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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (134 page)

BOOK: El viajero
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—¿Tenéis —dije indecisamente —, tenéis a un acariciador para los crímenes más graves?

—Desde luego, y uno muy bueno —respondió alegremente —. Mi propio hijo, que está

preparándose para estudiar leyes, es actualmente aprendiz de nuestro acariciador. El maestro enseña su oficio al joven Feng desde hace semanas y le tiene batiendo unas natillas.

—¿Qué?

—Hay un castigo llamado chouda, que consiste en pegar al criminal con una caña de zhugan dividida en su extremo en un azote de muchas lenguas. Se trata de infligir el dolor más terrible y de reventar todos los órganos internos sin causar ninguna mutilación visible. Por lo tanto antes de que el joven Feng pueda aplicar el chouda a un ser humano debe aprender a pulverizar unas natillas sin romper su superficie.

—Gésu! Quería decir, qué interesante.

—Bueno, hay castigos más apreciados por las multitudes que acuden a presenciarlos, y otros menos, desde luego. Dependen de la gravedad del crimen. Como marcar la cara a fuego, encerrar al criminal en una jaula, arrodillarlo sobre cadenas de eslabones aguzados, darle la medicina que proporciona la vejez instantánea. A las mujeres les gusta especialmente presenciar la aplicación de este último castigo a otras mujeres. Otro castigo que ellas presencian con gusto es colgar a una adúltera cabeza abajo y meter dentro de ella, hasta llenarla, aceite hirviendo o plomo fundido. También hay los castigos con nombres que se explican por sí solos: el Lecho de Novios, la Serpiente

Cariñosa, el Mono que Chupa y deja Seco el Melocotón. Debo decir modestamente que yo mismo inventé un nuevo castigo bastante interesante.

—¿En qué consiste?

—Lo aplicamos a un incendiario que había reducido a cenizas la casa de un enemigo. No consiguió atrapar a su enemigo, que había partido de viaje, pero quemó vivos a la esposa y a los hijos. Decreté que le aplicaran un castigo digno del crimen. Ordené al acariciador que le atiborrara la nariz y la boca con polvo huoyao y que dejara bien cerradas las aberturas con cera. Luego, antes de que pudiera ahogarse o quedar estrangulado, el acariciador prendió fuego a las mechas y su cabeza saltó en pedazos.

—Puesto que estamos tratando el tema de los castigos adecuados, Weini —dije utilizando informalmente como ya hacíamos su nombre de pila —, ¿qué castigo imagináis que nos infligirá el gran kan por negligencia en nuestro cargo? Nuestras estrategias para la imposición de tasas no han avanzado mucho. No creo que Kubilai acepte como excusa el mal tiempo.

—Marco, ¿por qué cansarnos elaborando planes que no pueden llevarse a la práctica? —replicó indolentemente —. Precisamente hoy no está lloviendo. Quedémonos aquí

sentados disfrutando del sol, la brisa, y el espectáculo tranquilo de vuestra encantadora señora recogiendo flores en el jardín.

—Weini —insistí yo —. Esta ciudad es rica. Tiene el único mercado bajo tejado que haya visto nunca, y diez mercados más en plazas descubiertas. Todos ellos muy animados, excepto cuando llueve, claro. Pabellones de placer en las islas del lago. Familias prósperas de fabricantes de abanicos. Burdeles florecientes. Ninguno de ellos paga todavía un solo qian al tesoro del nuevo gobierno. Y si Hangzhou es tan rica, ¿cómo debe ser el resto de Manzi? ¿Pedís que me quede sentado sin que nadie en toda la nación pague nunca una capitación, ni una tributación, ni una tasa comercial, ni…?

—Sólo puedo repetiros, Marco, lo que ya os hemos dicho tantas veces el wang y yo: que todos los archivos fiscales del régimen Song desaparecieron con este régimen. Quizá la vieja emperatriz ordenó su destrucción por malicia femenina. Lo más probable es que sus súbditos invadieran las salas de documentos y los archivos del Cheng cuando ella partió hacia Kanbalik para entregar su corona, y que destruyeran los archivos. Es comprensible. Sucede en todos los lugares recién conquistados, antes de que los conquistadores tomen posesión de ellos, porque así…

—Ya, ya. Acepto que esto sea cierto. Pero no me interesa saber qué pagaba la gente a los funcionarios fiscales de los antiguos Song. ¿Qué me importa a mí una colección de viejos libros de mayor?

—Pues sin ellos… mirad. —Se inclinó hacia adelante y puso tres dedos delante de mi cara

—. Tenéis tres posibles alternativas. O bien pasáis vos personalmente por todas las paradas de los mercados, por todas las posadas de cada isla, por todos los cubículos con putas en activo…

—Lo cual es imposible.

—… o bien disponéis de un ejército de hombres para llevar a cabo esta tarea.

—Lo cual vos juzgáis impracticable.

—Sí. Pero imaginemos teóricamente que os presentáis en una parada de mercado donde un hombre vende cordero. Le pedís la parte que corresponde al kan del valor de aquel cordero. Él replica: «Pero guan, yo no soy el propietario de esta parada. Hablad con el amo que está allí.» Os acercáis a aquel hombre y él os dice: «Sí, yo soy quien manda aquí, pero sólo administro la parada para su amo, que vive retirado en Suzhou.»

—Me negaría a creer a ninguno de los dos.

—¿Pero qué podéis hacer? ¿Exprimir dinero de uno solo de los dos? ¿De ambos? Sólo conseguiríais sacarles una miseria. Y quizá os perderíais al propietario auténtico, a la

persona que quizá suministra todos los corderos de Manzi, y que realmente vive lujosamente fuera de vuestro alcance, en Suzhou. Además, ¿podéis repetir el mismo proceso en todas las paradas cada vez que tengáis que recaudarlas tasas?

—Vaj! ¡Nunca saldría del primer mercado!

—Pero si tuvierais los viejos libros, sabríais quién tiene obligación de pagar y dónde encontrarlo y qué cantidad pagó en la última ocasión. La única solución es la tercera, la única práctica: compilad nuevos archivos. Antes de poneros a pedir, necesitáis una lista de todos los negocios activos, tiendas, casas de putas, propiedades y Parcelas de tierra. Y

los nombres de todos sus propietarios y amos y cabezas de familia. Y una estimación del valor de sus posesiones y del montante de sus beneficios anuales y…

—Gramo mi! ¡Esto ocuparía mi vida entera, Weini, y mientras tanto no recaudaría nada!

—Bueno, ahí está. —Se recostó de nuevo indolentemente —. Disfrutad del día y de la visión tranquilizadora de Huisheng. Salvad vuestra conciencia con esta consideración. La dinastía Song antes de su reciente caída había durado trescientos veinte años. Dispuso de todo este tiempo para recoger y codificar sus archivos y hacer prácticos sus métodos de tasación. No podéis esperar conseguir de la noche a la mañana el mismo resultado.

—No, yo no puedo. Pero el kan Kubilai puede esperar precisamente esto. ¿Y yo qué

hago?

—Nada, puesto que todo lo que hicierais sería fútil. Oís el cuco en aquel árbol: «Cu-cu… cu-cu…» A los han nos gusta imaginar que el cuco canta «bu-ru gu-i», que significa:

«¿Por qué no volvemos a casa?»

—Gracias, Weini. Confío en volver a casa algún día. Confío en recorrer todo el camino de vuelta. Pero no volveré, como decimos los venecianos, con las gaitas metidas en el saco.

Hubo un intervalo de pacífico silencio, interrumpido solamente por el consejo reiterado del cuco. Al final Feng tomó de nuevo la palabra:

—Sois feliz, aquí en Hangzhou.

—Excepcionalmente feliz.

—Entonces sed feliz. Tratad de ver vuestra situación desde este ángulo. Puede transcurrir un tiempo largo y agradable antes de que el gran kan llegue a recordar que os envió aquí. Cuando lo recuerde aún podréis esquivar su inquisición durante una temporada larga y agradable. Cuando exija finalmente las cuentas, puede aceptar la explicación que le deis de vuestro fallo. Si no la acepta puede o no condenaros a muerte. Si así lo hace, vuestras preocupaciones habrán finalizado del todo. Si no lo hace, y se limita a destrozaros con la caña chouda, bueno, podéis pasar el resto de vuestra vida viviendo como un mendigo tullido. Los tenderos del mercado serán buenos con vos y os dejarán ocupar un puesto de mendigo en la plaza, porque nunca los atosigasteis ni los perseguisteis con los impuestos, ¿entendéis?

Yo contesté con bastante tristeza:

—El wang os llamó jurista eminente, Weini. ¿Es ésta una muestra de vuestra jurisprudencia?

—No, Marco. Esto es el Tao.

Al cabo de un rato, cuando se hubo marchado a su domicilio, me dije de nuevo:

—¿Qué puedo hacer?

Lo dije una vez más en el jardín, pero ahora teníamos el fresco de la tarde, el cuco había seguido su propio consejo y también se había ido a casa, y yo estaba sentado con Huisheng después de la cena. Le había contado todo lo que Feng y yo habíamos hablado sobre mi situación, y le pedí consejo.

Ella se quedó pensativa un rato; luego dijo con señas: «Espera», se levantó y se fue a la

cocina de la casa. Volvió con un saco de habichuelas secas y me indicó que debía sentarme con ella en el suelo junto a un parterre de flores. En un trozo pelado de tierra trazó con su delgado índice la figura de un cuadrado. Luego trazó una línea por el centro de la figura y otra a su través, dividiendo el cuadrado en cuatro cuadrados más pequeños. Dentro de uno de ellos dibujó una única línea pequeña, en el siguiente dos líneas, en el otro tres y en el último una especie de garabato, luego me miró. Reconocí

las marcas de los numerales han, asentí y dije:

—Cuatro casillas numeradas uno, dos, tres y cuatro.

Mientras yo me preguntaba qué tendría esto que ver con mis actuales problemas, urgentes y frustrantes, Huisheng cogió una habichuela del saquito, me la enseñó y la puso en la casilla número tres. Luego, sin mirar, metió la mano en el saquito, cogió un puñado cualquiera de habichuelas, esparciéndolas luego al lado del cuadrado. Con un movimiento muy rápido sacó de este conjunto cuatro habichuelas, y cuatro más, empujándolas luego a un lado, y continuó separando de cuatro en cuatro las habichuelas del montón. Cuando hubo apartado de cuatro en cuatro todas las habichuelas posibles, sobraron dos. Las señaló con el dedo, señaló la casilla vacía número dos que había dibujado en el suelo, recogió la habichuela del cuadrado número tres, la añadió a las que tenía aún y sonriéndome maliciosamente hizo un gesto que significaba «qué lástima».

—Entiendo —dije —. Aposté por la casilla número tres, pero ganó la número dos y perdí

mi habichuela. Estoy consternado.

Metió de nuevo todas las habichuelas en el saquito, sacó una, y la colocó en nombre mío en otra casilla, ahora en la número cuatro. Hizo el gesto de meter de nuevo la mano en el saco pero se detuvo y me indicó que lo hiciera yo. Estaba claro: el juego era totalmente justo, porque el puñado de habichuelas para contar se cogía al azar. Saqué un buen puñado del saco y las esparcí a su lado. Ella las fue separando rápidamente, de cuatro en cuatro, y esta vez resultó que el total era divisible por cuatro. Al final no quedó ninguna suelta.

—¡Aja! —dije —. Esto significa que mi número cuatro gana. ¿Qué me llevo?

Ella levantó cuatro dedos; señaló mi apuesta, añadió tres habichuelas más y empujó las cuatro hacia mí.

—Si pierdo, pierdo mi habichuela. Si mi casilla sale ganadora, recupero cuadriplicada mi habichuela. —Puse cara de condescendencia —. Es un juego simple e infantil, no más complicado que el viejo juego marinero de la venturina. Pero si deseas que juguemos un rato, pues muy bien, querida, juguemos. Supongo que estás tratando de explicarme algo más y no un simple ejercicio de aburrimiento.

Ella me dio una provisión suficiente de habichuelas y me indicó que podía arriesgar tantas como quisiera y en las casillas que yo eligiera. Amontoné, pues, diez en cada uno de ellos, en los cuatro cuadrados, para ver qué pasaría. Ella me dirigió una mirada de impaciencia, y sin siquiera hurgar en el saco para determinar el número vencedor, me entregó cuarenta habichuelas del saco y luego recogió las cuarenta que había en el suelo. Comprendí entonces que con esta táctica de juego, sólo conseguiría quedar empatado. Empecé, pues, a probar otras variantes: dejar un cuadrado vacío, amontonar cantidades diferentes de habichuelas en los demás cuadrados, etcétera. El juego se convirtió en un rompecabezas en términos aritméticos. A veces ganaba un puñado entero de habichuelas, y Huisheng se quedaba con unas pocas. A veces el favor de la fortuna pasaba al otro lado: yo aumentaba fuertemente sus provisiones y disminuía las mías.

Me di cuenta de que si una persona se ponía a jugar seriamente a este juego, podía acabar siendo, con una jugada afortunada, mucho más rico en habichuelas, suponiendo que recogiera sus ganancias, se fuera y resistiera la tentación de probar de nuevo. Pero

siempre cabía la esperanza, especialmente si uno iba en cabeza, de mejorar las ganancias. También podía imaginar que si un jugador competía con otros tres, y además con el banquero que tenía el saco de habichuelas el juego podía resultar absorbente, desafiante, tentador. Pero según la estimación que hice de las probabilidades de juego, el banquero se enriquecía siempre, y si un jugador ganaba se enriquecía principalmente a costa de los otros tres.

Pedí a Huisheng con un gesto que me prestara atención. Ella levantó los ojos del tablero de juego y yo me señalé a mí, al juego y a la bolsa de dinero, indicando:

—Si una persona jugara por dinero y no por habichuelas, el deporte podría salirle caro.

—Ella sonrió con ojos danzarines y asintió enfáticamente, con lo que quería decirme:

«Esto es lo que trataba de hacerte comprender.» Y con un movimiento circular del brazo señaló a todo Hangzhou, o quizá a todo Manzi, y al completar el movimiento señaló la habitación de la casa que yo y mi escriba utilizábamos como lugar de trabajo. Me quedé mirando su rostro interesado y brillante y luego bajé los ojos al suelo:

—¿Estás proponiendo esto como sustituto de la recaudación de impuestos?

Ella asintió enfáticamente: «Sí», y extendió las manos: «¿Por qué no?»

¡Qué ridícula idea!, fue lo primero que pensé, pero luego reflexioné. Había visto a los han arriesgar su dinero con las cartas de zhipai, con las fichas de majiang, incluso con los fengzheng, aquellos juguetes volantes, y había visto que lo arriesgaban ávida, febril, locamente. ¿Era posible que aquel juego tan sencillo los sedujera y los arrastrara a la locura? ¿Y esto con la banca en mis manos, o más bien en manos del tesoro imperial?

—Ben trovato! —murmuré.

Lo había dicho el mismo gran kan: ¡benevolencia involuntaria! Me puse en pie de un salto, levanté a Huisheng del parterre florido y la abracé entusiasmado.

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