. Por un momento, deseó dirigirse al este con ellos, en busca de un final heroico. Pero la sensación pasó tan rápidamente como los sombríos jinetes. Masticó su nabo y miró furiosamente a los que estudiaban demasiado de cerca su librea, convertida en harapos. Que los muy estúpidos continuaran su ruta hacia el este. Allí no había nada más que muerte o esclavitud, y las ruinas en llamas de una ciudad vacía.

—Hay un libro de rutas y cartas de navegación que confirman la historia de ese hombre —dijo Murad al rey.

—Los libros pueden falsificarse —dijo Abeleyn.

—Éste no, majestad. Tiene más de un siglo, y en su mayor parte describe los sucesos diarios de un barco ordinario. Contiene datos sobre coordenadas, profundidades, fases lunares y mareas de medio centenar de puertos, desde Rovena, ocupada por los corsarios, a Skarma en la lejana Hardukh, o Ferdiac como se la conocía entonces. Es auténtico.

El rey emitió un gruñido inexpresivo. Estaban sentados en un banco de madera de sus jardines de placer, pero incluso en un punto tan elevado por encima de la ciudad era posible percibir el hedor de las piras. El sol era implacable, pero se encontraban a la sombra de un grupo de altos cipreses. Las acacias y enebros los rodeaban como una cortina. La hierba era verde y corta, un césped cuidado por un pequeño ejército de jardineros y alimentado por un increíble volumen de agua desviada de los acueductos de la ciudad.

Abeleyn se metió una aceituna en la boca, tomó un trago de vino frío y pasó con mucho cuidado las páginas crujientes del antiguo libro de cartas.

—¿De modo que este viaje al oeste también es auténtico, este desembarco en tierras desconocidas?

—Creo que sí.

—Digamos que tienes razón, primo. ¿Qué quieres que haga al respecto?

Murad sonrió. Su sonrisa era sarcástica y carente de humor, y confería a su rostro estrecho cierta expresión pesarosa.

—Ayudarme a organizar una expedición para comprobar su veracidad.

Abeleyn cerró el antiguo libro de golpe, enviando pequeños copos de papel reseco por los aires. Apoyó su mano de largos dedos sobre la tapa manchada de sal. El sudor le bañaba las sienes, convirtiendo sus mechones de cabello oscuro en diminutos tirabuzones.

—¿Tienes alguna idea de la semana que he tenido, primo?

—Yo…

—En primer lugar, tengo a este maldito y santo prelado (que los santos me perdonen), con sus intrigas repugnantes en busca de más autoridad; tengo a los prósperos mercaderes de la ciudad protestando por su… no, por nuestro edicto y el daño que causará al comercio; también tengo al viejo Golophin evitándome (¿y quién puede culparlo?) justo cuando más necesito de su consejo; tengo estas malditas hogueras a todas las horas del día en el único mes del año en que amainan los vientos alisios, de modo que nos ahogamos en el humo como campesinos en una cabaña sin chimenea; y finalmente, tengo al rey de Torunna pidiendo tropas a gritos en el único momento en que no puedo permitirme enviárselas, de modo que esto acabará con el monopolio del comercio toruniano. Y ahora me dices que debo organizar un viaje a lo desconocido, supongo que para librarme de la carga de unos cuantos barcos buenos y de las ocurrencias absurdas de un pariente visionario.

Murad sorbió su vino.

—No he dicho que vos debáis proporcionar los barcos, majestad.

—Oh, de modo que saldrán de los astilleros por sí solos y totalmente equipados, ¿no es así?

—Con vuestra autoridad, podría requisar algunos barcos civiles (bastaría con cuatro) y asumir el mando como vuestro virrey. Sólo tendría que pediros un destacamento de infantes de marina, y conseguiría voluntarios suficientes entre los hombres de mi propio tercio.

—¿Y el material, las provisiones, el equipamiento?

—Hay grandes cantidades de todo eso encerradas en los almacenes de los muelles; la propiedad confiscada de los capitanes y mercaderes arrestados. Y sé de cierto que podría conseguir tripulaciones para media flotilla entre los marineros extranjeros que en estos momentos languidecen en las catacumbas de palacio.

Abeleyn permaneció en silencio. Estudió de cerca a su pariente.

—Has venido aquí con algunas ideas interesantes en la cabeza, además de tus tonterías habituales, primo —dijo por fin—. Espero que no vayas demasiado lejos.

La cara pálida de Murad se volvió algo más blanca. Era un noble alto y delgado, con el cabello oscuro y lacio y una nariz que hubiera enorgullecido a un peregrino. Los ojos combinaban bien con la nariz: grises como el lomo de un pez, y con un resplandor similar cuando reflejaban la luz. Tenía una larga cicatriz en una mejilla, legado de una batalla contra los corsarios. Era un rostro increíblemente feo, incluso siniestro, y sin embargo a Murad nunca le faltaban acompañantes del bello sexo. Había en él cierta cualidad magnética que atraía a las mujeres como polillas a una llama, hasta que se alejaban después de quemarse. Varios maridos, padres y hermanos ultrajados habían desafiado a Murad. Ninguno había sobrevivido.

—Cuéntame otra vez cómo encontraste este documento —dijo suavemente Abeleyn.

Murad suspiró.

—Uno de mis nuevos reclutas estaba contando historias fantásticas. Procedía de una familia de pescadores, y su bisabuelo le había hablado de un barco sin tripulación que llegó un día del oeste cuando su padre y él estaban pescando arenques. Su padre lo abordó con otros tres hombres, pero había un cambiaformas a bordo, el único ser vivo que quedaba, y los mató a todos. El barco (era un galeón que había zarpado de Abrusio medio año antes) se estaba hundiendo lentamente y los botes pesqueros se alejaron. Pero el cambiaformas saltó por la borda y nadó hacia la costa. Regresaron a bordo para recoger a sus muertos; el muchacho, pues eso era entonces, encontró el libro de rutas en el camarote de popa junto al cadáver del capitán, y se lo quedó como una especie de compensación por la vida de su padre.

—¿Qué edad tiene ese hombre? —quiso saber Abeleyn.

Murad se removió inquieto.

—Murió hace unos quince años. La historia se ha conservado en la familia.

—Las divagaciones de un anciano ampliadas por el paso del tiempo y las exageraciones de las historias campesinas.

—El libro de rutas confirma la historia, majestad —protestó Murad—. El Continente Occidental existe, y, lo que es más, el viaje hasta allí es realizable.

Abeleyn inclinó la cabeza, pensativo. Su cabello espeso y rizado apenas tenía un toque de gris. Un joven rey luchando contra las limitaciones a su autoridad impuestas por la Iglesia, los gremios y los otros monarcas. Su padre no había tenido aquellos problemas, pero su padre no había vivido para ver la caída de Aekir.

«Vivimos en tiempos de prueba», pensó, y esbozó una sonrisa desagradable.

—No tengo tiempo de leer un antiguo diario de navegación, Murad. Me fiaré de lo que me has contado. ¿Cuántos barcos has dicho que necesitarías?

El rostro cubierto de cicatrices del noble resplandeció de triunfo, pero mantuvo la voz tranquila.

—Como he dicho, cuatro, puede que cinco. Hombres y provisiones suficientes para poner en marcha una colonia viable.

Abeleyn levantó la cabeza bruscamente.

—Una colonia, sancionada por la corona hebrionesa, necesitará a alguien de rango suficiente para ser su gobernador. ¿En quién habías pensado, primo? —Murad enrojeció.

—Pensé que… Se me había ocurrido que… —Abeleyn sonrió y levantó una mano.

—Eres el primo del rey. Eso es rango suficiente. —Su sonrisa desapareció rápidamente—. Sin embargo, no puedo permitirte que confisques los barcos de los capitanes juzgados por herejía. La gente diría que me estaba aprovechando de ellos, y parte del odio que el prelado está cosechando acabaría en mi puerta. Nadie debe ver que un rey se beneficia de las desgracias de sus súbditos.

Murad captó el leve énfasis en la palabra «ver» y observó cuidadosamente a su soberano.

—Sin embargo, el material, cordajes, vergas de repuesto, provisiones y cosas así que se han acumulado en los muelles podrían ser trasladados a otro lugar, para su almacenamiento, por supuesto. Nadie echará de menos esas cosas, Murad. Los barcos son otra historia. Los hebrioneses tenemos un apego sentimental hacia ellos. Para sus capitanes, son como sus esposas. Conozco tu reputación en el campo de la captura de esposas, pero si ésta va a ser una expedición financiada por la corona, tiene que empezar de modo irreprochable. ¿Me comprendes?

—Perfectamente, majestad.

—Excelente. Por lo tanto, no confiscarás ningún bajel, pero te daré una carta de crédito real con fondos para alquilar y aprovisionar dos barcos.

—¡Dos barcos! Pero, majestad…

—A los reyes no nos gusta que nos interrumpan, Murad. Como he dicho, dos barcos, los dos de Abrusio, y deben ser bajeles cuyos capitanes hayan perdido recientemente a un gran número de marineros en las purgas de los inceptinos. Harás ver a sus capitanes que podrán recuperar a sus tripulaciones para la expedición, y, si deciden emprenderla, ésta se considerará como una especie de amnistía. Si deciden no sacar partido de la generosidad de la corona, debes dejarles claro que pueden ser investigados por haber contado con tantos herejes y extranjeros en su dotación.

Murad empezó a sonreír.

—Deduzco, majestad, que las cartas de crédito se harán efectivas cuando los barcos regresen a Abrusio sanos y salvos.

—Exactamente —dijo el rey, inclinando la cabeza—. También te permitiré llevarte a un semitercio de infantes de marina de tu propio mando, y te nombraré gobernador (bajo ciertas condiciones) de cualquier colonia que decidas fundar en ese Continente Occidental. Pero para fundar una colonia necesitarás colonos.

Allí el rey pareció tan complacido consigo mismo que Murad sintió cierta aprensión.

—Te encontraré a los colonos, no temas —continuó el rey—. Tengo a un grupo de personas en mente en este mismo momento. ¿Te parece bien todo esto, primo? ¿Continúas dispuesto a emprender la expedición?

—Naturalmente, tendré derecho a vetar a los posibles colonos.

—No lo tendrás —dijo Abeleyn con vehemencia. Y en un tono más suave—: Estarás demasiado ocupado para entrevistarte con todos los pasajeros. Mi gente se ocupará de ese aspecto del viaje.

Murad asintió. Le habían cortado las alas. En lugar de una pequeña flota bajo su mando, con la misión de fundar un reino prácticamente independiente, estaría transportando a una horda de indeseables hacia lo desconocido en dos (sólo dos) barcos abarrotados.

—Os suplico, majestad, que me permitáis llevarme más barcos. Si la colonia ha de tener éxito…

—No sabemos todavía si existe una tierra donde fundar la colonia —dijo el rey—. No arriesgaré más de lo necesario en lo que me parece un plan muy dudoso. Sólo mi afecto por ti y mi confianza en tus habilidades, primo, me han impulsado a tomar estas medidas.

Murad se inclinó. «Eso», pensó, «y el hecho de que mi idea encaja bien en tus planes.»

Pero no podía evitar admirar a Abeleyn. Tras sólo cinco años en el trono, el monarca hebrionés se había erigido en uno de los gobernantes más formidables de Occidente.

«Debo trabajar con lo que tengo», pensó Murad, «y dar las gracias por ello.»

Abeleyn sirvió más vino para los dos. Ya no estaba tan frío, ni siquiera a la sombra de los cipreses.

—Vamos, primo, tienes que comprender que todos actuamos bajo ciertas restricciones, incluso los que somos reyes. El mundo es un lugar de compromisos. A menos, por supuesto, que seas un inceptino.

Rieron juntos, y entrechocaron los vasos. Murad pudo ver a un trío de secretarios reales aguardando entre los árboles, con los brazos llenos de papeles y tinteros colgando del cuello. Abeleyn siguió la dirección de su mirada y suspiró.

—El maldito papeleo me sigue a todas partes. ¿Sabes? Casi desearía acompañarte y dejar atrás las preocupaciones del reino. Recuerdo mi viaje en el
Espíritu Alegre
cuando todavía era un príncipe, un mocoso pagado de sí mismo. La primera vez que sentí el golpe de un látigo quise que colgaran y descuartizaran al contramaestre. —Tomó un sorbo de vino—. Fueron buenos tiempos, siguiendo la costa hasta la isla más oriental de las Hebrionesas, y luego cruzando el golfo de Fimbria hasta Narbosk. El mar tiene algo que los hebrioneses llevamos en la sangre. Puede que por nuestras venas no corra auténtica agua salada como en el caso de los gabrioneses, pero el movimiento de una cubierta bajo nuestros pies siempre se parece a una vuelta a casa.

Contempló fijamente su vino.

—Convertiré a este país en el mayor poder marítimo de la tierra antes de morir, Murad… si sobrevivo, y si los clérigos ambiciosos no acaban conmigo antes de tiempo.

—Vuestro reinado será largo y glorioso, majestad. La gente miraráw atrás en los años venideros y se preguntará cómo eran los hombres de vuestra época, qué clase de gigantes vivían entonces.

El rey levantó la vista y se echó a reír, pareciéndose a un chiquillo al echar atrás la cabeza.

—Me pongo las calzas por las piernas igual que todo el mundo, primo. No, es el resplandor de la historia, la niebla de los años transcurridos lo que confiere gloria a un hombre. Puede que me recuerden solamente porque la Ciudad Santa cayó durante mi reinado, y mis tropas se quedaron en casa persiguiendo brujas en lugar de unirse a la defensa de Occidente. La posteridad es caprichosa. Mira a mi padre.

Murad no dijo nada. Bleyn II había sido un gobernante tiránico y un hombre de religiosidad fanática. Se rumoreaba que la purga de aquellos momentos había sido sugerida por él una docena de años atrás, pero el mago Golophin le había disuadido. Los inceptinos lo retrataban como a un rey santo e ideal, y su hijo era descrito en un centenar de púlpitos como un joven alocado, de buen corazón pero equivocado y totalmente carente de respeto hacia los representantes del bendito Santo en la tierra. Las relaciones entre la Iglesia y la corona no parecían destinadas a mejorar.

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