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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

El viaje de Hawkwood (3 page)

BOOK: El viaje de Hawkwood
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El eunuco se incorporó sobre manos y rodillas y jadeó con la vista fija en la colorida alfombra.

—No ha querido decirlo, alteza. Sólo os revelará la noticia personalmente. Le he dicho que esto era muy irregular, pero… —Otro puntapié volvió a dejarlo en silencio.

—Hazlo pasar, y si trae malas noticias también lo convertiré en eunuco.

Un movimiento de su cabeza envió a la concubina a un rincón. De un cofre enjoyado, el sultán extrajo una daga sencilla con la empuñadura muy desgastada. Estaba muy usada, pero la guardaba como si fuera algo precioso. Aurungzeb se la metió en la faja que llevaba a la cintura y dio una palmada.

El mensajero era un kolchuk, una raza que los merduk habían conquistado largo tiempo atrás en su marcha hacia el oeste. Los kolchuk comían renos y hacían el amor con sus hermanas. Además, aquel hombre permanecía erguido ante Aurungzeb pese a los siseos del eunuco. De algún modo, había conseguido eludir al visir y al chambelán del harén para llegar hasta él. Las noticias debían ser realmente importantes. Si eran malas, Aurungzeb le cortaría la cabeza.

—¿Bien?

El hombre tenía los ojos impenetrables propios de los kolchuk, piedras planas tras las ranuras de su rostro inexpresivo. Pero emitía una especie de resplandor, pese al hecho de que se balanceaba ligeramente sobre sus pies. Olía a polvo y a caballo sudoroso, y Aurungzeb observó con interés que un rastro de sangre seca manchaba la parte inferior de su armadura.

El hombre puso una rodilla en tierra, pero su rostro resplandeciente continuó mirando hacia arriba.

—Los respetos de Shahr Baraz, comandante en jefe del Segundo Ejército de Ostrabar, alteza. Pide permiso para informaros de que, si complace a vuestra excelencia, ha tomado posesión de la ciudad infiel de Aekir y se encuentra ahora limpiándola de los últimos restos de chusma occidental. El ejército está a vuestra disposición.

Aekir
ha caído.

El visir entró en tromba seguido por un par de guardias armados con cimitarras. Gritó algo, y los guardias aferraron los hombros del kolchuk arrodillado. Pero Aurungzeb levantó una mano.

—¿
Aekir
ha caído?

El kolchuk asintió, y por un segundo el inescrutable soldado y el sultán ricamente vestido se sonrieron mutuamente, como hombres compartiendo una victoria que sólo ellos sabían apreciar. Luego Aurungzeb frunció los labios. No podía presionar al hombre pidiendo información; hubiera parecido impaciente, incluso poco elegante.

—Akran —dijo con un ladrido al furioso e inseguro visir—. Aloja a este hombre en el palacio. Ocúpate de que coma, se bañe y tenga todo lo que desee.

—Pero, alteza, un soldado común…

—Hazlo, Akran. Este soldado común podía haber sido un asesino, pero tú has permitido que llegara hasta el mismo harén. De no haber sido por Serrim —en aquel punto el eunuco enrojeció y sonrió tontamente—, me hubiera pillado totalmente por sorpresa. Pensé que mi padre te había enseñado mejor, Akran.

El visir pareció viejo y agotado. Los guardias se removieron inquietos, contaminados por su culpabilidad.

—Ahora marchaos todos. No, espera. Tu nombre, soldado. ¿Cuál es y bajo quién sirves?

El kolchuk lo miró, de nuevo con expresión remota.

—Me llamo Harafeng, señor. Soy miembro de la guardia personal del Shahr.

Aurungzeb enarcó una ceja.

—Entonces, Harafeng, cuando hayas comido y te hayas lavado, el visir te traerá de nuevo ante mí y hablaremos de la caída de Aekir. Tenéis permiso para retiraros, todos vosotros.

El kolchuk asintió brevemente, lo que hizo que Akran tartamudeara de indignación, pero Aurungzeb sonrió. Una vez solo en la estancia, su sonrisa se ensanchó, separando su barba, y por un momento fue posible ver al general que había sido por breve tiempo en su juventud.

Aekir
ha caído.

Entre los Siete Sultanatos, Ostrabar era considerado el tercero más poderoso, después de Hardukh y la antigua Nalbeni, pero aquella hazaña militar, aquella victoria gloriosa, lo impulsaría hasta la primera línea de los sultanatos merduk, con Aurungzeb a la cabeza. En los siglos venideros se hablaría del sultán que había conquistado la ciudad más sagrada y populosa de los ramusianos y había derrotado al ejército de John Mogen.

El camino estaba abierto hasta la propia Torunna; sólo quedaba la línea del río Searil y la fortaleza del dique de Ormann. En cuanto cayeran, no había más defensas hasta las montañas Címbricas, cuatrocientas millas más al oeste.

—¡Loado seas, Ahrimuz! —susurró el sultán a través de su sonrisa, y luego dijo bruscamente—: Gheg.

Un homúnculo se deslizó desde detrás de uno de los cortinajes bordados, agitó sus alitas correosas y se posó sobre una mesa cercana.

—Gheg —dijo con una voz diminuta y seca. Su rosto reflejaba astucia y malevolencia.

—Quiero hablar con tu amo, Gheg. Llámalo.

El homúnculo, no mayor que una paloma, bostezó, mostrando unos dientes afilados como agujas en el interior de una boca roja. Se rascó la entrepierna descuidadamente con una de sus garras.

—Gheg hambre —dijo, malhumorado.

Las aletas de la nariz de Aurungzeb se dilataron.

—Ya comiste anoche, el recién nacido más hermoso que pudieras desear. Ahora llama a tu amo, criatura infernal.

El homúnculo lo miró furioso, y luego encogió sus diminutos hombros.

—Gheg cansado. Doler cabeza.

—Haz lo que te digo o te ensartaré como a una codorniz.

El homúnculo sonrió; una visión espantosa. A continuación, en sus ojos brillantes apareció una luz diferente. Con voz profunda y humana, dijo:

—Aquí estoy, sultán.

—Tu criatura está algo huraña últimamente, Orkh. Es uno de los motivos por los que la empleo tan poco.

—Mis disculpas, alteza. Gheg se está haciendo viejo. Lo devolveré pronto a su tarro y os enviaré uno nuevo… ¿Qué deseáis?

—¿Dónde estás? —Era extraño oír aquel tono de irritación infantil en una figura tan grande e hirsuta.

—No importa. Estoy lo bastante cerca. ¿Hay algo que queráis pedirme?

Aurungzeb hizo un esfuerzo visible por controlar su genio.

—Quiero que mires al sur, hacia Aekir. Dime qué está ocurriendo allí. He recibido noticias. Quiero comprobarlas.

—Por supuesto. —Hubo una pausa—. Veo Carcasson en llamas. Veo las torres de asedio en el interior de las murallas. Hay una gran hoguera, y chillidos de ramusianos. Os felicito, alteza. Vuestras tropas corren por la ciudad.

—Shahr Baraz. ¿Qué hay de él?

Otro momento de silencio. Cuando la voz volvió a oírse, contenía cierto tono de sorpresa.

—Contempla el cuerpo crucificado de John Mogen. Está llorando, sultán. En mitad de la victoria, está llorando.

—Es uno de los viejos
hraib
. El muy estúpido llora por su enemigo. ¿Dices que la ciudad está en llamas?

—Sí. Las calles están llenas de infieles. Incendian la ciudad mientras huyen.

—Ése debe ser Lejer, el muy bastardo. No nos dejará nada más que cenizas. Malditos sean él y sus hijos. Haré que lo crucifiquen, si lo capturan. ¿Está abierta la carretera de Ormann?

El homúnculo había empezado a sudar. Temblaba, y las puntas de sus alas se habían doblado. Sin embargo, la voz que salía de él no sufrió ningún cambio.

—Sí, alteza. Está llena de carros y gente, una auténtica migración. La Casa de Ostrabar reina suprema.

Ochenta años atrás, la Casa de Ostrabar había consistido solamente en el abuelo de Aurungzeb y un trío de concubinas a toda prueba. Había sido el generalato, y no el linaje, lo que la había sacado de las estepas del este. Cuando los Ostrabar no podían ganar batallas por sí mismos, empleaban a alguien que pudiera. De ahí la presencia de Shahr Baraz, que había sido el
khedive
del padre de Aurungzeb. Éste había comandado ejércitos en su juventud, pero era incapaz de inspirarlos del mismo modo. Nunca había dejado de lamentar aquella carencia. Shahr Baraz, aunque extranjero de origen, un jefe nómada de la lejana Kambaksk, había servido de modo competente y honesto a tres generaciones de Ostrabar. Tenía más de ochenta años, y era un anciano terrible, muy dado a la plegaria y la poesía. Era una suerte que Aekir hubiera caído en aquel momento; la larga vida de Shahr Baraz se acercaba a su fin, y con él se iría el último lazo de unión entre los sultanes y los jefes de las estepas que los habían precedido.

Shahr Baraz había recomendado que la carretera de Ormann se dejara abierta. Según él, la afluencia de refugiados debilitaría y desmoralizaría a los defensores de la línea del río Searil. Aurungzeb se preguntaba si cierta caballerosidad pasada de moda no habría influido también en aquella decisión. No importaba.

—Di al… —empezó, y se detuvo. El homúnculo se estaba fundiendo ante sus ojos, mirándolo con aire de reproche mientras burbujeaba en un charco maloliente.

—¡Orkh! ¡Di al
khedive
que siga avanzando hasta el Searil!

El homúnculo movió la boca, pero sin emitir ningún sonido, y se disolvió en un líquido humeante y apestoso. En el repugnante charco en que se había convertido, era posible distinguir los restos de un feto humano en descomposición, los huesos de las alas de un pájaro y la cola de un lagarto. Aurungzeb sintió náuseas y dio una palmada llamando a los eunucos. Gheg había dejado de ser útil, pero sin duda Orkh le enviaría pronto otra criatura. Tenía otros mensajeros, tal vez no tan veloces pero igual de seguros.

Aekir
ha caído.

Se echó a reír.

2

—¡Buen Dios! —dijo Hawkwood—. ¿Qué está pasando?

—¡Dejad de tirar ahí! —rugió el contramaestre, observando las sacudidas de una vela—. ¡Bracead ese velacho, malditos eunucos! ¿Dónde creéis que estáis? ¿En una feria de curiosidades?

El
Gracia de Dios
, una carabela de aparejo cuadrado, entró silenciosamente en Abrusio al dar las seis campanadas de la guardia de mañana. El agua era un resplandor azul y tranquilo en sus costados, manchados con la suciedad del puerto. Donde el sol golpeaba el mar se levantaba un destello blanco, doloroso de contemplar. Una débil brisa del noroeste (los alisios hebrioneses) permitía al barco deslizarse como un cisne, sin que la embelesada tripulación tuviera que tocar apenas una sola soga, pese a la indignación del contramaestre.

Abrusio. Habían oído las campanas de su catedral durante las dos últimas vueltas del reloj de arena, como un eco fantasmal de religiosidad perdiéndose en el mar.

Abrusio, capital de Hebrion y el mayor puerto de los Cinco Reinos. Era un hermoso espectáculo que contemplar al regresar a casa, aunque fuera de una travesía corta como la que acababa de completar la tripulación del
Gracia
; una singladura incierta a lo largo de la costa de Macassar, regateando con los nómadas del mar sobre los derechos de paso, con una mano en el puñal y la mecha lenta ardiendo junto a las culebrinas durante todo el tiempo. Pero un viaje provechoso, pese al calor, las moscas, el alquitrán fundiéndose en las juntas y el acoso de los lagartos de río. Pese a los tambores de fiesta por las noches a lo largo de la costa salpicada de hogueras, y a las falúas de velas latinas con sus cargamentos de corsarios burlones. A salvo en la bodega llevaban tres toneladas de marfil procedentes de esqueletos de los enormes marmorillos, y varios quintales de fragantes especias de Limia. Y sólo habían perdido a un hombre, un novato torpe que se había inclinado demasiado por encima de la borda al paso de un tiburón de superficie.

Y habían regresado a las Monarquías de Dios, donde los hombres trazaban el Signo del Santo antes de comer, y la imagen del bendito Ramusio presidía todos los mercados y cruces de caminos.

Abrusio era el puerto natal de casi la mitad de ellos, y contenía el astillero donde la quilla del
Gracia
había tocado el agua por primera vez treinta años atrás.

Dos cosas llamaban la atención del viajero que contemplaba Abrusio desde el mar: el bosque y la montaña.

El bosque surgía de la bahía cristalina bajo la ciudad, una enorme maraña de mástiles, botalones y vergas, como las ramas de un bosque sin hojas, perfectas en su geometría e interconectadas con un millón de líneas de cordaje. Centenares de bajeles de todas las nacionalidades, tonelajes, aparejos, dotaciones y procedencias estaban anclados en la bahía de Abrusio, desde yolas y barcazas costeras con las cubiertas llenas de redes y peces brillantes, a galeones de alta mar adornados con orgullosos gallardetes. Y la armada de Hebrion tenía también allí sus astilleros, de modo que había docenas de galeras y galeones de guerra, con el parpadeo de corazas y cascos en toldillas y alcázares, y el lento aleteo de los pesados estandartes reales en los palos mayores y las insignias de los almirantes en los palos de mesana.

Otras dos cosas destacaban en aquel bosque flotante, aquella ciudad acuática: el ruido y el olor. Había botes pesqueros descargando sus capturas, barcos mercantes en los muelles con las escotillas abiertas y las tripulaciones tirando de las poleas para extraer de sus vientres la sangre del comercio. Lana de Almark, ámbar de Forlassen, pieles de Fimbria, hierro de Astarac, y madera de los altos bosques de Gabrion, la mejor del mundo para la construcción de navíos. Los hombres que trabajaban en los barcos del puerto y en las innumerables carretas de los muelles emitían un ronco murmullo de sonidos, golpes, chillidos de poleas y crujidos de madera y cáñamo que se extendía durante media milla hacia el mar, la propia esencia de un puerto viviente.

Y apestaban. En un día tranquilo como aquél, llegaba hasta el mar el hedor a decenas de miles de personas sin lavar, a peces pudriéndose bajo el sol, a desechos arrojados al agua para convertirse en el objeto de las peleas de hordas de gaviotas, a alquitrán de los astilleros y amoniaco de las curtidurías; y, por debajo de todo ello, una mezcla intoxicante, como una breve visión de tierras exóticas, formada por especias y madera nueva, aire salado y algas, un elixir marino.

Ésa era la bahía. La montaña tampoco era lo que parecía. Desde lejos aparentaba ser una mezcla de polvo y piedra ocre, de forma piramidal y cubierta de humo azul. Al acercarse a la costa, el navegante descubría que una colina se elevaba desde la bulliciosa orilla y, construida sobre ella, como una montaña de calles estrechas y abarrotadas, estaba la propia ciudad, con sus paredes encaladas y cubiertas de polvo, y los tejados de arcilla roja procedente de los talleres de tejas del interior, en Feramuno. Aquí y allá una iglesia levantaba su cabeza y hombros altaneros por encima de la multitud de edificios más humildes, con la aguja del campanario tratando de alcanzar el cielo azul y sin nubes. Y también podían verse los grandes edificios de piedra de las prósperas casas comerciales, porque Abrusio era una ciudad de mercaderes, además de marineros. De hecho, se decía que un hebrionés tenía que ser una de estas tres cosas desde su nacimiento: marinero, mercader o monje.

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