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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (6 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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¡Un cambiaformas acorralado por la patrulla urbana! Y ya estaba malherido. Bardolin observó los tres cadáveres que yacían descuartizados en la calle. El cambiaformas se estaba defendiendo bien, pero la última descarga lo había alcanzado a quemarropa, y su enorme vitalidad empezaba a desvanecerse. Las balas de plomo le habían atravesado el enorme pecho para salir por los músculos de la espalda. Las heridas habían empezado ya a cicatrizar, pero los arcabuceros recargaban con la prisa que da el pánico, sin atreverse a acercarse a la criatura moribunda. La oscuridad de la calle estaba impregnada del hedor repugnante a vísceras, mecha lenta y humo de pólvora.

—Malditos seáis todos —dijo el cambiaformas claramente, pese a su boca de animal—. Vosotros y toda la escoria de negro. No tenéis derecho…

Un disparo. Un soldado, que había recargado más aprisa que el resto, disparó su arma contra aquel cráneo enorme y de largas orejas. La cabeza del cambiaformas saltó hacia atrás y chocó contra una pared. Sus mandíbulas se abrieron en un rugido mientras asomaba una lengua negra y húmeda.

Otros soldados dispararon. El duende de Bardolin gimió pero permaneció en su puesto, obligado por la voluntad de su amo. Cerró sus sensibles ojos ante los destellos de la descarga, se metió en las orejas los dedos diminutos y se encogió aterrado mientras la patrulla disparaba bala tras bala contra la enorme bestia. Trozos de carne, cubiertos de pelo oscuro, salían disparados para manchar los adoquines. Uno de los luminosos ojos amarillos se apagó.

La gente empezó a salir de sus casas. Todo el distrito había despertado a causa de lo que sonaba como una pequeña batalla librada allí mismo. Aparecieron charcos y franjas de luz de linternas sobre los adoquines. Los más valientes se atrevieron a acercarse al grupo de soldados que eran el origen del ruido y los destellos, vieron dónde apuntaban y regresaron a toda prisa a sus casas, barrando bien las puertas.

El ruido cesó. La calle era una niebla opaca de humo de pólvora, y los soldados intercambiaron frases tranquilizadoras. Habían usado toda su munición, pero la bestia estaba muerta; tenía que estarlo tras haber recibido treinta descargas.

—Eh, Harlan, ¿dónde estás? ¡No veo nada con todo este humo!

—Me pido su pata, Ellon. Es la más grande que he visto nunca.

—En nombre del Santo… ¿dónde está?

Hubo un silencio preñado de terror. El humo de pólvora se negaba a dispersarse; de hecho, parecía hacerse más denso por momentos. Los arcabuceros se removieron, aterrados, seguros de que el cambia-formas había conjurado la niebla de algún modo y continuaba vivo allí dentro, esperando su momento.

—¡Brujería! —gimió uno de ellos—. ¡La bestia está viva! La tendremos encima dentro de un momento. ¡Esto no es humo de pólvora!

El sargento trató de retenerlos, pero salieron disparados, algunos soltando las armas, buscando sólo alejarse de aquel humo sobrenatural. Se desperdigaron entre gritos, mientras los habitantes de la calle cerraban las ventanas pese al calor de la noche y se arrodillaban temblorosos tras las puertas barradas.

Despacio, camarada, despacio. Mira dentro de él. ¿Puedes ver el calor? ¿Es eso el resplandor de su corazón, que todavía late? ¡Sí! Mira cómo las brillantes venas se coagulan y se curan solas, y los agujeros más oscuros se cierran por sí mismos. Y ahí está el ojo reconstruyéndose, saliendo de nuevo como una vejiga llena de aire.

Bardolin temblaba por el esfuerzo. Los envíos ya eran bastante difíciles en situaciones de normalidad, sin tener que efectuarlos a través de su familiar. Y la criatura empezaba a escapar a su control, como una herramienta resbalando de una mano sudorosa. Deseaba volver a casa, a su estantería segura y tranquila, pero Bardolin lo obligó a acercarse al enorme cuerpo que yacía inerte en el suelo, rodeado por un enorme charco de sangre densa y pegajosa.

Un trozo de carne peluda se movió sobre el asfalto y volvió a adherirse al cambiaformas.

Bardolin había tenido suerte con el humo de la pólvora. Sólo había tenido que espesarlo, y el aire quieto y húmedo de la noche había hecho el resto. Pero tenía que intentar algo más difícil. Una rima de mentes, a través del diminuto cráneo del duende. El familiar actuaría como amortiguador, como cortafuegos, pero era muy frágil. El corazón le fallaría si tenía que soportar mucha más tensión aquella noche, pero no quedaba mucho tiempo. La niebla empezaba a aclararse, y la patrulla no tardaría en regresar con refuerzos.

—Cambiaformas, ¿puedes oírme? ¿Me estás escuchando?

—Dolor agonía luz estallando en mi cráneo los cañones apuntándome matarlos destrozarlos beber dulce sangre muriendo. Muriendo.

—¡Cambiaformas! Escúchame. Soy un amigo. Mírame. Mira al duende que tienes delante.

Los ojos amarillos centellearon, inyectados en sangre.

—Te veo. ¿De quién eres?

El duende habló con la voz de su amo, temblando de alivio. Tenía el cerebro casi sobrecargado.

—Bardolin. Soy el mago Bardolin. Sigue al duende y te guiará hasta mí. El enorme hocico se movió. Las palabras sonaron como un gruñido. —¿Por qué ibas a ayudarme?

—Somos hermanos, cambiaformas. Nos persiguen a todos.

El cambiaformas levantó del asfalto la cabeza empapada de sangre y pareció suspirar.

—En eso tienes razón. Guíame, pues, pero ve despacio… Y nada de rendijas o grietas. No soy un duende capaz de colarse por el ojo de una cerradura.

Se pusieron en marcha, el duende correteando delante, sus ojos como dos luces verdes en la oscuridad, y el cambiaformas como una forma enorme y maltrecha detrás de él. Enseguida se oyó el paso cadencioso de la patrulla urbana ascendiendo por la calle.

El duende estaba apenas consciente cuando regresaron, y Bardolin lo metió inmediatamente en el tarro rejuvenecedor. El cambiaformas entró en la habitación con cautela; la luz de las velas resplandeció en las partes rotas de su cuerpo que aún no se habían regenerado. El calor que emitía era impresionante, producto de la hechicería que mantenía su forma estable. Pese a estar doblado por el dolor, se erguía por encima de Bardolin como un monolito negro y lleno de pinchos, y sus ojos color azafrán estaban rasgados como los de un gato. Sus orejas parecidas a cuernos rozaban el techo. —Tengo sed.

El mago asintió y sumergió un cucharón en el cubo que había preparado. El cambiaformas lo tomó y bebió ávidamente, mientras el agua le corría por el pelaje del cuello, grueso como el de un toro. Luego se dejó caer al suelo.

—¿Puedes volver a cambiar? —preguntó Bardolin. La criatura sacudió su enorme cabeza.

—Las heridas me matarían. Debo conservar esta forma hasta que se curen… Me llamo Tabard, Griella Tabard. Te doy las gracias por salvarme la vida.

Bardolin agitó una mano.

—Hoy se han llevado a mi aprendiz. Mañana me llevarán a mí. Te he dado un respiro momentáneo, nada más.

—Sin embargo, estoy en deuda contigo. Los mataré mañana cuando vengan a por ti, y los contendré para que puedas escapar.

—¿Escapar? ¿Adónde? Los soldados han rodeado Abrusio. El cerco es más apretado que las enaguas de una virago. No hay escapatoria para nosotros, amigo mío.

—Entonces, ¿por qué me has ayudado?

—No me gustan las matanzas gratuitas —dijo Bardolin, encogiéndose de hombros.

El cambiaformas se echó a reír, un sonido horrible en la boca de la bestia.

—¿Le dices eso a alguien como yo, víctima de la enfermedad negra? Las matanzas gratuitas son parte de mi naturaleza. —La criatura hablaba con amargura.

—Y, sin embargo, no me has matado.

—Yo… no haría daño a un amigo. Cometí la estupidez de bajar de las Hebros, buscando una cura para mi enfermedad, y llegué aquí en mitad de una purga. Maté a mi padre, mago.

—¿Por qué?

—Los habitantes de las montañas somos gente simple. Trató de forzarme.

Bardolin quedó desconcertado, y la bestia volvió a reír.

—No importa. Tal vez lo entiendas por la mañana. Ahora tengo sueño y las heridas me molestan. Me gustaría dormir aquí, si me lo permites.

—Esta noche serás mi invitado. ¿Hay algo que pueda hacer por tus heridas?

—No. Se curan solas. Es difícil matar a un auténtico cambiaformas, aunque sin duda tu magia podría hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Esos malditos soldados han querido divertirse conmigo, y he empezado a cambiar antes de poder impedirlo. Entonces ha cundido el pánico. Creo que he matado por lo menos a seis. He tenido suerte. Algunos soldados han empezado a usar balas de hierro en sus arcabuces. Eso hubiera significado mi fin.

Bardolin asintió. El hierro y la plata eran los únicos metales que destruían los poderes regenerativos mágicos de un cambiaformas.

Golophin había presentado un trabajo sobre aquel tema ante el Gremio de Magos el año anterior, sin saber que pronto sería utilizado.

Bardolin bostezó. Su duende lo miró con aire soñador desde las profundidades líquidas de su tarro. Dio un golpecito al cristal, y la pequeña boca sonrió vagamente. Se habría recuperado por la mañana. Se rumoreaba que algunos magos habían fabricado tarros mayores para ellos mismos, con el objeto de rejuvenecer sus cuerpos doloridos, pero también existía la aleccionadora historia del aprendiz traidor que no había obedecido las instrucciones y había dejado a su amo en el tarro, con una sonrisa soñadora en el rostro por toda la eternidad.

—Me voy a la cama —dijo a su monstruoso invitado—. Esta noche estarás a salvo; el duende se ha asegurado de que no os siguieran. Pero amanecerá dentro de menos de cuatro horas. Si quieres escapar antes, puedes hacerlo.

—Estaré aquí cuando despiertes —insistió el cambiaformas.

—Si quieres… Los soldados suelen venir a media mañana, tras un buen desayuno y un trago de ron.

El cambiaformas sonrió horriblemente.

—Necesitarán mucho ron si quieren capturarnos.

¿Capturarnos?, pensó Bardolin. Pero la cama lo llamaba. Tal vez a la noche siguiente estaría compartiendo un jergón de piedra con Orquil en las catacumbas.

—Buenas noches, pues. —Se dirigió a la cama con paso vacilante, como un anciano necesitado de descanso. El dweomer siempre le producía aquel efecto, y trabajar a través del duende había sido doblemente agotador.

Sin embargo, despertó en la oscuridad de la hora anterior al alba con un nombre resonándole en la cabeza. ¿
Griella
?

Y cuando bajó en silencio, en lugar de la bestia monstruosa y ensangrentada, vio la forma pálida de una joven desnuda durmiendo en el suelo.

4

El fuego se volvió más brillante a medida que avanzaba la tarde. La tormenta había pasado y el cielo era de un azul desvaído con jirones de nubes teñidas de ocaso a lo largo del horizonte. Al norte asomaban las montañas de Thuria, oscuras y altas, y al sureste el crepúsculo rivalizaba con otro resplandor rojizo que daba paso a una nube de humo negra como una tempestad cercana. Aekir, todavía en llamas.

Más cerca, una constelación de luces parpadeantes cubría la tierra hasta donde alcanzaba la vista de un hombre fatigado. Los fuegos de campamento de un ejército derrotado y la horda de refugiados que se había añadido a él. Una gran multitud, suficiente para poblar media docena de ciudades menores, estaba sentada bajo la luz de las primeras estrellas y la luna menguante, cocinando el alimento que habían podido obtener en los campos arrasados, o contemplando fijamente las llamas con ojos inexpresivos.

Igual que Corfe.

Una docena de refugiados estaban sentados en torno al fuego agitado por el viento, con las caras cubiertas de hollín, suciedad y sangre seca. Aekir estaba a diez leguas de distancia, pero el resplandor rojo de su muerte los había estado siguiendo durante aquellos cinco días. Y los seguiría siempre, pensó Corfe, aferrado a sus mentes como un súcubo.

Heria.

Removió con un palo los nabos ennegrecidos por el fuego y finalmente consiguió retirar uno de las cenizas. Los demás lo contemplaron hambrientos, pero sin atreverse a pedirle nada. Sabían que no les convenía indisponerse con aquel taciturno soldado de Mogen.

Corfe no se inmutó cuando el nabo le quemó los dedos. Se limpió la ceniza y comió mecánicamente. A su lado tenía un sable envainado. Se lo había quitado a un soldado muerto para reemplazar el que había perdido en su huida de la ciudad. El sable y su maltrecho uniforme le habían ganado el respeto de sus compañeros fugitivos. Había hombres que recorrían la horda de desplazados en bandas de malhechores, matando por comida, oro o caballos, cualquier cosa que pudiera ayudarles en su viaje al oeste en busca de seguridad. Corfe había matado a cuatro de ellos, apoderándose de su magro botín. De aquel modo había conseguido tres nabos.

La caballería merduk había seguido a la masa de gente en movimiento desde su salida por las puertas en llamas de Aekir, pero sin acercarse. Los jinetes escoltaban el avance de los fugitivos, dirigiéndolos a lo largo de la carretera del Searil como si fueran ovejas. Se decía que a varias leguas de distancia, Sibastion Lejer y ocho mil soldados supervivientes de la guarnición estaban librando una batalla desesperada en la retaguardia contra un enemigo doce veces más numeroso. Al parecer, los merduk estaban dispuestos a dejar escapar a los civiles, pero no a lo que quedaba del ejército toruniano.

«Lo que me convierte en un fugitivo, un desertor», pensó Corfe con calma. «Debería estar allí, muriendo con los demás, buscando un final digno de una canción.»

La idea le provocó una mueca burlona. Mordió el nabo, duro como la madera.

Los niños lloraban en la creciente oscuridad, y una mujer gemía suavemente. Corfe se preguntó qué encontrarían cuando alcanzaran la línea del Searil, y sacudió la cabeza al considerar la enormidad de la tarea que esperaba a sus defensores. Lo más probable era que los merduk atacaran cuando la confusión del flujo de refugiados estuviera en su punto álgido. Por eso Lejer y sus hombres habían presentado una última batalla, con la intención de ganar tiempo para las fuerzas del Searil.

«¿Y qué haré yo cuando llegue al río?», se preguntó. «¿Ofrecer mis servicios al tercio más cercano?»

No. Continuaría la marcha hacia el oeste. Torunna estaba acabada. Lo mejor sería seguir adelante, tal vez cruzar las montañas Címbricas y entrar en Perigraine. O incluso más al oeste, hasta Fimbria. Podría vender sus servicios al mejor postor. Todos los reinos necesitarían soldados en aquellos tiempos, aunque fueran hombres que hubieran huido con el rabo entre las piernas.

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