El viajero (142 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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vigilancia. Hice una seña a Huisheng, ordené al elefante que hiciera con la trompa otro estribo y ella fue izada a bordo conmigo mientras manifestaba con bellos movimientos una ansiedad fingida. La ayudé a entrar en la hauda, hice dar la vuelta al elefante tocándole una oreja con el ankus, y luego golpeé el punto de marcha recta sobre su nombro. Partimos con paso rápido y agradable balanceo para dar un paseo más allá de los innumerables p'hra de la ribera, siguiendo las avenidas bordeadas con árboles banyan de la orilla del Irawadi, a cierta distancia de la ciudad. Cuando el elefante empezó a hacer ruidos de aspiración con la nariz, supuse que estaba oliendo a los ghariyals que tomaban el sol en los bajíos del río, o quizá a un tigre que acechaba entre la serpenteante espesura de los banyanes. No me apetecía poner en peligro a ningún elefante blanco sagrado, además el día se estaba calentando, o sea que di la vuelta al animal y nos dirigimos a los establos, cubriendo los li finales con una emocionante y desbocada carrera. Mientras ayudaba a Huisheng a descender de la hauda di las gracias efusivamente a los cuidadores y pedí a Yissun que les tradujera todas mis palabras. Huisheng dio las gracias en silencio, pero con gracia consumada, haciendo a cada uno de los hombres el wai, el gesto de unir las palmas y acercarlas al rostro con una ligera inclinación de la cabeza, gesto que le había enseñado Arun. Mientras volvíamos al palacio, Yissun y yo discutimos la posibilidad de que le llevara un elefante blanco a Kanbalik, como el regalo excepcional que yo había prometido al gran kan. Estuvimos de acuerdo en que era un recuerdo característico de las tierras de Champa, raro incluso en el país. Pero luego pensé que la tarea de trasladar a un elefante a través de siete mil li de terreno difícil era mejor dejarla para héroes como Aníbal de Cartago, o sea que abandoné fácilmente la idea cuando Yissun observó:

—Francamente, hermano mayor Marco, yo sería incapaz de distinguir a un elefante blanco de cualquier otro, y dudo que el kan Kubilai pudiera hacerlo; además él tiene ya muchos elefantes.

Sólo era mediodía; pero Huisheng y yo volvimos a nuestra estancia y ordenamos a Arun que nos preparara un baño para quitarnos el olor a elefante. (En realidad no es un olor nada desagradable; imaginad el aroma de un buen saco de cuero lleno de heno dulce.) La doncella se dispuso a llenar la bañera de teca con alegría y presteza, y se desnudó al mismo tiempo que nosotros. Pero cuando Huisheng y yo estábamos ya en el agua, y Arun estaba sentada en el borde de la bañera a punto de deslizarse entre nosotros, la detuve un momento. Sólo quería hacer una pequeña broma, porque cada uno se comportaba ya con toda libertad y comodidad en presencia de los otros dos, e incluso habíamos empezado a comunicarnos con alguna facilidad. Separé suavemente las rodillas de la chica, alargué la mano entre sus piernas y con la punta de un dedo recorrí ligeramente el rastro de pelo suave que bordeaba el cierre de sus partes rosadas, mientras le hacía notar a Huisheng.

—Mira, la cola del elefante blanco sagrado.

Huisheng se disolvió en una carcajada silenciosa, y Arun se miró allí abajo bastante preocupada intentando descubrir qué problema tenía su cuerpo. Pero cuando, con bastante más dificultad, le hube traducido la broma, Arun también estalló en una carcajada de aprobación. Probablemente fue el primer caso de la historia humana, y quizá el último, de una mujer aceptando con buen humor que se la comparara con un elefante. Entonces Arun, en vez de llamarme U Marco como antes, empezó a llamarme U Saathvan Gajah. Al final me dijo que aquello significaba «U Elefante de Sesenta Años», y lo acepté de buen humor, porque según me explicó era el mayor cumplido posible. Dijo que en Champa un elefante macho de sesenta años representaba el punto culminante de fuerza, virilidad y poderes masculinos.

Unas noches después, Arun nos trajo algunos objetos para enseñarlos: les llamó «mata

ling», que significa «cascabeles del amor», y añadió con una sonrisa maliciosa «aukan», por lo que supuse que quería introducir aquellos objetos en nuestras diversiones nocturnas. Nos enseñó un puñado de mata ling, y me parecieron cascabeles de camello, cada uno del tamaño de una nuez, fabricados con una buena aleación de oro. Huisheng y yo tomamos uno, y al sacudirlo oímos sonar o tintinear suavemente alguna bolita de su interior. Sin embargo aquellos objetos no tenían aberturas que permitieran sujetarlas a la ropa ni a los arneses de los camellos ni a nada semejante, y no pudiendo descubrir su utilidad nos quedamos mirando a Arun, desconcertados, esperando más explicaciones. Necesitamos bastante tiempo, con muchas repeticiones y numerosas dudas por resolver. Pero finalmente Arun explicó, gracias a pronunciar varias veces la palabra «kue» con varios gestos, que los mata ling estaban destinadas a implantarse bajo la piel del órgano masculino. Cuando llegué a entender esto me puse a reír porque pensé que bromeaba. Pero luego me di cuenta de que la chica hablaba en serio, y emití varias expresiones de indignación, consternación y horror. Huisheng hizo gestos para que callara y me calmara y dejara que Arun continuara con su explicación. Así lo hizo, y creo que de todas las curiosidades que encontré en mis viajes los mata ling fueron sin duda las más sorprendentes.

Arun dijo que los inventó una myama reina de Ava, hacía mucho tiempo, cuyo marido y rey había desarrollado la lamentable inclinación de preferir la compañía de los chicos. La reina hizo construir varios mata ling de latón, abrió luego secretamente la piel del kue del rey, sin que Arun nos explicara cómo, puso algunas campanitas dentro y cosió

de nuevo. A partir de entonces el rey ya no pudo penetrar los pequeños orificios de los niños con su órgano tan aumentado, y tuvo que conformarse con el receptáculo hii de su reina, más acogedor. Las demás mujeres de Ava se enteraron de esto, sin que Arun nos explicara tampoco cómo, y persuadieron a sus hombres para que siguieran el ejemplo real. Con lo cual tanto los hombres como las mujeres de Ava descubrieron no sólo que estaban a la moda, sino que habían aumentado infinitamente sus placeres mutuos, porque los hombres tenían una circunferencia prodigiosamente superior a la de antes, y las vibraciones de los mata ling Proporcionaban una sensación nueva e inefable a la pareja en el acto del aukan.

Según dijo Arun los mata ling se continuaban fabricando en Ava sólo en Ava, y los fabricaban algunas viejas que sabían implantarlos de modo seguro y sin dolor en los lugares más efectivos del kue. Los hombres que podían permitirse un cascabel, se hacían implantar por lo menos uno, y los más pudientes acababan llevando un kue que valía más y pesaba más que el dinero de su bolsa. Nos dijo Arun que un anterior amo suyo, un myama, tenía el kue como una porra de madera llena de nudos, incluso en reposo, y cuando se empinaba: «Amé!» Agregó que los cascabeles del amor habían experimentado algunas mejoras en los siglos transcurridos desde su invención por la reina. En primer lugar los médicos de Ava habían decretado que se fabricaran de oro incorruptible y no de latón, para que no provocaran infecciones debajo de la delicada piel del kue. Además, las viejas fabricantes de cascabeles habían inventado un uso nuevo y muy picante para los mata ling.

Arun nos lo demostró. Algunos de aquellos pequeños objetos eran sólo cascabeles o sonajas, como habíamos visto, y las bolas de su interior sólo vibraban cuando se sacudían. Sin embargo Arun nos enseñó otro tipo que también permanecía inerte cuando estaba sobre la mesa. Pero luego nos puso uno de estos cascabeles en la palma de la mano y cerró los dedos a su alrededor. Huisheng y yo tuvimos un sobresalto de asombro cuando al cabo de un momento el calor de nuestras manos pareció conferir vida a los pequeños objetos de oro, como si fueran huevos a punto de abrirse, y empezaron por sí

solos a estremecerse y retorcerse.

Este nuevo y superior tipo de mata ling, dijo Arun, contenía algún ser o sustancia inmortal, cuya identidad las viejas no habían querido revelar nunca, que normalmente dormía tranquilo en su pequeño caparazón de oro debajo de la piel del kue del hombre. Pero cuando el hombre metía su kue en el hit de una mujer, el durmiente secreto se despertaba, empezaba a moverse, y según afirmó ella solemnemente el hombre y la mujer podían quedarse juntos e inmóviles, totalmente quietos, y gracias a la acción de este activo cascabel del amor, podían disfrutar de todas las sensaciones: la excitación creciente y el estallido final de placer en la consumación. En otras palabras podían hacer ukan, una y otra vez, sin hacer personalmente ningún esfuerzo. Cuando Arun hubo concluido, jadeando casi por los esfuerzos que le había costado la explicación, me di cuenta de que ella y Huisheng se habían quedado mirándome especulativamente. Yo dije en voz bien alta «¡No!», y lo repetí varias veces y en diferentes idiomas, incluyendo el de los gestos enfáticos. La idea de utilizar los mata ling en el aukan era intrigante, pero yo no estaba dispuesto a deslizarme por la puerta trasera de un callejón apartado de Pagan y permitir que una bruja harapienta se entrometiera con mi persona, y dejé esto tan claro como pude. Huisheng y Arun fingieron mirarme decepcionadas y distantes, pero en realidad se estaban aguantando la risa que les causaba la vehemencia de mi negativa. Luego se miraron un instante, como preguntándose «¿Quién de nosotras debe hablar?», y Arun asintió ligeramente con la cabeza como diciendo que Huisheng se podía comunicar más fácilmente conmigo. Huisheng me explicó que la única función de los mata ling era ponerlos dentro del hit femenino junto con el kue masculino, no necesariamente formando parte de él. ¿Me importaría probar el experimento, preguntó con gran delicadeza (y no poco regocijo), haciendo únicamente lo que hacíamos de costumbre, pero permitiendo que ella y Arun introdujeran dentro suyo los cascabeles del amor?

Bueno, como es lógico no podía objetar nada contra esto, y antes de que pasara la noche sentí ya un gran cariño y entusiasmo por los mata ling, y lo propio les pasó a Huisheng y a Arun. Pero de nuevo voy a correr sobre este punto la cortina de la intimidad. Sólo voy a decir que consideré un valioso invento los cascabeles del amor y que Huisheng y Arun estuvieron de acuerdo conmigo, hasta el punto que me vino de modo natural la idea de escoger estos objetos como el «regalo excepcional» para Kubilai. Pero no acabé de tomar una decisión definitiva al respecto. No era fácil acercarse al kan de todos los kanes, al soberano más poderoso del mundo entero, que era además un anciano y digno caballero, y proponerle que aceptara introducir ciertas

«mejoras» en su venerable órgano…

No, realmente no se me ocurría ninguna manera de presentar el regalo de los mata ling sin que causara una afrenta inmediata, o una reacción de resentimiento y quizá de indignación. Sin embargo al siguiente día se me quitó un peso de encima cuando me dieron una idea muy atractiva, que adopté inmediatamente. Una cosa única es algo de un solo tipo, y por lo tanto es imposible que algo sea «más único» que otra cosa. Pero si el fruto del dudan era único a su manera, y lo mismo era un elefante blanco, y también eran únicos los cascabeles del amor, o mata ling, esta nueva idea era única entre las cosas únicas.

Quien metió la idea en mi cabeza fue el anciano pongyi de palacio. Él, yo, Huisheng y Yissun estábamos paseando de nuevo por Pagan, mientras él se extendía en alabanzas sobre el panorama que contemplábamos. Aquel día nos condujo al p'hra más grande, más sagrado y de más estima de todo Ava. No sólo contenía una de aquellas construcciones en forma de campanita, sino que era un templo enorme, bello y realmente magnífico, blanco y deslumbrador, como un edificio hecho de espuma, si es posible imaginar un montón de espuma tan grande como la basílica de San Marcos,

intrincadamente esculpido y techado con oro. Se llamaba Ananda, palabra que significa

«Felicidad Infinita», que había sido también el nombre de uno de los discípulos de Buda en vida suya. El pongyi contó, mientras nos mostraba el interior del templo, que Ananda había sido el discípulo más amado de Buda, como Juan lo fue de Jesús.

—Eso era el relicario del diente de Buda —dijo el pongyi, mientras pasábamos delante de una arquilla de oro sobre un pie de marfil —. Y aquí está la estatua de la deidad danzante Nataraji. La escultura estaba ejecutada con tanta perfección que se puso a bailar, y cuando un dios baila la tierra se estremece. Nuestra ciudad quedó casi destruida por el temblor, hasta que la imagen danzante perdió un dedo en sus evoluciones, se calmó y volvió a ser una estatua. A partir de entonces todas las imágenes religiosas se ejecutan con un único defecto deliberado. Será tan trivial que nadie lo notará, pero está allí, por si acaso.

—Excusad, reverendo pongyi —le interrumpí —. ¿Dijisteis al pasar que aquella arquilla contenía el diente de Buda?

—Lo contenía, sí —respondió tristemente.

—¿Un diente auténtico? ¿Del mismo Buda? ¿Un diente conservado durante diecisiete siglos?

—Sí —dijo, y abrió la arquilla para enseñarnos el lugar donde descansaba —. Nos lo trajo un pongyi peregrino de la isla de Sriha-lam, hace unos doscientos años, para la consagración de este templo de Ananda. Era nuestra reliquia más preciada. Huisheng expresó sorpresa ante el gran tamaño del lugar donde había reposado el diente, y con señas me dijo que el diente debió de tener tal tamaño que ocupó toda la cabeza de Buda. Transmitió a Yissun esta observación más bien irreverente y él la tradujo al pongyi.

—Amé, sí, un diente poderoso —dijo el viejo caballero —. ¿Por qué no? Buda era un hombre poderoso. En esta misma isla de Sri-halam puede verse todavía la huella que dejó su pie en una roca. A partir del tamaño de su pie se ha calculado que la talla de Buda era de nueve antebrazos.

—Amé! —exclamé —. Esto son cuarenta manos. Trece pies y medio. Buda debió de pertenecer a la raza de Goliat.

—Esperamos que en su próxima vuelta a la tierra, dentro de siete u ocho mil años, tenga ochenta antebrazos de altura.

—Sus devotos debieron de reconocerle sin problemas, al contrario que nosotros con Jesús —dije —. Pero ¿qué le pasó al diente sagrado?

El pongyi respiró ruidosamente y dijo:

—El Rey que Huyó lo robó cuando se fue, y desapareció con él. Un sacrilegio execrable. Nadie sabe por qué lo hizo. Tenía que huir a la India, y allí ya no se venera a Buda.

—Pero el rey sólo llegó hasta Akyab y murió en ese lugar —murmuré yo —. Por lo tanto el diente tiene que estar todavía entre sus efectos.

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