El viajero (139 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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Un niño desnudo se puso a correr delante de nosotros, casi con energía, y nos condujo a Huisheng, a Yissun y a mí a un llano fangoso cerca del río. Un gran montón de desperdicios estaba quemando de modo sorprendente en el mismo centro del llano, y todos los hombres del poblado, despojados de su habitual letargo, estaban bailando realmente alrededor del fuego. No había signo alguno de unicornio ni de ningún otro animal, cazado o por cazar. Yissun preguntó por qué y volvió con la información.

—El badak-gajah, como el buey karbau y la serpiente ghariyal duerme preferentemente en la frialdad del fango. Estos hombres a primeras horas de la mañana encontraron a uno dormido aquí mismo con sólo el cuerno y las ventanas de la nariz visibles sobre la superficie. Lo cazaron del modo habitual. Se acercaron sigilosamente, amontonaron sobre el lugar cañas, juncos y hierba seca, y les prendieron fuego. El animal se despertó, como es lógico, pero no pudo desprenderse del fango antes de que el fuego empezara a endurecerlo, y el humo pronto dejó al unicornio inconsciente.

—¡Qué modo más terrible de tratar a un animal protagonista de tantas preciosas leyendas! —exclamé —. Luego lo hicieron cautivo, supongo. ¿Dónde está?

—No está cautivo. Está allí mismo. En el fango, debajo del fuego. Cociéndose.

—¿Qué? —grité —. ¿Están cociendo al unicornio?

—Esta gente es budista, y su religión les prohíbe cazar y matar animales salvajes; pero no les pasará cuentas si el animal muere asfixiado y luego se cuece por sí solo. De este modo pueden comérselo sin cometer ningún sacrilegio.

—¿Comerse un unicornio? ¡No puedo imaginar peor sacrilegio!

Cuando el sacrilegio hubo concluido, y la parte central de la extensión fangosa quedó

cocida y dura como una pieza de alfarería, los mian rompieron la parte exterior y apareció el animal cocido. Comprendí entonces que no era un unicornio, o por lo menos no era el de la leyenda. Lo único que tenía en común con las historias y las pinturas era su único cuerno. Pero no le crecía desde la frente, le crecía desde un morro largo y feo. El resto del animal era igual de feo, y si bien no alcanzaba en absoluto el tamaño de un elefante, por lo menos era tan grande como un karbau. No se parecía ni a un caballo, ni a un ciervo, ni a mi imagen de un unicornio, ni a nada de lo que yo hubiese visto nunca. Tenía una piel correosa compuesta de placas y de pliegues, como una armadura cuirbouilli. Sus pies tenían una forma vagamente elefantina, pero sus orejas se limitaban a unos pequeños penachos, y el largo morro tenía un labio superior colgante, pero sin trompa.

Todo el animal había quedado cocido al negro por el sistema del fango, y no puedo decir cuál era su color original. Pero su cuerno único no había sido nunca dorado. De hecho, cuando los mian lo aserraron y lo separaron de la enorme cabezota del animal, pude ver que no estaba hecho realmente de sustancia córnea, ni de marfil, como un

colmillo. Parecía únicamente un conjunto compacto de pelos largos transformado al crecer en una masa dura y pesada que terminaba en un punto romo. Pero los mian me aseguraron, muy contentos de su buena fortuna, que esta pieza era la fuente real del

«cuerno de unicornio», la medicina estimuladora de la virilidad, y que les darían una buena paga por ella, lo que supongo significaba cambiar el cuerno por una gran partida de nueces de areca.

Su jefe tomó posesión del precioso cuerno, y los demás se dispusieron a desollar al animal quitándole la pesada piel, a trocear el cuerpo y a llevar al poblado las humeantes porciones. Uno de los hombres entregó un trozo de carne a cada uno de nosotros, a Huisheng, a Yissun y a mí, sacados directamente del horno por así decirlo, y todos la encontramos sabrosa, aunque algo fibrosa. Pensábamos compartir la cena de los mian, pero cuando volvimos al poblado descubrimos que hasta el último bocado de carne de unicornio estaba impregnado con la hedionda salsa de nuoc-mam. Renunciamos, pues, a participar y aquella noche comimos unos pescados que nuestros barqueros habían sacado del río.

Los mian se proclamaban budistas, pero el único comportamiento remotamente religioso que pudimos observar durante mucho tiempo fue su preocupación, temerosa e inquieta, por los demonios nat que les rodeaban. Los mian llamaban a sus niños «gu-sano» y «cerdo», sea cual fuere su nombre, para que los nat los consideraran seres que no merecían atención. Había abundancia de aceite, disponible localmente, como el de pescado, de sésamo e incluso aceite de nafta que rezumaba de algunos lugares en el suelo de la jungla, pero los mian no engrasaban nunca los arneses de sus elefantes, ni sus carros, ni las ruedas de sus carretillas. Decían que los chirridos mantenían alejados a los nal. Cuando en un pueblo vi que las mujeres tenían que ir a buscar el agua de una fuente distante, les sugerí que construyeran una conducción con caña de zhu-gan cortada por la mitad para que el agua pudiera alcanzar el centro del pueblo. «Amé!»

gritaron los aldeanos; esto acercaría peligrosamente a los «nat acústicos» residentes en la fuente hasta las viviendas de los hombres. Cuando los mian vieron por primera vez que Huisheng encendía su incensario en nuestro campamento a la hora de acostarse, murmuraron «amé!» y nos comunicaron a través de Yissun que ellos no utilizaban nunca inciensos ni perfumes (como si no se notara), porque temían que los aromas dulces atrajeran a los nat.

Sin embargo, cuando nuestro grupo bajó por el Irawadi y entró en zonas más pobladas, empezamos a encontrar en muchos pueblos templos construidos con ladrillos de fango. Se llamaban p'hra y eran circulares, parecidos a una gran campanilla con la boca aplicada al suelo y su mango elevándose como un campanario en el aire. En cada p'hra vivía un lama budista, llamado allí pongyi. Todos los pongyi llevaban la cabeza afeitada, iban vestidos de amarillo, desaprobaban este mundo, la vida de sus compañeros mian y la vida en general, y se mostraban hoscos e impacientes por salir de Ava y entrar en el Nirvana. Pero conocí a uno que por lo menos era lo bastante social para conversar con Yissun y conmigo. Este pongyi resultó tan culto que incluso sabía escribir, y me enseñó

cómo se escribía en mian. No pudo añadir nada a lo que me habían contado: que la historia antigua de los mian había finalizado en su estómago, pero sabía que la escritura existía en Ava desde hacía menos de doscientos años, fecha en la que el rey de la nación, Kyansitha, había inventado por sí solo el alfabeto.

—El buen rey tuvo cuidado de que ninguna de las letras tuviera una forma angulosa —nos explicó, y las dibujó luego con el dedo sobre el patio polvoriento de su p'hra —. Nuestro pueblo sólo dispone de hojas para escribir, y sólo tiene palos para rascarlas, y los caracteres angulosos podrían romper las hojas. Como veis, todas las letras son redondeadas y el palo corre con facilidad.

—Cazza beta! —exclamé —. ¡Incluso el lenguaje es perezoso!

Hasta entonces había atribuido la lasitud del pueblo mian y su dejadez al clima de Ava, que era realmente opresivo y enervante. Pero el cordial pongyi nos ofreció de modo voluntario la verdad auténtica, asombrosa y terrible sobre los mian. Según dijo habían tomado este nombre cuando llegaron por primera vez a Champa y se asentaron en el país que ahora constituía la nación ava, y esto había sucedido, dijo, hacía sólo unos cuatrocientos años.

—¿De dónde eran originarios? —le pregunté —. ¿De dónde procedían?

—De To-Bhot —contestó.

Bueno, aquello lo explicaba todo sobre los mian. En realidad no eran más que un resto sobrante y desplazado de los desgraciados bho de To-Bhot. Y si los bho eran gente letárgica tanto intelectual como físicamente en el aire puro y estimulante de sus mesetas nativas, no era de extrañar que en las tierras bajas, cálidas y debilitadoras, hubiesen degenerado todavía más, reduciendo su único esfuerzo voluntario a masticar como bueyes y su blasfemia más osada a un « ¡madre!», o que incluso la escritura de sus reyes fuera fláccida.

Debo decir, para ser caritativo, que no puede esperarse realmente mucha ambición ni vitalidad en un pueblo que vive bajo un clima tropical en medio de la jungla. Este pueblo necesitará de toda su voluntad sólo para sobrevivir. Yo mismo no me considero un haragán, pero en Ava me sentía siempre privado de fuerza y de voluntad, e incluso mi Huisheng, normalmente tan activa y viva, empezó a moverse lánguidamente. Yo había conocido el calor en otros lugares, pero nunca uno tan húmedo, pesado y opresivo como el que sentí en Ava. Era como si hubiesen empapado una sábana en agua caliente, me la hubiesen echado por encima de la cabeza y me obligaran no sólo a llevarla sino a respirar a su través, o a intentarlo.

Aquel clima de cloaca era de por sí tormento suficiente, pero además alimentaba otros males, siendo el principal de ellos los animales de la jungla. Durante el día, nuestra barcaza iba río abajo acompañada por una nube espesa de mosquitos. Podíamos alargar el brazo y cogerlos a puñados, y su zumbido combinado era tan fuerte como los ronquidos de las serpientes ghariyal en las orillas fangosas, y sus picadas tan continúas que al final, por suerte, inducían a una especie de sorda indiferencia. Cuando alguno de nuestros hombres se metía en los bajos del río para atrancar la barcaza y pernoctar, salía del agua con las piernas y ropa llenas de tiras negras y rojas, siendo las tiras blancas, sanguijuelas largas, viscosas y tenaces que se habían agarrado a su cuerpo a través de la tela misma y chupaban tan ávidamente que les salían por la boca vetas de sangre. Luego en tierra podían atacarnos enormes hormigas rojas o tábanos agresivos, y la picada de estos insectos era tan dolorosa que según nos contaron podía excitar incluso a los elefantes y obligarles a emprender una huida desbocada. La noche no aportaba mucho descanso, porque todo el suelo estaba infestado por una raza diminuta de pulgas que apenas podían verse, que nunca podían cazarse y cuya picada levantaba una enorme ampolla. El humo del incienso de Huisheng nos ofrecía alguna protección contra los insectos voladores nocturnos, y nos tenía sin cuidado que atrajera a una multitud de nat. Ignoro si se debía al calor, a la humedad, a los insectos o a todas estas miserias juntas, pero mucha gente de aquella jungla padecía enfermedades que al parecer no desembocan nunca en la muerte ni en la curación. (El pueblo de Yunnan llamaba al conjunto de Champa «el Valle de la Fiebre».) Dos de nuestros robustos barqueros mongoles cayeron víctimas de una de estas enfermedades, o quizá de varias, y Yissun y yo tuvimos que relevarlos. Las encías de los dos hombres sangraron y se pusieron tan rojas como las de los masticadores y rumiantes mian, y les cayó gran parte del pelo. La piel empezó a pudrirse debajo de los brazos y entre las piernas, volviéndose verde y

desmenuzable, como queso echado a perder. Alguna especie de hongo les atacó los dedos de manos y pies, de modo que las uñas se reblandecieron, se humedecieron, les dolían y sangraban a menudo.

Yissun y yo pedimos a un jefe de poblado mian que nos diera un consejo basado en su propia experiencia, y él nos propuso que friccionáramos pimienta en las llagas. Cuando protesté diciendo que esto les causaría terribles dolores, dijo:

—Amé, desde luego, U Polo. Pero todavía hará más daño al nat de la enfermedad, y quizá el demonio huya.

Nuestros mongoles soportaron bastante estoicamente este tratamiento, pero también el nat lo soportó y los hombres continuaron enfermos y postrados durante todo el trayecto río abajo. Por lo menos, tanto ellos como los demás no contrajimos otra dolencia de la jungla que también me explicaron. Numerosos hombres mian nos confiaron tristemente que habían sido atacados por ella y que siempre la sufrirían. La llamaban koro, y describieron su terrible efecto: un encogimiento repentino, dramático e irreversible del órgano viril, una retracción de este órgano dentro del cuerpo. No pedí más detalles pero no pude dejar de imaginar una posible relación entre este koro de la jungla y el kala-azar transmitido por una mosca que había iniciado la patética disolución de mi tío Mafio.

Yissun, Huisheng, su doncella mongol y yo nos turnamos durante un tiempo cuidando de nuestros dos enfermos. Nuestra experiencia y las observaciones llevadas a cabo hasta aquel momento parecían indicar que las enfermedades de la jungla afectaban úni-camente al sexo masculino, y Yissun y yo no nos preocupábamos mucho de nosotros mismos. Pero cuando la doncella empezó a mostrar síntomas de la enfermedad ordené a Huisheng que dejara de cuidarla, que se confinara al extremo más alejado de la barcaza, y que de noche durmiera bien separada de nosotros. Mientras tanto todos nuestros esfuerzos no consiguieron mejorar el estado de los dos hombres. Estaban todavía enfermos, fláccidos y descarnados cuando llegamos finalmente a Pagan, y tuvieron que llevarlos a tierra y ponerlos al cuidado de los chamanes médicos de su ejército. No sé

cómo acabaron, pero por lo menos habían sobrevivido y consiguieron llegar hasta allí. La doncella de Huisheng, no.

Al principio su afección parecía idéntica a la de los hombres, pero la había molestado y debilitado mucho más. Supongo que al ser una mujer se sintió de modo natural más asustada y molesta cuando empezó a pudrirse por sus extremidades, debajo de los brazos y entre las piernas. Sin embargo también empezó a quejarse de picazones en todo el cuerpo, cosa que no había afectado a los hombres. Las sentía incluso dentro, y nosotros pensamos que estaba ya delirando. Pero Yissun y yo la desvestimos con cuidado y descubrimos pegados a su piel en diversos lugares una especie de granos de arroz. Cuando intentamos extraerlos descubrimos que los granos eran sólo los extremos que sobresalían, las cabezas o las colas, imposible decirlo, de gusanos largos y delgados que habían excavado profundos agujeros en su carne. Tiramos de ellos y fueron saliendo reluctantemente, y continuaron saliendo palmos enteros de las cosas, como si estuviéramos devanando un hilo de telaraña del pezón hilador del cuerpo de una araña. La pobre mujer lloraba, gritaba y se retorcía débilmente durante casi todo el tiempo que duró esta operación. Cada gusano no era más grueso que un cordel, pero su longitud alcanzaba fácilmente la de mi pierna, era de color blanco verdoso, viscoso al tacto, difícil de agarrar y resistente a la tracción, y había muchos gusanos, e incluso el endurecido mongol Yissun y yo no pudimos dejar de vomitar violentamente mientras efectuábamos mano a mano la extracción de los gusanos y los echábamos por la borda. Cuando finalizamos la mujer ya no se retorcía: estaba inmóvil y muerta. Quizá los gusanos estaban enmadejados alrededor de sus órganos interiores y al estirarlos

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