—Desesperación femenina —explicó el señor Hastie—. Tienen una única palabra para eso en el código criminal de América del Sur. Es el equivalente de «conducir bajo la influencia de la hipnosis». Porque en realidad el amor no es otra cosa, o al menos no lo
era
en aquellos tiempos…
»Existe una peculiar locura femenina —trató de explicarnos a los tres—. Tienes que acercarte a las mujeres con mucho cuidado. Pueden ser tan extrañas y dubitativas como ciervas y, si quieres acostarte con ellas, invítalas a beber. Pero las
dejas
y es como caer por el pozo de una mina de cuya existencia no te habías dado cuenta porque es parte de su naturaleza… Unas puñaladas no son nada.
Nada
. Podrían no haber dejado rastro. Pero en Valparaíso apareció de nuevo, cumplida su condena. Me buscó y me encontró en el hotel Homann. Por fortuna, yo había enfermado de fiebres tifoideas, quizás me contagié en el mismo hospital donde me curaron las heridas por arma blanca, y Anabella tenía un miedo irracional a esa enfermedad, porque una adivina le había pronosticado que podía morir de ella, de manera que me dejó tranquilo de una vez por todas. Así que las puñaladas cerca del corazón izquierdo me salvaron de un destino permanente con ella. No volví a verla. He dicho corazón
izquierdo
porque los hombres tienen dos. Dos corazones. Dos riñones. Dos formas de vivir. Somos criaturas simétricas. Estamos equilibrados en nuestras emociones…
Durante años me creí todo aquello.
—De todos modos, en el hospital, mientras luchaba con las fiebres tifoideas, un par de médicos me enseñaron a jugar al bridge. Y también empecé a leer. Cuando era joven los libros nunca me invadían el espíritu. ¿Entendéis lo que quiero decir? Si hubiera leído este libro,
Los Upanishads
, cuando tenía veinte años, no lo habría
recibido
. Tenía la cabeza demasiado ocupada. Pero es una meditación. Ahora me ayuda. Imagino que, además, también me costaría menos trabajo apreciar a Anabella ahora.
Estaba una tarde con Flavia Prins, hablando sin ganas. Al mirar hacia abajo por el costado del barco, vi al señor Hastie que, a caballo de un ancla suspendida en el aire, pintaba el casco. Había otros marineros instalados en escalas de cuerda a su alrededor, pero lo reconocí por la calva en la coronilla, que veía siempre que miraba hacia abajo desde mi litera durante sus partidas. Se había quitado la camisa y tenía el torso tostado por el sol. Se lo señalé a mi interlocutora.
—Dicen que ese hombre es el mejor jugador de bridge que hay en el barco —le expliqué—. Ha ganado campeonatos en sitios tan lejanos como Panamá…
Flavia Prins alzó los ojos desde él hasta el horizonte.
—En ese caso me pregunto qué hace ahí.
—Está siempre ojo avizor —expliqué—. Pero juega profesionalmente todas las noches con el señor Babstock, el señor Tolroy y el señor Invernio, el que se encarga ahora de las perreras. ¡Los cuatro son campeones internacionales!
—No sé yo… —dijo, y se miró las uñas.
Me despedí de ella y descendí a una cubierta inferior para reunirme con Ramadhin y Cassius. Estuvimos viendo trabajar al señor Hastie hasta que se le ocurrió alzar los ojos y entonces le saludamos. Se subió las gafas protectoras hasta la frente, nos reconoció y devolvió el saludo. Tuve la esperanza de que mi tutora siguiera donde la había dejado y que hubiese presenciado lo que acababa de suceder. Nosotros tres seguimos adelante, con un ligero contoneo en nuestro paso. El señor Hastie no supo nunca lo mucho que valoramos aquel gesto de reconocimiento.
Pudo haber sido su creciente éxito social o tal vez mi falso testimonio después de la tormenta, pero daba la sensación de que a Flavia Prins le interesaba cada vez menos ser mi tutora. Quería que nuestros encuentros sucedieran en una de las cubiertas y que fueran muy breves: una vez allí, se limitaba a tachar dos o tres preguntas que llevaba anotadas como un policía que interroga a un reo en libertad condicional.
—¿Tienes un camarote agradable?
Mantuve el silencio durante un minuto.
—Sí, tía.
Hizo un gesto para que me acercara, movida por la curiosidad.
—¿Qué
haces
con tanto tiempo libre?
No mencioné mis visitas a la sala de máquinas ni la emoción ante la ropa mojada de la patinadora australiana cuando se duchaba.
—Por suerte —respondió ella a mi silencio—, he podido dormir durante casi toda la travesía del Canal. Tanto calor…
Se acarició las joyas de nuevo, y tuve la repentina idea de que debería informar al barón de cuál era su camarote.
Pero el barón ya había abandonado el
Oronsay
. Desembarcó en Port Said acompañado por la hija de Hector de Silva. Oí comentar a alguien que había estado consolándola, por lo que llegué a la conclusión de que la había convencido para que colaborase con él en nuevos delitos señoriales, y que la obsequiaba con pastas así como con té de buena calidad en su camarote. El barón llevaba un maletín muy delgado que quizá contuviera documentos importantes e incluso el retrato de la señorita De Silva en persona, que, como yo bien sabía, obraba en su poder. Me hizo una inclinación de cabeza como despedida antes de descender por la plancha y Cassius me dio un codazo: le había contado mi participación en los robos, ampliando la importancia de mi papel. La heredera del fallecido caminaba a su lado envuelta en silencio. Podría tratarse de dolor. ¿O es que ya la había hipnotizado el atractivo del barón?
Nosotros no bajamos a tierra en Port Said. Nos quedamos para presenciar el espectáculo del mago de turno y vimos, desde el
Oronsay
, cómo llegaba en una canoa y empezaba a sacarse pollos de las mangas, de los pantalones y de dentro del sombrero. Al estornudar se sacó un canario de la nariz y lo echó a volar en el aire del puerto. La canoa se estremeció en el agua a nuestros pies mientras el mago daba saltos de dolor al tiempo que un gallo asomaba la cresta por la cintura de sus pantalones. Luego nos obsequió con el espectáculo de las serpientes que le salieron de las mangas. Los ofidios formaron a continuación dos círculos perfectos a sus pies, indiferentes a la lluvia de monedas que se derramó sobre la canoa.
Dejamos Port Said muy pronto a la mañana siguiente. El práctico llegó en una lancha, subió a bordo y nos sacó del puerto. Por sus maneras despreocupadas se parecía al individuo que nos había guiado por el Canal entre silbidos y gritos. Una vez cumplida su misión, descendió del puente, sus modestas sandalias repiqueteando sobre la cubierta, y regresó a la lancha que nos había seguido hasta el exterior del puerto. Los prácticos serían, a partir de entonces, más ceremoniosos. El que subió a bordo en Marsella llevaba camisa de manga larga, pantalones blancos y zapatos del mismo color. Y apenas movía los labios mientras susurraba instrucciones para que el buque entrara en el puerto. Los prácticos a los que yo estaba acostumbrado vestían pantalón corto y raras veces sacaban las manos de los bolsillos. De ordinario lo primero que pedían era algún cordial y un sándwich recién hecho. Echaría de menos su aire de holgazanes, la manera en que se presentaban como bufones inevitables que podían pasearse por donde quisieran y comportarse como les diera la gana durante una hora o dos en la corte de un rey extranjero. Porque ahora ya surcábamos aguas europeas.
En Port Said también nos abandonó el señor Mazappa. Esperé su vuelta en lo alto de la plancha, incluso después de que la aplastaran como si fuera un acordeón y la recogieran. La señorita Lasqueti también estaba allí, a nuestro lado, pero desapareció en silencio cuando la sirena que indicaba la marcha empezó a sonar sin descanso, como un niño latoso. Luego también el portalón se separó del muelle.
Sólo hace poco me he dado cuenta de que el señor Mazappa y la señorita Lasqueti eran jóvenes. Debían de tener poco más de treinta años cuando él desapareció de nuestro barco. Max Mazappa había sido el miembro más exuberante de nuestra mesa hasta el momento en que dejamos atrás Adén. Nos dirigía a todos con brusco desenfado, insistiendo en que fuéramos un grupo que se hiciera oír. Nunca hablaba en privado, incluso cuando nos susurraba al oído algo de dudoso buen gusto. Nos había demostrado que también existía la alegría para los adultos, aunque yo sabía que el futuro nunca sería tan espectacular ni tan alegre ni tan artificioso como él nos había esbozado primero y después cantado a Cassius, a Ramadhin y a mí. Alcanzaba niveles homéricos con su lista de encantos femeninos, y también de vicios, así como los mejores
rags
para piano y canciones de amor, actos ilegales, traiciones y disparos por parte de músicos que defendían el honor de su impecable forma de tocar, y la posibilidad de que todos los ocupantes de la pista de baile gritaran al unísono la palabra
«Onions
!» durante la breve pausa en un número de jazz interpretado por Sidney Bechet. Y nunca faltarían hombres
Ever Grasping Your Precious Tits
. ¡Cuánta vida resumida en el diorama que construyó para nosotros!
De manera que no entendimos, no pudimos entender, qué era lo que le había atacado tan en secreto. Algo oscuro parecía haberse apoderado de aquel
protégé
de «Le Grand Bechet». ¿Qué fue lo que no entendí acerca del señor Mazappa? ¿No capté del modo correcto su amistad cada vez mayor con la señorita Lasqueti? En nuestras conversaciones en la sala de máquinas habíamos inventado una gran historia de amor a partir de la forma en que se excusaban cortésmente entre platos durante la cena y desaparecían en cubierta para fumar. No había anochecido aún, de modo que los veíamos apoyados en la barandilla, compartiendo la sabiduría que hubieran almacenado sobre el mundo. En una ocasión, Mazappa cubrió los hombros desnudos de Lasqueti con su americana. «Al principio pensé que era una intelectual», había dicho él.
Durante más o menos un día a raíz de su desaparición se hicieron nuevas evaluaciones de Mazappa. ¿Qué necesidad tenía de usar dos nombres, por ejemplo? Y se volvió a plantear la cuestión de los hijos. (Alguien de la mesa sacó a relucir «la conversación sobre amamantar»). Así que empecé a preguntarme si aquellos hijos habían oído ya los mismos chistes y consejos que nos había dado a nosotros. También se sugirió que era posiblemente la clase de hombre que sólo disfrutaba cuando era libre, entre
este
y
aquel
punto geográfico.
—O quizá haya estado casado varias veces —intervino calmosa la señorita Lasqueti—, y cuando muera tal vez le sobrevivan varias viudas simultáneas.
Nosotros respetamos el silencio que siguió a su observación, preguntándonos si también a ella le habría hecho una propuesta matrimonial.
Yo daba por sentado que la marcha del señor Mazappa destrozaría a la señorita Lasqueti y que a partir de aquel momento se presentaría en nuestra mesa cariacontecida y lívida. Pero sucedió, bien al contrario, que durante el resto de la travesía se convirtió en la persona más enigmática y sorprendente de nuestra mesa. Empezamos a percibir un humor malicioso en sus observaciones, y terminó por ser quien nos consoló por la pérdida del señor Mazappa, diciendo que también lo echaba de menos. Fue la palabra
también
lo que nos supo a gloria. La señorita Lasqueti se dio cuenta de que necesitábamos retener la mitología sobre nuestro amigo ausente y una tarde nos dijo, imitando la voz del señor Mazappa, que su primer matrimonio había terminado, en efecto, con una traición. Al volver a casa sin avisar, encontró a su mujer con un músico, y a la señorita Lasqueti le había confesado que «si hubiera tenido un arma, le habría pegado un tiro en mitad del corazón, pero lo único que había en la habitación era su ukelele». La señorita Lasqueti se había reído al acabar la anécdota, pero nosotros no.
—Me gustaban mucho sus modales sicilianos —continuó—, incluso la manera que tenía de encenderme el cigarrillo, lo mucho que extendía el brazo, como si prendiera una mecha. Algunas personas pensaban que era un depredador, pero en realidad era un hombre delicado. Su encanto peculiar estribaba en la elección de las palabras y en el ritmo con que las decía. Conozco máscaras y personas. Soy especialista en la materia. Era más cortés y refinado de lo que parecía.
Al oír aquellas opiniones suyas dedujimos de nuevo la existencia de una pasión entre los dos. Sin duda, por la manera en que la señorita Lasqueti hablaba de él, eran almas gemelas a pesar de la frase sobre las «viudas simultáneas» o incluso a causa de ella. Quizá siguieran comunicándose por medio del servicio telegráfico del buque, y me propuse preguntar al señor Tolroy sobre el asunto. Además, desde Port Said a Londres la distancia no era
tanta
.
Luego ya no se volvió a hablar del señor Mazappa. La señorita Lasqueti tampoco lo hizo. Mantuvo su reserva. La mayoría de las tardes la vislumbraba entre las sombras de la cubierta B, en una hamaca. Siempre llevaba consigo un ejemplar de
La montaña mágica
, pero nadie la vio nunca leerlo. Consumía sobre todo novelas policiacas que constantemente parecían decepcionarla. Sospecho que para ella el mundo era algo mucho más descabellado que el argumento de cualquier libro. En dos ocasiones la vi tan irritada con una novela de suspense que se alzó a medias de la sombra de su hamaca y tiró el libro al mar por encima de la barandilla.
A Emily se la veía ya a menudo con Sunil, el Cerebro de Hyderabad, integrante de la compañía Jankla. Imagino que su madurez de adulto primero fascinó a mi prima y después la tentó. Yo siempre reconocía a Sunil desde lejos: su delgadez, sus andares acrobáticos. Mirándolos había visto la mano de él avanzar brazo arriba y desaparecer bajo la manga de Emily, reteniéndola de manera controlada, al mismo tiempo que hablaba de las complejidades de un mundo que debía de ser objeto de los deseos de mi prima.
Aunque, más o menos en el momento en que nuestro buque pasó por Port Said, ya no parecían sentirse tan a gusto el uno con el otro. Sunil hablaba con ella mientras caminaban, con el brazo enjuto pero fuerte haciendo gestos para convencerla de algo, para luego, con evidente fingimiento, tratar de hacerla reír al comprobar su falta de interés. Un chico de once años, como cualquier perro con experiencia, es capaz de leer los gestos de quienes lo rodean, ver crecer y disminuir la intensidad de una relación. Emily no tenía otras armas que su belleza, su juventud, imagino, y quizá algo de cuya posesión ni siquiera ella era consciente. Y él trataba de apropiárselo con argumentos o, si eso no daba resultado, recurría a un rápido malabarismo con objetos cercanos o a hacer el pino con un solo brazo.