El viajero (151 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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—Bueno. El yogui no me inspira mucha simpatía. Pero esos que traen dientes, alteza, realmente sólo han intentado cometer un delito trivial, y con bastante ingenuidad. Estos dientes que trajeron no me engañan a mí, y mucho menos a un budista.

—Eso es lo que más deploro: la imbecilidad de mi pueblo. ¡Que avergüencen a su raja e insulten a su religión, y con mañas tan estúpidas! Son incapaces siquiera de un crimen decente. Morir es demasiado leve para ellos. Se reencarnarán inmediatamente en alguna forma inferior, ¡si es que las hay!

Yo creía francamente que una reducción en el número de hindúes forzosamente mejoraría el planeta, pero no quería que el pequeño raja se diera cuenta después de los

estragos que había causado en su reino, se arrepintiera, y me considerara quizá culpable de ellos. Dije:

—Alteza, como huésped vuestro solicito que se perdone a los imbéciles supervivientes, y que no se admita a ningún donante más para que no pueda cometer perjuro. Al fin y al cabo, eso se debe a una aparente omisión en la proclama de vuestra alteza.

—¿Mía? ¿Una omisión mía? ¿Estáis insinuando que he cometido un error? ¿Que un brahmán y un Maharajadhiraj Raj puede cometer un fallo?

—Creo que fue sólo un descuido comprensible. Como evidentemente vuestra alteza sabe que Buda era un hombre que medía nueve antebrazos y que cualquiera de sus dientes debió de tener el tamaño de una copa, sin duda supuso que todo vuestro pueblo probablemente también lo sabía.

—Ummm, tenéis razón, Marco-wallah. Yo di por sentado que mis súbditos recordarían ese detalle. Nueve antebrazos, ¿eh?

—Quizá si rectificarais la proclama, alteza…

—Ummm. Sí, haré pública otra. Y perdonaré misericordiosamente a los imbéciles que ya hayan venido. Un buen brahmán no mata a seres vivos, aunque sean infames, si no es imprescindible u oportuno.

Llamó a su mayordomo, le dio instrucciones para la nueva proclama y también le ordenó poner fin a la procesión hacia el patio trasero. Cuando volvió adonde yo estaba, había recuperado bastante su buen humor.

—Muy bien. Ya está hecho. Un buen anfitrión brahmán satisface los deseos de su huésped. ¡Pero basta de asuntos aburridos y de preocupaciones serias! Vos sois mi huésped y no os estáis divirtiendo.

—¡Pero claro que sí, alteza, constantemente!

—¡Venid! Admiraréis mi zenana.

Yo casi esperaba que abriera de golpe su pañal dhoti y expusiera algo grosero, pero no, simplemente se levantó, me cogió del brazo y me llevó hacia una alejada ala de palacio. Mientras me escoltaba a través de una sucesión de salas suntuosamente amuebladas, habitadas por hembras de diferentes edades y variados tonos de marrón, me di cuenta que zenana debía de ser la palabra local para designar el anderun: las habitaciones de sus esposas y concubinas. Las mujeres maduras no me parecieron más atractivas que Tofaa o las bailarinas nach, y la mayoría estaban rodeadas de enjambres de chiquillos de todos los tamaños. Pero algunas de las consortes del Pequeño raja eran casi niñas, y aún no estaban entradas en carnes, ni tenían miradas de buitre, ni voz de cuervo, y aunque de piel oscura algunas eran delicadas y bellas.

—Francamente estoy un poco sorprendido de que vuestra alteza tenga tantas esposas —comenté al pequeño raja —. Por vuestra manifiesta aversión a doña Tofaa, casi había supuesto…

—Bueno, si hubiera sido vuestra esposa, como pensé al principio, os habría ofrecido concubinas y bailarinas nach para distraeros mientras yo seducía a la dama para hacer surata. Pero, ¿una viuda? ¿Qué hombre desea copular con una cáscara de desecho, con una mujer muerta que espera morir, cuando pueden poseerse tantas esposas aún jugosas, de uno mismo y de los demás, y también tantas vírgenes recién florecidas?

—Sí, comprendo, vuestra alteza es un hombre viril.

—¡Aha! Me tomasteis por un gand-mara, ¿no?, que ama a los hombres y odia a las mujeres. ¡Qué vergüenza, Marco-wallah! Reconozco que, como cualquier hombre sensible, para una larga compañía prefiero un muchacho callado, sumiso y bien educado. Pero uno tiene sus deberes y obligaciones. Un raja se supone que ha de mantener un abundante zenana, y así lo hago. Y las sirvo debidamente en rotación regular, incluso a las más jóvenes en cuanto han tenido su primer flujo.

—¿Se casan con vos, alteza, antes de su primera menstruación?

—Claro, y no sólo mis esposas, Marco-wallah. Todas las niñas en la India. Los padres están ansiosos de que su hija se case y se marche antes de ser mujer, y antes de que su virginidad pueda sufrir cualquier accidente, pues eso la dejaría inútil para el matrimonio. Y aún hay otro motivo: cada vez que una hija tiene su flujo, sus padres cometen el horroroso crimen de dejar morir un embrión que podría prolongar el linaje familiar. Se dice que si una niña está por casar a los doce años, sus antepasados en el otro mundo se beben tristemente la sangre que derrama cada mes.

—Bien dicho, sí.

—En fin, volvamos al tema de mis esposas. Ellas disfrutan de todos los derechos tradicionales de esposa, pero éstos no incluyen ningún derecho de realeza, como sucede en monarquías más débiles y menos civilizadas. Las mujeres no participan en mi corte ni en mi gobierno. Como bien se dice, ¿qué hombre prestará atención a los cacareos de una gallina? Ésta de aquí, por ejemplo, es mi primera esposa y mi maharani titular, pero ella nunca aspirará a sentarse en un trono.

Me incliné educadamente ante la mujer y dije:

—Alteza.

Ella se limitó a dirigirme la misma mirada de aburrido desprecio que había dirigido a su marido, el raja. Procuré seguir siendo educado, señalé al enjambre de color marrón oscuro que tenía a su alrededor y añadí:

—Vuestra alteza tiene hermosos príncipes y princesitas.

Ella siguió sin decir nada, pero el pequeño raja refunfuñó:

—No son príncipes y princesas. Mejor que no se le suban los humos a la cabeza.

—¿El linaje familiar no es de primogenitura patrilineal? —pregunté con cierta perplejidad.

—Mi querido Marco-wallah, ¿cómo sé yo si alguno de estos mocosos es mío?

—Bueno, eh, realmente… —murmuré, turbado por haber mencionado el tema justamente delante de la mujer y de su progenie.

—No os preocupéis, Marco-wallah. La maharani sabe que no estoy insultándola a ella en concreto. Yo no sé si he engendrado alguno de los hijos de mis mujeres. No puedo saberlo. Vos tampoco podréis saberlo si algún día os casáis y tenéis hijos. Es un hecho de la vida.

Fue saludando con la mano a otras varias mujeres por cuyas habitaciones pasábamos y repitió:

—Es un hecho de la vida. Ningún hombre puede nunca saber, con certeza, si es padre del hijo de su esposa. Ni siquiera de una mujer aparentemente amorosa y fiel. Ni siquiera de una mujer tan fea que hasta un paraiyar la evitaría. Ni siquiera de una mujer tullida que no pueda ni salir de casa. Una mujer siempre puede encontrar una forma de hacerlo, un amante y un sitio oscuro.

—Pero seguramente, alteza, os casáis con las más jóvenes antes de que puedan ser fecundadas.

—Ni siquiera eso se sabe. Yo no puedo estar siempre presente en el instante en que menstrúan por primera vez. Se dice que basta que una mujer vea a hurtadillas a su padre, a su hermano o a su hijo para que su yoni se humedezca.

—Pero debéis legar vuestro trono a alguien, alteza. ¿A quién, entonces, si no es a vuestro supuesto hijo o hija?

—Al primogénito de mi hermana, como hacen todos los rajas. Todos los linajes reales en la India descienden a través de las hermanas. Comprendedlo, mi hermana tiene indiscutiblemente mi propia sangre, aunque nuestra real madre fuera promiscuamente infiel a nuestro real padre, y aunque mi hermana y yo fuéramos engendrados por

diferentes amantes: de todos modos salimos del mismo útero.

—Comprendo. Y entonces, ¿no importa quién engendra al primogénito de vuestra hermana?

—Claro que importa; confío haber sido yo. Tomé a mi hermana mayor como una de mis esposas, la quinta o la sexta, no recuerdo bien, y creo que ha parido siete hijos supuestamente míos. Pero el hijo mayor, aunque no sea hijo mío, al menos es mi sobrino, y la sangre real permanece intacta e inviolada. Y él será aquí el próximo raja. Salimos del zenana bastante cerca de la zona de palacio en donde estaba la cocina, y aún pudimos oír desde ahí gemidos, lloriqueos y ruido de tirones. El pequeño raja me pidió si podía entretenerme yo solo un rato, pues él tenía algunos asuntos reales que atender.

—Volved al zenana, si queréis —me sugirió —. Aunque yo me preocupo por casarme sólo con mujeres de mi propia raza blanca, ellas siguen pariendo niños con la piel de un decepcionante tono oscuro. Una rociada de vuestra simiente podría aclarar la raza, Marco-wallah.

Para no ser descortés, murmuré algo sobre un voto de castidad que estaba cumpliendo, y dije que buscaría otra cosa en que ocuparme. Contemplé al pequeño raja marchar contoneándose, y le compadecí bastante. Era un soberano muy especia), que tenía poder de vida y muerte sobre su pueblo, y también era el diminuto gallo de un corral entero de gallinas, y en el fondo era infinitamente más pobre y más débil y menos feliz que yo, un simple viajero, con una única mujer a quien amar y proteger y conservar para el resto de mi vida, pero esa mujer era Huisheng.

Eso me hizo pensar que ahora podía ya prescindir de mi acompañante temporal. Fui a buscar a Tofaa, a quien había dejado roncando estentóreamente cuando salí de nuestras habitaciones aquella mañana. La encontré en una terraza de palacio, mirando melancólicamente el melancólico festejo de Krishna que seguía celebrándose en la plaza de abajo.

Me dijo inmediatamente, en tono acusador:

—¡Oléis a pachulí, Marco-wallah! Habéis estado acostándoos con mujeres perfumadas. Y eso, ay de mí, después de comportaros conmigo sin tacha y con una admirable caballerosidad durante todo este tiempo.

Ignoré sus palabras y dije:

—Vengo a decirte, Tofaa, que puedes abandonar tu servil cargo de intérprete cuando gustes, y…

—Lo sabía. He sido demasiado seria y recatada. Ahora os ha seducido alguna desvergonzada y atrevida puta de palacio. ¡Ah, los hombres!

Continué ignorando sus palabras:

—Y tal como te prometí, me ocuparé de que tengas un buen viaje de regreso a tu patria.

—Estáis deseando libraros de mí. Mi virtuosa castidad es un reproche a vuestro desenfreno.

—Estaba pensando en ti, mujer desagradecida. No tengo nada más que hacer que esperar aquí hasta que se descubra el auténtico diente de Buda y me lo entreguen. Mientras tanto, si necesito que me traduzcan cualquier cosa, tanto el raja como el maestro músico dominan el farsi.

Sorbió ruidosamente y se limpió la nariz con su brazo desnudo.

—No tengo prisa en volver a Bengala, Marco-wallah. Allí sólo seria una viuda. Además, el raja y el maestro músico estarán ocupados en sus cosas. No tendrán tiempo de sacaros a pasear y enseñaros los espléndidos espectáculos de Kumbakonam, como puedo hacer yo. Me he informado y los he escogido para que podáis disfrutar de ellos. Así que no la obligué a marcharse. Por el contrario aquel día y los siguientes dejé que

me llevara de paseo y me mostrara los espléndidos espectáculos de la ciudad.

—Allá, Marco-wallah, veis al santo varón Kyavana. Es el habitante más santo de Kumbakonam. Hace muchos años decidió quedarse quieto, como el tocón de un árbol, para mayor gloria de Brahma, y aún sigue así. Ahí lo tenéis.

—Veo a tres ancianas mujeres, Tofaa, pero a ningún hombre. ¿Dónde está?

—Ahí.

—¿Ahí? Eso no es más que un enorme hormiguero de termitas con un perro meándose encima.

—No, eso es el santo varón Kyavana. Se está tan quieto que las termitas lo aprovecharon como armazón para su hormiguero de arcilla-Cada año crece más. Pero eso es él.

—Bueno, pues si está metido ahí dentro, seguramente estará muerto.

—¿Quién sabe? ¿Y eso qué importa? Cuando estaba vivo estaba tan inmóvil como ahora. Es un gran santo. Los peregrinos vienen de todas partes para admirarlo, y los padres muestran a sus hijos ese ejemplo de elevada piedad.

—Este hombre no hizo nada más que estarse quieto. Tan quieto que nadie podía decir si estaba vivo o si ahora está muerto. ¿Y a eso se le llama santidad? ¿Es ése un ejemplo para admirar, o para emular?

—Bajad la voz, Marco-wallah, pues Kyavana podría dirigir contra vos su gran poder santo, como hizo con las tres niñas.

—¿Qué tres niñas? ¿Qué hizo?

—¿Veis ese santuario que está un poco más allá del hormiguero?

—Veo una choza de barro con tres viejas brujas echadas en el quicio rascándose.

—Ése es el santuario. Ésas son las niñas. Una tiene dieciséis, la otra diecisiete, y…

—Tofaa, el sol calienta mucho aquí. Quizá deberíamos regresar a palacio para que te tumbaras un rato.

—Estoy enseñándoos las cosas dignas de verse, Marco-wallah. Cuando estas chicas tenían unos once o doce años, fueron tan irreverentes como vos, quisieron hacer una travesura y vinieron aquí, se levantaron los vestidos y revelaron sus pubescentes encantos al santo varón Kyavana para que al menos una de sus partes perdiera la inmovilidad. Ya veis lo que sucedió. Instantáneamente se convirtieron en viejas, arrugadas, canas y ojerosas, tal como ahora las veis. La ciudad les construyó este santuario para que vivieran en él los pocos años que les quedaban. El milagro se ha hecho famoso en toda la India.

Yo me reí y pregunté:

—¿Hay alguna prueba de esta absurda historia?

—Claro que sí. Por un poco de calderilla, las chicas os enseñarán su kaksha, sus partes, frescas y jóvenes antes, y que envejecieron tan repentinamente, y se agriaron y se volvieron pestilentes. Mirad, ya se están quitando los harapos para que podáis…

—Dio me varda! —exclamé dejando de reír —. Échales estas monedas y vamonos ya. Aceptaré el milagro como artículo de fe.

—Aquí —dijo Tofaa otro día —vemos un tipo de templo especial. Un templo que cuenta historias. ¿Veis las esculturas con maravillosos detalles que cubren todo su exterior?

Ilustran muchas de las formas en que un hombre y una mujer pueden hacer surata. O un hombre y varias mujeres.

—¿Y estás sugiriéndome que esto es sagrado?

—Muy sagrado. Cuando una niña está a punto de casarse se supone que no sabe nada sobre la consumación del matrimonio, porque aún es una niña. Así que sus padres la traen aquí, y la dejan con el sabio y bondadoso sadhu. Éste pasea a la niña por el exterior del templo señalando esta y aquella escultura y explicándoselas amablemente para que así no se aterrorice ante cualquier cosa que su marido haga la noche de bodas.

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