El viajero (147 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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En muchas ocasiones posteriores tendría motivos para lamentar mi inclusión en el género que comprendía también a los machos hindúes, pero ésta fue la primera vez. Me puse a caminar trazando un amplio círculo alrededor del duyong y de los hombres, y luego continué por la calle principal de Kuddalore. Todas las rollizas mujeres del pueblo vestían el sari enrollado que cubría adecuadamente la mayor parte de su suciedad corporal, excepto donde quedaba visible el rollo carnoso del vientre. Los hombres, escuálidos, aunque tenían menos que enseñar, lo mostraban también, pues no llevaban más que un tulband descuidadamente enrollado y un pañal suelto, grande y holgado llamado dhoti. Los niños no llevaban nada más que aquel sarampión pintado en la frente.

—¿Hay aquí algún caravasar —pregunté a Tofaa —o como quiera que lo llaméis, en donde podamos alojarnos mientras nos preparamos para seguir el viaje?

—Dak bangla —dijo ella —. Casa de descanso del viajero. Preguntaré. Tofaa extendió la mano bruscamente, agarró el brazo de un pasajero y le espetó una pregunta. Él no se lo tomó a mal, como habría hecho un hombre en cualquier otro país si una mujer cualquiera se le acercara tan descaradamente. En vez de eso, casi se asustó

y al responder habló en tono sumiso. Tofaa dijo algo que sonaba como una especie de acusación, y él contestó aún más débilmente. La conversación continuó en este tono,

ella casi gritando, él finalmente casi lloriqueando. Yo los contemplaba admirado y por fin Tofaa me explicó el resultado.

—No hay dak bangla en Kuddalore. Vienen muy pocos forasteros, y menos aún tienen interés en pasar siquiera una noche. Es típico de los humildes chola. En mi Bengala natal nos hubieran recibido con más hospitalidad. No obstante, este desgraciado se ofrece a alojarnos en su propia casa.

—Bueno, eso es bastante hospitalario, ¿no? —dije yo.

—Pide que le sigamos hasta allí y que esperemos un momento hasta que él haya entrado. Entonces tenemos que llamar a la puerta y él abrirá y nosotros le pediremos cama y comida, y él nos lo negará groseramente.

—No entiendo nada.

—Es la costumbre. Ya veréis.

Volvió a hablar con el hombre, y éste se marchó con una especie de trote ansioso. Nosotros le seguimos, abriéndonos paso entre los cerdos, las aves, los niños, los excrementos y otros desperdicios de la calle. Al ver dónde tenían que vivir los residentes de Kuddalore (las casas no eran más sólidas y elegantes que una cabaña mien de la jungla de Ava), agradecí bastante que no hubiese un dak bangla para nosotros, puesto que cualquier lugar reservado sólo para los pasajeros habría sido una auténtica pocilga. La residencia de nuestro anfitrión no era mucho mejor que una pocilga construida con ladrillos de barro y cubierta con excrementos de vaca, como com-probamos cuando nos detuvimos fuera y él desapareció en su oscuro interior. Después de una breve espera, como nos había dicho, Tofaa y yo subimos hasta la chabola y ella golpeó la desvencijada puerta. Lo que sucedió a partir de entonces, lo cuento tal como Tofaa me lo tradujo después.

En el quicio de la puerta apareció el mismo hombre y echó la cabeza hacia atrás para dirigir su nariz hacia nosotros. Esta vez Tofaa se dirigió a él con un murmullo servil.

—¿Qué? ¿Forasteros? —voceó tan fuerte que se le hubiera podido oír desde el muelle de la bahía —. ¿Peregrinos de paso? ¡No, aquí por supuesto que no! A mí no me importa, señora, que usted sea de la jati de los brahmanes! Yo no doy cobijo al primero que llama a mi puerta, y no voy a permitir que mi mujer…

No sólo se interrumpió a medio bramido, sino que desapareció totalmente arrinconado detrás de la puerta que se abría, y empujado a un lado por un carnoso brazo marrón oscuro. Una carnosa mujer de color marrón oscuro apareció en su lugar, nos sonrió y nos dijo con una dulzura almibarada:

—Sois viajeros, ¿no? ¿Y buscáis cama y comida? Bien, entrad, entrad. No hagáis caso a este gusano de marido. Le gusta hacerse el gran señor, pero sólo cuando habla. Pasad, pasad.

Así que Tofaa y yo arrastramos nuestros equipajes hasta el interior de la casa, y allí nos enseñaron el dormitorio donde debíamos dejarlo. La habitación, rebozada con boñigas de vaca, estaba totalmente ocupada por cuatro camas, parecidas a las hindora que había encontrado en otros lugares, pero no tan buenas. La hindora era un jergón colgado con cuerdas del techo, pero este tipo, llamado pa-lang, era una especie de tubo de tela rajado, como un saco abierto longitudinalmente, anudado por cada extremo a las paredes y que oscilaba libremente. Dos de los palangs sostenían un enjambre de chiquillos desnudos de color marrón oscuro, pero la mujer los echó de ahí con tan poca delicadeza como había echado a su marido, y dio por sentado que Tofaa y yo dormiríamos allí en la misma habitación que ellos dos.

Regresamos a la otra de las dos habitaciones de la cabaña y la mujer sacó a los niños también de allí y los echó a la calle mientras nos preparaba una comida. Cuando nos alargó a cada uno una tabla de madera, reconocí de qué comida se trataba, o mejor

dicho, reconocí que era prácticamente la misma salsa de kari más bien mucosa que había tomado, hacía mucho tiempo, en las montañas de Pai-Mir. Kari era el único nombre nativo que podía recordar de aquel lejano viaje en compañía de otros hombres de raza chola. Por lo que yo recordaba, aquellos hombres de color marrón oscuro habían demostrado al menos un poquito más de hombría que mi actual anfitrión. Sin embargo, no iban acompañados de mujeres chola.

El hombre de la casa y yo, como no podíamos conversar, nos pusimos de cuclillas uno al lado de otro a comer nuestro poco apetitoso plato y a dirigirnos de vez en cuando educados gestos con la cabeza. Yo debía de parecer un zerbino tan aplastado y maltratado como él, pues los dos sin decir nada mordisqueábamos nuestra comida como ratoncitos, mientras las dos mujeres charlaban y vociferaban intercambiando comentarios, según me informó Tofaa después, sobre la utilidad general de los hombres.

—Es bien cierto —comentaba la mujer de la casa —que un hombre es sólo un hombre cuando está rebosante de ira, cuando no soporta sumisamente la humillación. Pero, ¿hay algo más despreciablemente lastimoso —dijo agitando su tabla de comida para señalar a su marido —que un hombre débil indignado?

—Es bien cierto —intervino Tofaa —que un charco pequeño se llena fácilmente, como las patas delanteras de un ratón, y del mismo modo a un hombre insignificante se le satisface fácilmente.

—Yo estuve primero casada con un hermano de éste —dijo la mujer —. Cuando enviudé, cuando los compañeros de mi marido lo trajeron a casa muerto (lo aplastó en la propia cubierta, según dijeron, un duyong recién pescado que aún se debatía) debí de haberme comportado como una auténtica sati y haberme arrojado yo misma a la pira funeraria. Pero era aún joven y sin hijos, así que el sadhu del pueblo insistió en que me casara con este hermano de mi marido y tuviera hijos para continuar el linaje de la familia. ¡Ah, en fin, aún era joven!

—Es bien cierto que una mujer nunca envejece de cintura hacia abajo —observó Tofaa con una risita salaz.

—Sí, es cierto —dijo la mujer con una risita lúbrica —. También es cierto que no pueden meterse demasiados troncos en un fuego, ni en una mujer demasiados sthanu. Los dos se rieron lascivamente durante un rato. Luego Tofaa dijo agitando su tabla para señalar a los niños congregados en el quicio de la puerta:

—Al menos es fértil.

—También lo es un conejo —refunfuñó la mujer —. Es bien cierto también que un hombre cuya vida y hechos no destacan entre los de sus compañeros, no hace más que sumarse al montón.

Finalmente empecé a cansarme de aparentar sumisamente que compartía el silencio amedrentado de mi anfitrión. En un intento por comunicarme con él un poco, le señalé

mi tabla de madera aún llena de comida, me relamí los labios sin ninguna sinceridad, como si el mejunje me hubiera gustado y luego hice gestos preguntándole qué carne había debajo del kari. Él me entendió y me dijo lo que era, y me di cuenta de que ya sabía una palabra más del idioma nativo:

—Duyong.

Me levanté y salí de la cabaña para inhalar profundamente el aire de la tarde. Apestaba a humo, a pescado, a basura, a pescado, a gente sin lavar, a pescado, a niños nauseabundos, pero al menos me sirvió de algo. Seguí paseando por las calles de Kuddalore, por las dos únicas que había, hasta bien entrada la noche, y regresé a la cabaña donde encontré a todos los niños dormidos en el suelo de la primera habitación entre los restos de nuestras tablas de comida, y a todos los adultos dormidos, totalmente vestidos, en sus palangs. Con cierta dificultad al primer intento me metí en el mío, lo

encontré más cómodo de lo que me había parecido y me quedé dormido. Pero me despertaron a una hora oscura aún unos ruidos de forcejeo y comprendí que el hombre se había subido al palang de la mujer y que le estaba haciendo surata ruidosamente, aunque ella seguía regañándole y susurrándole cosas. Tofaa se había despertado y también lo había oído y luego me contó lo que la esposa había estado diciendo:

—Tú sólo eres el hermano de mi difunto marido, recuérdalo, aun después de todos estos años. Tal como el sadhu ordenó te está prohibido disfrutar mientras realizas tus funciones generadoras. Nada de pasión, ¿me oyes? ¡No debes disfrutar…!

Ahora estaba a punto de pensar que por fin había encontrado la auténtica patria de las amazonas, y el origen de todas sus leyendas. Una de las leyendas era que conservaban sólo a algunos hombres más bien residuales para que las fecundaran cuando fuera necesario crear más amazonas.

Al día siguiente nuestro anfitrión preguntó amablemente a sus vecinos y encontró a uno que iba en su carreta de bueyes hasta el próximo pueblo del interior, y que podía llevarnos a Tofaa y a mí. Agradecimos a nuestro anfitrión y a su esposa su hospitalidad, y di al hombre un poco de plata en pago a nuestro alojamiento, pero su esposa se lo arrebató rápidamente. Tofaa y yo nos sentamos sobre la parte trasera de la carreta y ésta se puso en marcha dando sacudidas y avanzó pesadamente por la marisma plana y feculenta. Para pasar el rato, le pregunté qué había querido decir aquella mujer al referirse al sati.

—Es una vieja costumbre nuestra —dijo Tofaa —. Sati significa esposa fiel. Cuando un hombre muere, si su viuda es una auténtica sati se arrojará ella misma a la pira consumiéndose y muriendo también.

—Ah, ya —dije pensativamente.

Quizá me había equivocado al considerar a las mujeres hindúes dominantes amazonas, sin cualidades matrimoniales.

—No es una idea totalmente grotesca. En cierto sentido es casi atractivo que una esposa fiel acompañe a su querido marido al otro mundo, deseando estar juntos para siempre.

—Bueno, no es exactamente así —dijo Tofaa —. Es bien cierto que la mayor esperanza de una mujer es morir antes que su marido. Esto se debe a que el destino de una viuda es inimaginable. Su marido probablemente es un inútil, pero ¿qué hace sin él? Hay multitud de hembras madurando constantemente y alcanzando la edad matrimonial, los once o doce años, y ¿qué posibilidades de volverse a casar tiene una viuda usada, gastada y que ya no es joven? Si queda sola en el mundo, indefensa, y sin apoyo, se convierte en un objeto inútil, menospreciado, y denigrado. Nuestro término viuda significa literalmente mujer muerta que espera morir. Así que, como veis, igual le da saltar al fuego y acabar con todo eso.

Tras esta explicación, la costumbre perdía algo de su aspecto elevado y poético, pero comenté que a pesar de todo hacía falta valor y que no carecía de cierta dignidad y orgullo.

—Bueno, de hecho —dijo Tofaa —la costumbre surgió porque algunas esposas planeaban volverse a casar, habían elegido ya a su próximo marido y se dedicaban a envenenar a sus cónyuges. La práctica del sacrificio sati fue impuesta por los gobernantes y las jerarquías religiosas, para impedir esos frecuentes asesinatos de maridos. Se dictó una ley según la cual si un hombre moría por cualquier motivo y en la causa de su muerte no se demostraba la inocencia de su mujer ésta debía arrojarse a la pira, y si ella no lo hacía tenían que arrojarla los familiares del difunto. De este modo las esposas se lo pensaron dos veces antes de envenenar a los maridos, e incluso se preocupaban de mantener vivos a sus hombres, cuando caían enfermos o envejecían.

Decidí que me había equivocado. Aquélla no era la patria de las amazonas, era la patria

de las arpías.

Y esta última opinión no se vio modificada por lo que nos pasó luego. Llegamos al pueblo de Panruti mucho después del crepúsculo y nos encontramos con que allí

tampoco había ningún dak bangla. Tofaa volvió a detener un hombre por la calle, y vivimos la misma comedia que el día anterior. El hombre se fue hacia su casa, nosotros le seguimos, nos negó a voces la entrada e inmediatamente lo apartó de en medio una hembra tempestuosa. La única diferencia en este caso consistía en que el gallo dominado era muy joven y la gallina abusona no lo era.

Cuando quise agradecer a la mujer su invitación, me salió como una especie de tartamudeo que Tofaa tradujo:

—Os agradecemos a vos y a vuestro… ejem… ¿marido?… ¿hijo?

—Era mi hijo —dijo la mujer —. Ahora es mi marido. —Yo debí de quedar boquiabierto o con los ojos desorbitados, porque ella continuó explicando —: Cuando su padre murió, él era nuestro único hijo, y estaba a punto de cumplir la edad de heredar esta casa y todo lo que hay en ella; yo entonces me hubiera convertido en una mujer muerta que espera morir. Así que soborné al sadhu del lugar para que me casara con el chico; él era demasiado joven e ignorante para oponerse, y de este modo conservé mi parte correspondiente en la propiedad. Desgraciadamente tiene poco de marido. Hasta el momento, sólo ha engendrado en mí estas tres niñas: mis hijas, sus hermanas —y señaló

a unas mocosas de mandíbula caída y aspecto idiotizado sentadas por allí formando montón —. Si ellas son la única descendencia que tengo, sus eventuales maridos heredarán después. A menos que entregue las chicas a las devanasi, las putas del templo. O quizá, como su mentalidad por desgracia es deficiente, podría donarlas a la Santa Orden de los Mendigos Lisiados. Pero puede que sean demasiado imbéciles para hacer bien de mendigos. En todo caso, como es natural, estoy preocupada, y naturalmente cada noche intento con todas mis fuerzas hacer otro hijo, para que la propiedad de la familia quede en nuestro linaje. —Puso apresuradamente delante de nosotros varias tablas de madera con comida condimentada con kari —. Por lo tanto, si no os importa, comeremos todos de prisa para que él y yo podamos subir a nuestro palang.

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