Acto seguido hizo que me pusiera un albornoz y después echamos a andar por el corredor vacío. Llamó a una puerta y, al no obtener respuesta, me alzó con las palmas de las manos y esta vez me deslicé por la ventana abierta en la dirección contraria,
al interior
de un camarote. Abrí la puerta desde dentro y el barón, al entrar, me dio palmaditas en la cabeza. Se sentó unos instantes en un sillón, me guiñó un ojo y luego se puso en pie y empezó a mirar por toda la habitación, al tiempo que abría unos cuantos cajones de los armarios. Sólo tardamos unos minutos en volver a salir.
Al recordarlo, creo que quizá el barón me había convencido de que aquel allanamiento de morada era un juego privado entre él y algunos amigos. Porque lo que hacía daba la sensación de ser una cosa relajada y llena de buena voluntad. Su costumbre era recorrer una suite con las manos desenfadadamente en los bolsillos del pantalón y examinar los objetos en un estante o sobre una mesa, o echar una ojeada a otras dependencias. Recuerdo que en una ocasión encontró un fajo de papeles que guardó en una bolsa de deporte y también le vi embolsarse un cuchillo con hoja de plata.
Mientras él hacía todo aquello, yo, más que otra cosa, miraba al mar desde uno de los ojos de buey. Si estaban abiertos, oía los gritos de quienes jugaban al tejo en una cubierta inferior. Aquello era lo que me resultaba emocionante y también el hecho de estar en un camarote tan espacioso. El que yo compartía con el señor Hastie no era más grande que la cama de un camarote de lujo. Entré en un cuarto de baño con espejos por todas partes y vi de repente, hasta perderse de vista, imágenes repetidas de mí mismo semidesnudo, cubierto de grasa oscura, nada más que un rostro moreno y unos pelos de punta. Tenía delante un salvajillo, alguien salido de una de las historias de
El libro de la selva
, cuyos ojos me contemplaban, luminosos como lámparas. Fue, creo, el primer reflejo o retrato mío que recuerdo: la imagen de mi primera adolescencia que retendría durante años. Alguien sorprendido, sólo formado a medias, que no había llegado aún a ser nadie ni nada. Advertí la presencia del barón en el límite del marco del espejo, mirándome. Me valoraba. Fue como si entendiera lo que yo estaba viendo en el espejo, como si también él hubiera hecho lo mismo en algún momento. Me pasó una toalla, me pidió que me limpiara y me vistiera de nuevo: había traído mi ropa en su bolsa de deporte.
Me faltó tiempo —en la siguiente reunión en la sala de turbinas— para contar a mis dos amigos lo que me había sucedido. Sentí que aumentaba mi autoridad. Pero al mirar hacia atrás veo que lo que el barón me dio fue otra identidad, algo tan pequeño como un sacapuntas. Una modesta abertura para llegar a ser otro, una puerta que tardaría años en abrir, al menos hasta que cumplí los veinte. Aquellas tardes medio borrosas siguen conmigo. Recuerdo un día, después de que él hubiera llamado a una puerta sin obtener respuesta, en el que volví a deslizarme entre las barras de la ventana y le dejé entrar, aunque nos asustamos al encontrar a alguien dormido en la cama grande del camarote, la mesa junto a su cabecera con un despliegue de frascos de medicinas. El barón alzó una mano para pedir silencio, se acercó más y examinó el cuerpo comatoso de alguien que yo reconocería más adelante como Sir Hector de Silva. El barón me tocó en el hombro y me señaló, encima del tocador, un busto de metal del millonario. Mientras él seguía examinando la habitación en busca de objetos de valor —piedras preciosas, imagino; eso era, después de todo, lo que los ladrones parecían llevarse—, estuve comparando la cabeza de metal con la de carne y hueso. El busto hacía que el hombre dormido pareciera majestuoso y noble, en contraste con el cráneo real que descansaba sobre la almohada. Traté de levantar la escultura, pero pesaba demasiado.
El barón pasó a examinar algunos documentos, aunque no se quedó con ninguno. Se llevó, sin embargo, la estatuilla verde de una rana situada sobre la repisa de la chimenea. Después se inclinó y me susurró «jade» al oído. A continuación, casi en un exceso de confianza, cogió la fotografía de una joven en un marco de plata junto a la cabecera de la cama. Luego me dijo, cuando caminábamos ya por el corredor unos minutos después, que la había encontrado muy atractiva.
—Quizás —dijo— la conozca en algún momento durante el viaje.
El barón desembarcaría, prematuramente, en Port Said, porque para entonces las sospechas de la presencia de un ladrón a bordo iban en aumento, aunque sin ir dirigidas, por supuesto, hacia nadie que viajara en primera clase. Sé que en Adén envió por correo algunos paquetes. En cualquier caso, dejó, de repente, de pedirme que me reuniera con él. Me llevó para un último té al salón Bedford, y apenas volví a verlo desde entonces. Nunca supe si robaba simplemente para recuperar el dinero del pasaje en primera clase o para dar dinero a un hermano enfermo o a algún antiguo compinche. A mí me parecía un hombre generoso. Aún recuerdo su aspecto, cómo vestía, aunque no estoy seguro de que fuera inglés ni ninguno de esos híbridos que han adoptado la desenvoltura de la aristocracia. Sólo sé que cuando estoy en un país en el que las oficinas de correos muestran los rostros de los delincuentes, siempre lo busco entre ellos.
Nuestro buque seguía navegando en dirección noroeste, alcanzando nuevas latitudes, y los pasajeros sentían ya que las noches refrescaban. Un día se nos dijo por los altavoces que, después de la cena, en cubierta, se proyectaría una película en el exterior del salón Celta. Antes de que se hiciera de noche los camareros habían colocado ya una sábana bien tensada en la popa y habían sacado un proyector que a continuación taparon con aire de misterio. Media hora antes de que empezara la película, alrededor de un centenar de pasajeros formaban ya un público impaciente, los adultos sentados en sillas, los niños sobre la cubierta misma. Ramadhin, Cassius y yo nos colocamos tan cerca de la pantalla como pudimos. Iba a ser nuestra primera película. Después de un violento estallido de los altavoces, las imágenes aparecieron de repente en la pantalla, todavía rodeada de un cielo morado cada vez menos visible.
Nos quedaban cuatro días para atracar en Adén, de manera que la elección de
Las cuatro plumas
fue, me doy cuenta ahora, poco diplomática, por cuanto trataba de comparar la brutalidad de Arabia con una Inglaterra civilizada aunque estúpida. Vimos cómo a un inglés le marcaban la cara (llegamos a oír el crepitar de la carne) para que se hiciera pasar por árabe en una desértica nación inventada. En el transcurso de la historia, un anciano general se refería a los árabes como un pueblo parecido a «la tribu Gazarra, irresponsable y violenta». Más adelante, otro inglés se quedaba ciego por mirar al sol del desierto, y erraba, titubeante, durante el resto de la película. En cuanto a las cuestiones del patrioterismo y de la cobardía en épocas de guerra, más sutiles, salieron despedidas por los fuertes vientos reinantes y se perdieron en el océano. El sonido no era bueno y, por añadidura, no estábamos acostumbrados a un inglés con acentos tan poco musicales. Sencillamente seguíamos la acción. Existía además la posibilidad de un argumento secundario adicional: nuestro buque se acercaba a una zona de tormentas, y si mirábamos hacia un lado, alejándonos del drama en la pantalla, veíamos relámpagos que se bifurcaban a lo lejos.
La película, mientras nos mecíamos bajo unas estrellas que desaparecían gradualmente, se estaba proyectando en dos lugares. Había empezado media hora antes en el bar Pipe and Drums de primera clase, ante un grupo más tranquilo de unos cuarenta pasajeros mejor vestidos; terminado el primer rollo, se rebobinó aquella parte de la película y se trasladó en una caja metálica a nuestro proyector, instalado sobre cubierta, para la sesión al aire libre, mientras el público de primera clase veía el segundo rollo. Se produjeron, en consecuencia, confusos efectos de sonido al mezclarse las dos proyecciones. En todos los altavoces el sonido estaba al máximo debido al rugir del viento en el mar, y nos vimos constantemente asaltados por ruidos en contrapunto; mientras contemplábamos una escena llena de tensión, oíamos canciones entusiastas en un comedor de oficiales. En cualquier caso, nuestra proyección al aire libre tenía el ambiente de un picnic nocturno. Se nos dio a todos una copa de helado y, mientras esperábamos a que en primera clase terminaran con un rollo y lo trasladaran luego a nuestro proyector, presenciamos una actuación de la compañía Jankla. Estaban haciendo juegos malabares con grandes cuchillos de carnicero justo en el momento en el que —por los altavoces de primera clase— oímos los gritos de unos árabes sedientos de sangre que se lanzaban al ataque. La compañía Jankla pasó a parodiar aquellos alaridos con cómicos movimientos corporales, y luego el Cerebro de Hyderabad dio un paso al frente para anunciar que un broche que alguien había perdido un día antes estaba en aquel momento colgado sobre la lente del proyector. Fue así como, mientras los pasajeros de primera clase eran testigos de la brutal matanza de los soldados ingleses, exclamaciones de júbilo surgían de nuestro público.
La película prosiguió después sobre el lienzo en apariencia vivo de una pantalla en plena agitación. La historia estaba llena de grandeza y confusión, de actos de crueldad que entendíamos y de unas responsabilidades del honor que nos resultaban misteriosas. Cassius se pasaría días reivindicando formar parte de «la tribu Oronsay, irresponsable y violenta».
Por desgracia, la tempestad vaticinada se desencadenó sobre el buque y la lluvia, al golpear el proyector, hizo que el metal, calentado, empezara a chisporrotear. Un camarero trató de protegerlo sosteniendo en alto un paraguas, pero una fuerte ráfaga de viento rasgó la pantalla, la soltó y la envió volando sobre el océano como un fantasma. Las imágenes siguieron proyectándose sobre el mar sin el soporte necesario para poder verlas. Nunca nos enteramos del final de la historia, al menos no en aquel viaje. Lo descubrí años después, cuando leí la novela de A. E. W. Mason en la biblioteca del Dulwich College. Resultó que el novelista era un antiguo alumno de la institución. En cualquier caso, aquella noche supuso el comienzo de las violentas tormentas que asaltaron el
Oronsay
. Sólo después de que todo aquello terminara, escapamos a la agitación del océano y atracamos en la verdadera Arabia.
Hay veces en que una tormenta invade el paisaje del Escudo Canadiense, donde vivo durante los veranos, y me despierto con la certeza de que estoy suspendido en el aire, sobre las copas de los altos pinos por encima del río; desde allí veo los relámpagos que se acercan y oigo después el retumbar de los sucesivos truenos. Sólo desde una altura así se ve la gran coreografía y el peligro de las tormentas. En la casa duermen unas cuantas personas y cerca de ellas se refugia la perra de caza, las orejas atormentadas, estremecida, como si su corazón estuviera a punto de claudicar o de salir despedido. He visto su expresión a la media luz de tales tormentas como si estuviera sometida a la velocidad de algún experimento de viaje espacial, sus rasgos, normalmente hermosos, deformados. Y mientras los otros duermen, acunados por esta naturaleza desencadenada, sólo el río, abajo, parece estable. Durante los estallidos de luz, se ven las extensiones de árboles derribados, todo tan ladeado como en una catástrofe bíblica. Cada verano sucede lo mismo unas cuantas veces. Ya lo espero y en consecuencia me preparo para la llegada de los truenos con esta perra, una cazadora siempre muy bien dispuesta.
Por supuesto, existe un porqué para todo esto. Porque yo ya había estado en aquel lugar peligroso, suspendido en el aire, sin una base en las ignotas profundidades a nuestros pies. Todos los años vuelve: la noche con Cassius después de atarnos a la cubierta del buque en preparación de lo que imaginábamos una aventura emocionante.
Tal vez había sido la desilusión que nos produjo la película. Todavía no consigo explicarme por qué hicimos lo que hicimos. Pudo ser sencillamente porque íbamos a presenciar por primera vez una tormenta en el mar. Después de que retirasen el proyector y las sillas para los adultos, se produjo una calma repentina tanto en el océano como en el cielo sobre nosotros. De manera que entonces, aunque se nos dijo que el radar había indicado la existencia de otra perturbación que se acercaba, como los vientos habían cesado, tuvimos tiempo para prepararnos.
Fue Cassius, por supuesto, quien me convenció de que ocupase la mejor butaca de la sala para presenciar la catástrofe. Hablamos de ello junto a los botes salvavidas. Ramadhin no quiso participar, pero se ofreció a ayudar con los preparativos. Un día antes habíamos encontrado algunas cuerdas y aparejo en uno de los almacenes del barco, que se quedó abierto durante los ejercicios con los botes salvavidas. Así que aquella noche, durante la calma, mientras casi todos los demás pasajeros regresaban a sus camarotes, nos dirigimos a la cubierta de paseo, al aire libre, cerca de la proa, y encontramos diferentes objetos fijos a los que podríamos sujetarnos gracias a las cuerdas. Oímos el anuncio del capitán de que estaban esperando una tempestad con vientos de una velocidad de cincuenta nudos y que nos preparásemos para lo peor.
Cassius y yo nos tumbamos de espaldas, uno al lado del otro, y Ramadhin empezó a atarnos con cuerdas a varios remaches en forma de uve y a un bolardo. Lo hacía con prisas porque veía llegar la tempestad. Ya a oscuras repasó los nudos que había hecho y nos dejó allí, abiertos de brazos y piernas. No había nadie en la cubierta y no sucedió gran cosa durante un buen rato, a excepción de una lluvia ligera. Quizás nos habíamos desviado de la trayectoria de la tormenta. Pero pronto nos golpeó y nos sacó hasta el aire de la boca. Tuvimos que volver la cabeza para protegernos de su violencia y poder respirar, el viento combándose como metal a nuestro alrededor. Nos habíamos imaginado allí tumbados, mientras conversábamos, maravillados, acerca de las luces de la tormenta a gran altura sobre nosotros, pero en realidad estábamos casi ahogándonos por el agua suspendida en el aire: la lluvia y el mar que saltaba por encima de las barandillas y se arremolinaba en cubierta. Los relámpagos iluminaban la lluvia en el aire sobre nuestras cabezas, y luego la oscuridad era completa una vez más. Una cuerda suelta me golpeaba la garganta. Todo era ruido. No sabíamos si estábamos gritando o sólo lo intentábamos.
Con cada ola se tenía la impresión de que el buque se estaba partiendo, y con cada ola el agua nos cubría hasta que de nuevo la proa, al levantarse, nos sacaba a flote. Éramos conscientes de un ritmo constante. Cada vez que el buque se hundía en el mar enfurecido, las olas nos zarandeaban, sin dejarnos respirar, mientras la popa se alzaba en el aire, y las hélices, fuera de su elemento, gritaban hasta que volvían a caer al mar y nosotros en la proa regresábamos a las alturas, de la manera menos natural posible.