A la señorita Lasqueti le pedí con insistencia que me informase sobre la relación del señor Giggs con el preso.
—Si es cierto que Niemeyer asesinó a un juez inglés, el delito es muy grave. Nunca permitirían que se le juzgara en Ceilán. Se celebró una primera vista y ahora el caso se traslada a Inglaterra. ¿Por qué te interesa? En cualquier caso, el preso está al cargo de ese tal Giggs, junto con un investigador, el señor Perera, para asegurarse de que llega sin ningún percance. Según parece, Niemeyer posee un talento especial para escapar. La primera celda en la que estuvo recluido tenía una pesada puerta de madera y consiguió quemarla y huir, aunque también él sufrió quemaduras. En otra ocasión saltó de un tren pese a estar esposado con un policía, y tuvo que arrastrar al otro, que se resistía, hasta que encontró a un herrero. En resumen: no parece que sea precisamente una hermanita de la caridad.
—¿Por qué mató al juez, tía?
—Haz el favor de no llamarme tía… No lo sé con seguridad. Estoy tratando de averiguarlo.
—¿Era un mal juez?
—No lo sé. ¿Existen cosas así? No lo demos por sentado.
Terminé aquella breve conversación sin saber qué postura adoptar ante lo que estaba sucediendo. Vi cómo la señorita Lasqueti cambiaba bruscamente de dirección y se acercaba al señor Giggs, y comprobé que mantenía el interés y la atención del oficial inglés con lo que fuera que le estaba contando.
La siguiente vez que nos sentamos a comer, Lasqueti nos informó sobre lo que había averiguado. Al parecer, Giggs y Perera «peinaron» todo el buque antes de que los pasajeros subiesen a bordo. Acompañar al preso también implicaba supervisar nimiedades en todos los niveles del
Oronsay
. Habían cerrado posibles caminos de escape, habían retirado objetos por lo demás inocentes —un cubo con arena para simulacros de incendio, un mástil de metal— que podrían utilizarse como armas. Habían revisado las listas de pasajeros por si detectaban la presencia de algún conocido adlátere del preso. Contrataron a carceleros de las islas Maldivas que no tuvieran relación alguna con nadie de Ceilán. Habían empleado dos días completos en un registro exhaustivo de todo el transatlántico. Ahora seguían vigilantes hasta el exceso, y ésa era la razón del puesto de observación del señor Giggs desde el puente de mando, ya que podía controlar toda la actividad a bordo que estimase necesaria. También le había dicho a la señorita Lasqueti que la gravedad del delito había determinado la categoría de los acompañantes: el señor Perera era, supuestamente, el mejor investigador del DIC de Colombo, y el señor Giggs, aunque lo dijera él mismo, era el mejor funcionario inglés disponible. Así era como ellos dos, junto con los carceleros de las islas Maldivas, vigilaban todos los pasos y gestos del preso llamado Niemeyer.
Aunque Giggs se hubiera convertido ya en la persona de la que más se hablaba y de la que se estaba más pendiente en el
Oronsay
, también despertaba gran interés —aunque sin disponer de pruebas de su existencia— su asociado en la tarea de impedir que el preso se escapara. Nunca llegamos a ver al señor Perera, el policía de Ceilán. Perera, además, es un apellido corriente. Sólo sabíamos que era un Perera «ciego», de la rama de la familia así llamada porque pronunciaban y escribían su apellido sin la vocal
i
; porque había Perera y Pereira. Era evidente que el DIC había designado a un policía de paisano, para que si había conspiradores a bordo no supieran quién los vigilaba, además de Giggs. Mientras este último se paseaba ufano por el barco y luego se instalaba de manera prominente en el puente de mando, su homólogo asiático de alta graduación permanecía invisible. Los dos habían llevado a cabo una inspección exhaustiva del buque nada más subir a bordo. Pero cuando nos embarcamos los demás, el señor Perera era sólo un pasajero más, anónimo, que posiblemente viajaba con otro apellido. Hubo incluso quien empezó a pensar que en el
Oronsay
podía haber
dos
Perera de incógnito.
Hablábamos con frecuencia del misterioso policía del DIC. ¿Quién era? ¿Qué aspecto tenía? Durante una tarde entera, Cassius y yo seguimos a todos los pasajeros que nos parecieron peculiares, pendientes de descubrir algún comportamiento anormal.
—Hay dos tipos de agente secreto —explicó la señorita Lasqueti—. El social y el reservado. En el primer caso, si eres agente secreto haces amigos deprisa, de manera compulsiva. Entras en un bar y al cabo de poco tiempo conoces a todas las camareras y al barman. Vendes tu personalidad inventada lo más deprisa posible. Sabes cómo se llama todo el mundo. Tienes que ser de ingenio despierto y pensar además como un delincuente. Pero también están los otros, que son más taimados. Como el tal Perera, quizá. Lo más probable es que se deslice inadvertido por el buque. Sólo que no lo reconocemos todavía. Giggs es el lado público. En cuanto a Perera, ¿quién sabe?
Al parecer aquel Perera «ciego» e invisible era un maestro de lo que se llamó más adelante el «guión con sorpresa». Eso sucede cuando un policía de incógnito se convierte en compañero de un delincuente, le ofrece su amistad y a la vez le mete miedo al revelarle que él, el policía de incógnito, es todavía más maníaco y peligroso. Según las habladurías, se había dado un caso en el que el tal Perera, en realidad un hombre afable y padre de familia, había llevado a alguien, sospechoso de ser miembro de una banda de delincuentes, al bosque de Udabattakele en Kandy y le había hecho cavar una tumba. Insistió en que tuviera metro y medio de largo y un metro de profundidad, para que fuese posible doblar el cadáver. Se trataba de preparar una ejecución, dijo, que tendría lugar a primera hora del día siguiente. El miembro de la banda, más joven que él, al concluir por todo aquello que el tal Perera estaba muy relacionado con la delincuencia de alto nivel, le reveló sus relaciones personales con otros delincuentes.
Aquélla era la clase de trabajo que supuestamente Perera llevaba a cabo cualquier día o cualquier noche para el DIC. Pero por entonces no sabíamos nada de todo esto.
Siempre que estábamos lo bastante cerca como para hablar con figuras de autoridad, descubríamos que teníamos que perder tiempo respondiendo a sus preguntas. Durante el interrogatorio al que se nos sometió después de la tormenta, mientras temblábamos más por el frío que por el miedo, el capitán nos preguntó una y otra vez cuántos años teníamos. Y cuando le contestábamos parecía enterarse de nuestra respuesta, pero enseguida la olvidaba y un minuto después volvía a preguntar lo mismo. Concluimos que era un poco torpe o que iba demasiado acelerado, porque pasaba a la pregunta siguiente sin haber escuchado siquiera nuestras respuestas. Poco a poco nos dimos cuenta de que repetía aquella frase envolviéndola en un manto de desprecio. Que encerraba la pregunta invisible: «¿Hasta dónde llega vuestra estupidez?».
Por nuestra parte teníamos el convencimiento, sencillamente, de haber realizado un acto heroico. ¿No habían sido las horas que pasamos abiertos de brazos y piernas bajo el ciclón algo muy semejante a la historia del pecador Saulo cegado en el camino a Damasco? Más adelante me reconfortó descubrir que héroes como Shackleton
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habían sido expulsados de mi colegio, probablemente por cosas parecidas. «¡Cuántos años tiene usted, caballerete!», habría sido el rugido del director ante aquel muchacho desobediente y demasiado ambicioso.
Nos quedó muy claro que el capitán no veía con buenos ojos a sus pasajeros asiáticos. Durante varias noches recitó lo que consideraba un divertido poema escrito por A. P. Herbert acerca del creciente nacionalismo en el Oriente, que terminaba así:
Y todos los cuervos en todos los árboles
gritaron «¡Banian para los banianenses
!»
El capitán estaba muy orgulloso de aquella contribución suya a las fiestas de a bordo y fue probablemente entonces cuando comenzó mi desconfianza hacia la autoridad y hacia el prestigio de todas las mesas presidenciales. Entra en la misma categoría aquella tarde con el barón, cuando mis ojos pasaron una y otra vez del noble busto de Hector de Silva al cuerpo aparentemente sin vida que dormía en la gigantesca cama. No otro fue el motivo de que me acercara, poco después del funeral, a la mesa de caballete donde descansaba, como olvidado, el busto de Hector de Silva. Cassius y yo conseguimos levantarlo (él por las orejas, yo por la nariz) y hacerlo rodar por el borde de la barandilla hasta conseguir que la imagen esculpida cayera al mar, siguiendo al cadáver.
Quizá para entonces habíamos superado nuestra curiosidad sobre los poderosos. Ya preferíamos al señor Daniels, persona afable, obsesionado con el cuidado de sus plantas, y la palidez de la señorita Lasqueti, con su chaqueta para palomas, repleta de bolsillos almohadillados para el transporte de las aves. Serían siempre personas singulares como ellos, en las distintas mesas del gato a lo largo de mi vida, las que conseguirían cambiarme.
El comensal más reservado de nuestra mesa era el señor Gunesekera, el sastre. Se nos presentó, al instalarse entre nosotros el primer día, haciéndonos entrega, simplemente, de su tarjeta de visita.
Sew Gunesekera. Prince Street, Kandy
. Así daba a conocer su profesión. Durante todas nuestras comidas permanecía silencioso y se mostraba satisfecho. Reía cuando los demás reíamos, de manera que no se producía nunca un silencio incómodo por su presencia en la mesa. Pero ignoro si captaba en qué consistían nuestras bromas. Sospecho que no. En cualquier caso, era el más amable y cortés de entre nosotros, pese a que a veces le pareciéramos escandalosos, sobre todo cuando el señor Mazappa dejaba escapar una de sus risas caballunas. El señor Gunesekera era el primero que apartaba la silla para que se sentara la señorita Lasqueti, o el que nos pasaba la sal porque leía de corrido nuestros gestos, o el que se abanicaba la boca para avisarnos de que la sopa quemaba. Y siempre parecía interesado por lo que se decía. Pero hasta aquel momento, durante todo el viaje, el señor Gunesekera no había dicho ni una sola palabra. Incluso aunque nos dirigiéramos a él en cingalés, contestaba con un ambiguo encogimiento de hombros y movía la cabeza para excusar sus evasivas.
Era un hombre menudo y flaco. Mientras comía, yo me fijaba en la elegancia de sus dedos, que sin duda podrían coser una tormenta en algún lugar de Prince Street, donde quizá gastaba bromas a los contertulios por él elegidos. Una noche, a la hora de cenar, Emily se había presentado en nuestra mesa con un moratón cerca de un ojo; por la tarde la habían golpeado con una raqueta de bádminton. Y el señor Gunesekera, la alarma reflejada en el rostro, se levantó de la silla y extendió la mano para tocar los alrededores de la hinchazón con aquellos delicados dedos suyos, como si buscase la causa. Emily, repentinamente conmovida, le puso una mano en el hombro y luego retuvo unos instantes aquellos dedos. Fue uno de los raros momentos de silencio en nuestra mesa.
El señor Nevil señaló más adelante que, al parecer, el señor Gunesekera tenía una herida más importante en la garganta, herida que mantenía cubierta con un pañuelo rojo de algodón que no se quitaba nunca. De cuando en cuando, si el pañuelo se le bajaba un poco, veíamos la cicatriz. Después de que nos fijáramos en aquello, no volvimos a molestar al señor Gunesekera con más preguntas. Nunca le preguntamos por el motivo de su viaje, si era por la pérdida de un familiar o tal vez por algún tratamiento médico relacionado con sus cuerdas vocales. Parecía muy poco probable que viajara para tomarse unas vacaciones, dado que se encontraba en una situación en la que no quería o no podía comunicarse con nadie.
Todas las mañanas, apenas se alzaba el sol, yo lamía la sal de las barandillas del buque, convencido para entonces de que era capaz de distinguir entre el sabor del océano Índico y el del mar Mediterráneo. Me zambullía en la piscina y nadaba a braza por debajo de la superficie, giraba al final de cada largo y volvía a hundirme, poniendo a prueba el límite de mis pulmones, de mis dos corazones. Presenciaba la irritación de la señorita Lasqueti con la novela de misterio que estuviera leyendo a toda velocidad, dispuesta a arrojarla en cualquier mar que estuviéramos atravesando. Y, al igual que mis amigos, me embriagaba con la presencia de Emily cuando se acercaba durante un paseo y hablaba con nosotros.
—Nunca debes sentirte poco importante en el esquema de las cosas —me dijo el señor Mazappa en una ocasión. O puede que fuera la señorita Lasqueti. Ya no estoy seguro de quién de los dos fue, porque para el final de nuestro viaje sus opiniones apenas se distinguían. Al volver la vista atrás, ya no tengo ninguna seguridad sobre quién me dio qué consejo, o se hizo amigo nuestro, o nos engañó. Y algunos acontecimientos sólo adquirieron su verdadero significado mucho más tarde.
¿Quién fue, por ejemplo, el primero que nos describió el Palacio de los Propietarios de Barcos de Génova? ¿O se trata, posiblemente, de un recuerdo personal mío muy posterior, cuando, ya adulto, entré en aquel edificio y subí las escaleras de piedra que me condujeron a los diferentes pisos? Porque hay algo acerca de la imagen que he conservado durante todos estos años que puede servirme para explicar cómo nos acercamos al futuro o volvemos la vista hacia el pasado. Una persona empieza en el piso bajo de ese palacio, y contempla unos cuantos mapas ingenuos de puertos de la zona y de las costas vecinas; y luego, a medida que asciende de piso en piso, mapas cada vez más recientes reflejan islas medio descubiertas, un posible continente. En algún lugar del piso principal un pianista toca Brahms. Lo oyes mientras subes, e incluso miras hacia abajo por el hueco de la escalera central desde donde llega la música. De manera que tienes a Brahms, y cuadros de embarcaciones que se tambalean recién botadas y que abandonan los muelles en algún preludio del sueño de un mercader en el que todo puede ocurrir: prosperidad futura o una tormenta desastrosa. Uno de mis antepasados era propietario de siete barcos que ardieron entre la India y Taprobane. No tenía una pared cubierta de mapas, pero, al igual que él, tampoco estos armadores genoveses pudieron predecir el futuro. No hay retratos de seres humanos en los cuadros que cubren las paredes de los primeros niveles. Pero luego, al llegar al cuarto piso del Palacio de los Propietarios de Barcos de Génova, te encuentras con una reunión de madonas.